Michael Connelly - El eco negro

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Harry Bosh, detective de la policia de Los Angeles, es un lobo solitario. Hijo de una prostituta asesinada, fue criado en orfanatos y quedo marcado tras vivir la dura experiencia de Vietnam. Ahora, un caso rutinario de muerte por sobredosis le devuelve inesperadamente al pasado. La victima, Billy Meadows, habia servido en su misma unidad en Vietnam. Ambos habian combatido en la red de pasajes subterraneos del Viet Cong y habian experimentado el horror del eco negrola reverberacion en las tinieblas de su propio panico. Ahora Meadows esta muerto. Pero su rastro parece apuntar a un gran atraco bancario perpetrado a traves de los tuneles de alcantarillado.

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Primero se dirigió al fondo de la sala y encendió la cafetera. Luego se metió en una de las salas de interrogatorios para ponerse la camisa nueva. Cuando se quitó el pijama del hospital, un fogonazo le recorrió el pecho y el brazo. Bosch se sentó en una de las sillas de la sala para examinar el vendaje. Buscaba rastros de sangre, pero no había nada. Con cuidado, y con mucho menos dolor, se puso la nueva camisa, de talla grande. El bolsillo del pecho izquierdo estaba decorado con un pequeño dibujo de una montaña, un sol, el mar y las palabras «Ciudad de Ángeles». Bosch se lo tapó con el cabestrillo, que ajustó para que le aguantara firmemente el brazo contra el pecho.

Cuando terminó de cambiarse, el café estaba listo. Bosch se llevó la taza de líquido hirviendo hasta la mesa de Homicidios, encendió un cigarrillo y sacó del archivador la carpeta del asesinato de Meadows y otros documentos relacionados con el caso. Hojeó la pila de papeles sin saber por dónde empezar ni qué buscaba. Al final decidió releerlo todo, esperando que algo le llamara la atención. Buscaba cualquier cosa: un nombre nuevo, una discrepancia en la declaración de alguien, algo que hubieran considerado irrelevante, pero que ahora hubiera adquirido un nuevo significado.

Bosch leyó por encima sus propios informes porque recordaba casi toda la información. Entonces releyó el expediente militar de Meadows. Era la versión abreviada, la del FBI. No tenía ni idea de lo que le había ocurrido al archivo más detallado que le habían enviado de San

Luis y que dejó en el coche cuando salió corriendo hacia la cámara acorazada. En ese momento cayó en la cuenta de que tampoco conocía el paradero de su coche.

El expediente militar no le proporcionó ninguna pista nueva. Mientras hojeaba unos documentos sueltos del fondo del archivo, las luces se encendieron y un viejo policía llamado Pederson entró en la oficina con un informe en la mano, en dirección a la máquina de escribir. Al oler los cigarrillos y el café, Pederson miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en el detective del cabestrillo.

– Harry, ¿qué tal? Qué pronto te han soltado. Por aquí decían que te habían jodido de verdad.

– Nada, un rasguño, Peds. Son peores los arañazos de los travestis que tú arrestas los sábados por la noche. Al menos con una bala no tienes que preocuparte de la mierda del sida.

– Dímelo a mí. -Pederson se masajeó instintivamente el cuello donde aún eran visibles las señales que le había dejado aquel travestí infectado con el virus. El viejo policía las había pasado canutas soportando una prueba cada tres meses durante dos años, pero al final descubrió que no se había contagiado. Era una historia legendaria en la división y probablemente la única razón por la que la media de ocupación de las celdas de travestis y prostitutas de la comisaría había bajado a la mitad. Nadie quería arrestarlos, a no ser que fuera por asesinato.

– Bueno -prosiguió Pederson-, siento mucho que todo saliera tan mal, Harry. Me han dicho que el segundo policía pasó a código 7 hace un rato. Dos policías y un «fede» muertos en un tiroteo. Y eso sin contar tu brazo. Seguramente es una especie de récord en esta ciudad. ¿Te importa si me tomo una taza?

Bosch señaló la cafetera. No sabía que Clarke había muerto. Código 7; estaba fuera de servicio, pero para siempre. Bosch aún no había logrado sentir lástima por la pareja de Asuntos Internos. Aquello le entristecía, ya que le hizo pensar que su corazón se había endurecido totalmente. Ya no era capaz de mostrar compasión por nadie, ni siquiera por unos pobres idiotas que habían muerto por una metedura de pata.

– Aquí no te cuentan una mierda -decía Pederson mientras se servía el café-, pero cuando leí esos nombres en los periódicos pensé: «¡Ah! Lewis y Clarke: los conozco. Ésos son de Asuntos Internos, no de Robos.» Los llamaban los exploradores; siempre excavando, buscando mierda para joder a alguien. Creo que todo el mundo sabe quiénes son excepto la televisión y el Times. Es curioso que estuvieran allí, ¿no?

Bosch no iba a morder el anzuelo. Pederson y los demás policías tendrían que averiguar lo que había ocurrido por otra fuente. De hecho, comenzaba a preguntarse si Pederson realmente tenía que hacer un informe o si el novato de la recepción habría corrido la voz de que él estaba allí y los demás habían enviado al viejo policía para sonsacarle.

Pederson tenía el pelo blanco como la tiza y se le consideraba un policía viejo, aunque en realidad sólo era unos años mayor que Bosch. Había patrullado Hollywood Boulevard de noche, en coche o a pie, durante casi veinte años, un oficio que habría envejecido prematuramente a cualquiera. A Bosch le caía bien. Pederson era un pozo de información sobre la calle. En prácticamente todos los asesinatos cometidos en el Boulevard, Bosch acudía a él para averiguar qué sabían sus confidentes. Y Peds casi nunca le fallaba.

– Sí, es curioso -dijo Bosch. No añadió nada más.

– ¿Estás haciendo el informe del tiroteo? -preguntó después de colocarse detrás de una máquina de escribir. Cuando Bosch no contestó, Pederson añadió-: ¿Tienes más de esos cigarrillos?

Bosch se levantó y le llevó todo el paquete a Pederson. Lo depositó encima de la máquina de escribir del viejo policía y le dijo que se lo quedara. Pederson captó la indirecta. Harry no tenía nada contra él, pero no quería hablar del tiroteo y menos de la presencia de los policías de Asuntos Internos.

Cuando Pederson se puso a trabajar, Bosch volvió a su informe del asesinato, pero no se le encendió ni una triste bombilla de cuarenta vatios. En cuanto acabó de leerlo se quedó sentado, fumando y pensando qué más podía hacer. Con la máquina de escribir como música de fondo, Bosch concluyó que no había nada más. Estaba en un callejón sin salida.

Finalmente decidió llamar a su casa para comprobar si tenía mensajes en el contestador. Primero cogió su teléfono, pero luego se lo pensó dos veces y colgó. Fue hasta la mesa de Edgar y usó el aparato de éste, ya que había una remota posibilidad de que el suyo estuviera intervenido. Cuando le salió su contestador, Bosch marcó su código y comenzó a escuchar una docena de mensajes. Los primeros nueve eran de policías y de viejos amigos deseándole que se recuperara pronto. Los últimos tres, los más recientes, correspondían al médico que lo había estado tratando, a Irving y a Pounds.

– Señor Bosch, soy el doctor McKenna. Es muy irresponsable por su parte el haber abandonado el hospital. Y muy peligroso, puesto que se arriesga a sufrir daños más graves. Si recibe este mensaje, le ruego que vuelva al hospital. Le estamos guardando la cama. Si no lo hace, no podré tratarlo ni considerarle paciente mío. Por favor. Gracias.

Irving y Pounds, en cambio, no estaban tan preocupados por la salud de Bosch. El mensaje de Irving decía:

– Detective Bosch, no sé dónde está ni lo que está haciendo, pero espero que la razón de su escapada sea que no le gusta la comida de hospital. Recuerde lo que le he dicho y no cometa un error que ambos tengamos que lamentar.

Irving no se había molestado en identificarse, ni Pounds tampoco. Su mensaje fue el último: el estribillo.

– Bosch, llámame a casa en cuanto recibas este mensaje. Me han dicho que habías dejado el hospital y tenemos que hablar. Sobre todo no sigas, repito, no sigas con la investigación relacionada con el tiroteo del sábado. Llámame.

Bosch colgó. No pensaba contestar ninguna de las llamadas al menos por el momento. En la mesa de Edgar, Bosch reparó en una nota con el nombre y el número de teléfono de Verónica Niese, la madre de Tiburón. Edgar debía de haberla llamado para notificarle la muerte de su hijo. Bosch se la imaginó respondiendo al teléfono, convencida de que sería otro de sus clientes pajilleros, y descubriendo que era Jerry Edgar con la noticia de que su hijo había muerto.

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