– Hay tres cosas que deberías comprobar -le aconsejó Bosch-. Nadie se ha cuestionado la presencia de Lewis y Clarke en el tiroteo. No formaban parte de mi equipo de vigilancia, sino que trabajaban para Irving en Asuntos Internos. Sabiendo esto, puedes presionarles para que te expliquen lo que estaban haciendo exactamente.
– ¿Y qué estaban haciendo?
– Eso tendrás que sacarlo de otro sitio. Sé que tienes otras fuentes en el departamento.
Bremmer tomaba notas en un tipo de libreta de espiral, delgada y larga, que siempre delataba a los periodistas. Mientras escribía, iba asintiendo con la cabeza.
– En segundo lugar, entérate de dónde se celebrará el funeral de Rourke. En algún sitio fuera del estado, supongo. Lo suficientemente lejos para que la prensa no se moleste en enviar a alguien. Pero tú envía a alguien de todos modos, a ser posible con una cámara. Seguramente será la única persona presente. Casi como hoy. Eso debería decirte algo.
Bremmer levantó la vista.
– ¿Quieres decir que no será un entierro de héroe? ¿Me estás diciendo que Rourke era parte de esto o que la pifió de alguna manera? ¡Pero si el FBI y nosotros lo estamos pintando como el nuevo John Wayne!
– Bueno, le habéis dado vida después de muerto. Así que también podéis quitársela.
Bosch lo miró un momento, considerando cuánto podía contarle. Por un momento se sintió tan indignado que estuvo a punto de explicarle a Bremmer todo lo que sabía y a la mierda las consecuencias y lo que le había dicho Irving. Pero se controló.
– ¿Cuál es la tercera cosa? -preguntó Bremmer.
– Consigue los expedientes militares de Meadows, Rourke, Franklin y Delgado; con eso lo ligarás todo. Estuvieron juntos en Vietnam, en la misma época y la misma unidad. Ahí es donde empieza todo. Cuando llegues hasta allí, llámame y yo intentaré decirte lo que no sepas.
De repente, Bosch se cansó de la farsa organizada por su departamento y el FBI. La imagen del chico, Tiburón, no le dejaba en paz. De espaldas, con la cabeza inclinada en ese ángulo extraño y repugnante. Toda esa sangre… Sus jefes querían olvidar ese caso como si no tuviera importancia.
– Hay una cuarta cosa -dijo-, un chico.
Cuando Bosch hubo terminado la historia de Tiburón, acompañó a Bremmer a su propio coche. Los reporteros de televisión ya se habían marchado y un hombre con una pequeña excavadora rellenaba la tumba de Meadows mientras otro lo contemplaba apoyado en una pala.
– Seguramente necesitaré otro trabajo cuando salga tu artículo -comentó Bosch mientras observaba a los sepultureros.
– No te preocupes; no te citaremos. Además, los expedientes militares hablarán por sí mismos. Ya me las arreglaré para que la oficina de información al público me confirme el resto y que parezca que viene de ellos. Y hacia el final de la historia pondré: «El detective Harry Bosch se negó a hacer comentarios.» ¿Qué te parece?
– Que seguramente necesitaré otro trabajo cuando salga tu artículo.
Bremmer se quedó mirando a Bosch.
– ¿Vas a acercarte a la tumba?
– Es posible. Cuando me dejes en paz.
– Ya me voy. -Bremmer abrió la puerta y salió, pero en seguida volvió a asomar la cabeza-. Gracias, Harry. Esto es una bomba. Van a rodar cabezas.
Bosch miró al reportero y sacudió la cabeza con tristeza.
– No, no van a rodar.
Bremmer lo miró confuso, y Bosch le dijo adiós con la mano.
El periodista cerró la puerta y se fue a su coche.
Bosch no se engañaba con respecto a Bremmer. Al periodista no le guiaba un sentido de indignación genuina ni de responsabilidad frente a la opinión pública.
Todo lo que le interesaba era obtener una exclusiva, una noticia que no tuviera ningún otro periodista. Bremmer pensaba en eso y tal vez en el libro que vendría después, en la película de televisión, en el dinero y en la fama.
Eso era lo que le motivaba, no la exasperación que había impulsado a Bosch a contarle la historia. Bosch lo sabía y lo aceptaba porque así funcionaban las cosas.
«Nunca ruedan las cabezas», se dijo.
Bosch siguió contemplando a los sepultureros hasta que acabaron su trabajo. Al cabo de un rato salió y se encaminó hacia la tumba. Un pequeño ramo de flores yacía junto a la bandera clavada en la tierra blanda y anaranjada; era de la Asociación de Veteranos. En aquel momento Bosch no supo qué debería sentir. ¿Un cierto afecto sentimental, o tal vez remordimiento? A pesar de que Meadows estaba bajo tierra para siempre, Bosch descubrió que no sentía nada. Al cabo de unos instantes, alzó la vista hacia el edificio federal y comenzó a caminar en esa dirección. Parecía un fantasma, emergiendo de su tumba en busca de justicia. O quizá sólo de venganza.
Si le sorprendió la visita de Bosch, Eleanor Wish no lo mostró. Harry le había enseñado su placa al guarda del primer piso y le habían dejado entrar. Como era fiesta la recepcionista no estaba, así que tuvo que pulsar el timbre. Fue Eleanor quien abrió la puerta. Llevaba unos téjanos gastados y una camisa blanca; sin pistola.
– Me imaginaba que vendrías, Harry. ¿Has ido al funeral?
Él asintió, pero no se acercó a la puerta que ella mantenía abierta. Ella lo miró un buen rato con las cejas arqueadas. A Harry le encantaba aquella mirada inquisitoria.
– Bueno, ¿vas a quedarte ahí todo el día?
– Podríamos ir a dar una vuelta.
– Tengo que coger mi tarjeta o me quedaré fuera. -Ella hizo un gesto para entrar, pero se detuvo-. No creo que lo sepas porque aún no han dicho nada, pero han encontrado los diamantes.
– ¿Qué?
– Sí, acabo de enterarme. Rourke tenía unos recibos que les llevaron a una consigna pública en Huntington Beach. Esta mañana consiguieron la orden y abrieron la taquilla. Dicen que hay cientos de diamantes; tendrán que encontrar un tasador. Teníamos razón, Harry: diamantes. Bueno, tú tenías razón. También encontraron todo lo demás en otra taquilla; Rourke no lo había destruido. Los propietarios de las cajas de seguridad recuperarán sus cosas. Habrá una rueda de prensa, pero dudo que digan a quién pertenecían las taquillas.
Bosch asintió y ella desapareció por la puerta.
Bosch se dirigió a los ascensores y apretó el botón mientras la esperaba. Cuando volvió, ella llevaba su bolso, lo cual le recordó que no iba armado y secretamente se avergonzó de que aquello pudiera ser un problema.
Harry y Eleanor no hablaron hasta que salieron del edificio y se encaminaron hacia Wilshire. Bosch había estado sopesando sus palabras, al tiempo que se preguntaba si el hallazgo de los diamantes significaba algo. Ella parecía esperar a que él comenzara, pero el silencio la incomodaba.
– Te queda bien el cabestrillo azul -dijo finalmente-. ¿Cómo estás? Me sorprende que te hayan dado de alta tan pronto.
– Me fui yo. Estoy bien. -Bosch había comprado un paquete de tabaco en la máquina del vestíbulo y se detuvo a meterse un cigarrillo en la boca. Lo encendió con su nuevo mechero.
– ¿Sabes qué? Éste sería un buen momento para dejarlo -sugirió ella-. Volver a empezar.
Él hizo caso omiso de la sugerencia e inhaló el humo.
– Eleanor, hablame de tu hermano. -¿Mi hermano? -preguntó sorprendida-. Ya te lo conté.
– Ya lo sé, pero quiero que me lo vuelvas a contar. Lo que le pasó en Vietnam y lo que te pasó a ti cuando fuiste a Washington a ver el monumento. Tú me dijiste que cambió tu visión de las cosas. ¿Por qué?
Estaban en Wilshire. Bosch señaló la calle y cruzaron hacia el cementerio.
– He dejado el coche ahí dentro. Luego te llevo al Buró.
– No me gustan los cementerios. Ya lo sabes.
– A nadie le gustan.
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