“Te voy a cortar la lengua, esa lengua tan terrible, cortante como un cuchillo, no, más que un cuchillo, ¡como una navaja de afeitar! Esa lengua prostituida para tu gloriosa carrera. La misma lengua que dice palabras tiernas a tu mujer, a tus chicos y a tu amante. ¿Una amante, tú? Un amante, más bien, eso es. No puedes ser sino un pederasta pasivo y abúlico. En efecto, he de empezar por eliminarte la lengua, pues, después de tu cerebro, es la principal ejecutora. Gracias a ella, como sabes manejarla tan bien, has convencido al jurado de que conteste “sí” a las preguntas que se le han hecho.
“Gracias a ella, has presentado a la bofia como gente honesta, sacrificada a su deber; gracias a ella, se aguantaba la fulastre historia del testigo. Gracias a ella, a los ojos de los doce enchufados, yo era el hombre más peligroso de París. Si no hubieses tenido esa lengua tan astuta, tan hábil, tan convincente, tan adiestrada en deformar a las personas, los hechos y las cosas, yo aún estaría sentado en la terraza del “Grand Café" de la plaza Blanche, de donde no hubiese debido moverme nunca. Así es que, seguro, te voy a arrancar la lengua. Pero, ¿con qué instrumento?
Camino, camino, la cabeza me da vueltas, pero sigo cara a cara con él… cuando, de pronto, la luz se apaga y un resplandor muy débil consigue infiltrarse en mi celda a través de las tablas de la ventana.
¿Cómo? ¿Ya es de día? ¿He pasado la noche vengándome? ¡Qué hermosas horas acabo de pasar! Esa noche tan larga, ¡qué corta ha sido!
Escucho, sentado en la cama. Nada. El más absoluto silencio. De vez en cuando, un leve “tic” en la puerta. Es el vigilante que, calzado con zapatillas para no hacer ruido, viene a pegar el ojo en la mirilla que le permite verme sin que yo le perciba.
La máquina concebida por la República francesa ha llegado a su segunda etapa. Funciona de maravilla puesto que, durante la primera, ha eliminado a un hombre que podía causarle molestias. Pero no basta. Ese hombre no debe morir demasiado de prisa, no debe escapársele por un suicidio. Se tiene necesidad de él. ¿Qué harían en la Administración penitenciaria si no hubiese presos? El ridículo. Así, pues, vigilémosle. Es menester que vaya a presidio, donde servirá para hacer que vivan otros funcionarios. El “tic” se oye de nuevo. Me sonrío.
No te hagas mala sangre, cascaciruelas, que no me escaparé de ti. Por lo menos, no de la forma que temes: el suicidio.
Sólo pido una cosa, seguir viviendo con la mayor salud posible y salir cuanto antes hacia esa Guayana francesa donde, gracias a Dios, cometéis la imbecilidad de enviarme.
Sé que tus colegas, amigo vigilante de prisión que produces ese “tic” a cada instante, no son unos monaguillos. Tú eres un abuelito, al lado de los guardianes de allá. Lo sé desde hace mucho tiempo, pues Napoleón, cuando fundó el presidio y le preguntaron: “¿Por quién haréis vigilar a esos bandidos?”, respondió: “Por quienes son más bandidos que ellos.” Posteriormente, pude comprobar que el fundador del presidio no había mentido.
Tris, tras, una ventanilla de veinte por veinte centímetros se abre en la mitad de mi puerta. Me alargan el café y un pan de setecientos cincuenta gramos. Como estoy condenado, ya no tengo derecho al restaurante, pero, pagando, puedo comprar cigarrillos y algunos víveres en una modesta cantina. Unos cuantos días más y, luego, ya no habrá nada: La Conciergerie es la antesala de la reclusión. Fumo con deleite un “Lucky Strike”, a seis francos sesenta el paquete. He comprado dos. Me gasto el peculio porque me lo van a requisar para pagar los gastos de la justicia.
Dega, por medio de una nota que he encontrado metida en el pan, me dice que vaya a desinsectación: “En una caja de fósforos hay tres piojos.” Saco los fósforos y encuentro los piojos, gordos y sanos. Sé lo que eso significa. Los enseñaré al vigilante, y así, mañana, me enviará con todos mis trastos, colchón incluido, a una sala de vapor para matar a todos los parásitos (salvo a nosotros, por supuesto). En efecto, el día siguiente, encuentro a Dega allí. Ningún vigilante en la sala de vapor. Estamos solos.
– Gracias, Dega. Merced a ti, he recibido el estuche.
– ¿No te causa molestias?
– No.
– Cada vez que vayas al retrete, lávalo bien antes de volver a metértelo.
– Sí. Es hermético, creo, pues los billetes doblados en acordeón están en perfecto estado. Sin embargo, hace ya siete días que lo llevo.
– Entonces, señal de que es bueno.
– ¿Qué piensas hacer, Dega?
– Me voy a hacer el loco. No quiero ir a presidio. Aquí, en Francia, quizá cumpla ocho o diez años. Tengo relaciones y, por lo menos, podré conseguir cinco años de indulto.
– ¿Qué edad tienes?
– Cuarenta y dos años.
– ¡Estás loco! Si te tragas diez años de los quince, saldrás viejo. ¿Te da miedo estar con los forzados?
– Sí, el presidio me da miedo, no me avergüenza decírtelo, Papillon. La vida es terrible en la Guayana. Cada año hay una pérdida del ochenta por ciento. Una cadena de presos sustituye a otra y las cadenas son de mil ochocientos a dos mil hombres. Si no coges la lepra, te da la fiebre amarilla o unas disenterías que no perdonan, o tuberculosis, paludismo, malaria. Si te salvas de todo eso, tienes mucha suerte si no te asesinan para robarte el estuche o no la espichas en la fuga. Créeme, Papillon, no te lo digo para desanimarte, sino porque he conocido a muchos presidiarios que han vuelto a Francia tras haber cumplido penas cortas, de cinco o siete años, y sé a qué atenerme. Son verdaderas piltrafas humanas. Se pasan nueve meses del año en el hospital, y en cuanto a eso de la fuga, dicen que no es tan fácil como cree mucha gente.
– Te creo, Dega, pero confío mucho en mí. No duraré mucho allí, puedes estar seguro. Soy marinero, conozco el mar y puedes tener la certeza de que no tardaré en darme el piro. Y tú, ¿te ves cumpliendo diez años de reclusión? Si te quitan cinco, lo cual no es seguro, ¿crees que podrás aguantarlos, no volverte loco por el completo aislamiento? Yo, ahora, en esa celda donde estoy solo, sin libros, sin salir, sin poder hablar con nadie, no es por sesenta minutos que deben multiplicarse las veinticuatro horas del día, sino por seiscientos, y aún te quedarías corto.
– Es posible, pero tú eres joven y yo tengo cuarenta y dos años.
– Oye, Dega, francamente, ¿qué es lo que más temes? ¿No será a los otros presidiarios?
– Sí, francamente, Papi. Todo el mundo sabe que soy millonario, y de ahí a asesinarme porque puede creerse que llevo encima cincuenta o cien mil francos, hay poco trecho.
– Oye, ¿quieres que hagamos un pacto? Tú me prometes no irte a la loquera y yo me comprometo a estar siempre a tu lado. Nos arrimaremos el uno al otro. Soy fuerte y rápido, aprendí a pelearme de muy joven y sé manejar muy bien la faca. Así que, en lo referente a los otros presidiarios, está tranquilo: seremos más que respetados, seremos temidos. Y, para darnos el piro, no necesitamos a nadie. Tú tienes pasta, yo tengo pasta, sé servirme de la brújula y conducir una embarcación. ¿Qué más quieres?
Me mira fijamente a los ojos… Nos abrazamos. El pacto queda firmado.
Algunos instantes después, se abre la puerta. El se va por su lado, con su impedimenta, y yo, con la mía. No estamos muy lejos uno de otro y, de vez en cuando, podremos vernos en la barbería, en la enfermería o en la capilla, los domingos.
Dega se metió en el asunto de falsificación de bonos de la Defensa Nacional. Un falsificador los había hecho de modo muy original. Decoloraba los bonos de 500 francos y volvía a imprimir encima, perfectamente, títulos de 10 000 francos. Como el papel era igual, Bancos y comerciantes los aceptaban con toda confianza. Aquello duraba hacía muchos años y la Sección financiera del Ministerio Fiscal no sabía a qué atenerse hasta el día en que detuvieron a un tal Brioulet en flagrante delito. Louis Dega estaba muy tranquilo al frente de su bar de Marsella, donde cada noche se reunía la flor y nata del hampa del Sur y donde, como a una cita internacional, acudían los grandes depravados del mundo.
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