Eleanor acabó con el juego cuando siguió a Bosch y mató a Rourke, que la miró a los ojos mientras se hundía en el agua negra.
– Y ésa es toda la historia -susurró.
– Mi coche está por allá -le señaló Bosch cuando se levantó del banco-. Voy a acompañarte.
Encontraron el vehículo en el camino y Bosch vio que ella se fijaba en la tierra fresca que cubría la tumba de Meadows.
Se preguntó si habría contemplado el entierro desde el edificio federal. Mientras conducía hacia la salida, Harry preguntó:
– ¿Por qué no lo olvidaste? Lo que le pasó a tu hermano fue en otro tiempo, en otro lugar. ¿Por qué no lo olvidaste?
– No sé cuántas veces me he preguntado eso y cuántas veces no he sabido la respuesta. Y todavía no la sé.
Estaban en el semáforo de Wilshire y Bosch se preguntaba qué iba a hacer.
Una vez más ella adivinó lo que pensaba, presintió su indecisión.
– ¿Vas a entregarme, Harry? Puede que te cueste probarlo. Todo el mundo está muerto. Y podría parecer que tú también eres parte de ello. ¿Vas a arriesgarte?
Él no dijo nada. El semáforo se puso verde y condujo hasta el edificio federal, aparcando cerca de la acera junto a las banderas.
– Si significa algo para ti, lo que pasó entre tú y yo, no era parte de mi plan. Ya sé que nunca sabrás si es la verdad, pero quería decirte que…
– No -la cortó él-. No digas nada.
Pasaron unos momentos de incómodo silencio.
– ¿Me vas a soltar?
– Creo que sería mejor para ti si te entregaras. Ve a buscar un abogado y vuelve. Diles que no tuviste nada que ver con los asesinatos, cuéntales la historia de tu hermano. Son gente razonable y querrán evitar el escándalo. El fiscal seguramente lo dejará en un delito menor. El FBI estará de acuerdo.
– ¿Y si no me entrego? ¿Se lo dirás?
– No. Como tú has dicho, yo formo parte de ello. Nunca me creerían.
Bosch pensó un momento. No quería decir lo que iba a decir sin estar seguro de que lo cumpliría.
– No, no se lo diré a ellos. Pero si en un par de días no me entero de que te has entregado, se lo diré a Binh. Y luego a Tran. No tendré que probárselo. Les contaré la historia con suficientes datos para que sepan que es verdad.
»¿Y sabes lo que harán? Actuarán como si no supieran de qué cono hablo y me dirán que me largue. Luego irán a por ti, Eleanor, buscando la misma justicia que tú perseguías para tu hermano.
– ¿Harías eso?
– Te he dicho que sí. Te doy dos días para entregarte. Después les contaré toda la historia.
Ella lo miró y su rostro angustiado le preguntó por qué.
– Alguien tiene que pagar por Tiburón -explicó Bosch.
Ella se volvió, puso la mano en la puerta y, a través de la ventanilla, contempló las banderas que ondeaban al viento de Santa Ana.
– Supongo que me equivoqué contigo -admitió ella sin mirarlo.
– Si te refieres al caso del Maquillador, la respuesta es sí. Te equivocaste.
Ella lo miró y con una sonrisa débil abrió la puerta del coche.
Se inclinó rápidamente y lo besó en la mejilla.
– Adiós, Harry Bosch.
Entonces Eleanor salió del coche y se quedó de pie de cara al viento, mirándole fijamente. Dudó un instante y cerró la puerta.
Mientras Harry se alejaba, echó una última ojeada por el retrovisor y la vio todavía junto al bordillo. Estaba cabizbaja, como alguien a quien se le hubiese escurrido algo por la oscura alcantarilla. Harry no volvió la vista atrás.
La mañana después del día de los Caídos, Harry Bosch volvió al hospital Martin Luther King, donde recibió una severa reprimenda por parte de su médico. El doctor McKenna pareció disfrutar perversamente cuando le arrancó las vendas caseras de su hombro y le aplicó una solución salina para limpiar la herida. Bosch pasó dos días descansando antes de ser conducido al quirófano para recomponer los músculos que la bala había desgajado del hueso.
En el segundo día tras la operación, una enfermera le trajo el Times del día anterior para que se distrajera. El artículo de Bremmer estaba en primera página e iba acompañado de una foto de un cura frente a un ataúd solitario en Syracuse, Nueva York. Era el funeral del agente especial del FBI, John Rourke. Bosch dedujo por la foto que había habido más gente -aunque fueran periodistas- en el entierro de Meadows. Pero Bosch dejó a un lado la primera sección del periódico cuando hojeó las primeras páginas y vio que no salía Eleanor. Bosch pasó directamente a la sección de deportes.
Al día siguiente tuvo una visita. El teniente Harvey Pounds informó a Bosch de que, cuando se recuperara, tenía que volver a Homicidios de Hollywood. Pounds dijo que ninguno de los dos tenía otra elección. Era una orden directa del sexto piso del Parker Center. El teniente no tenía mucho más que decir y ni siquiera mencionó el artículo del Times. Bosch recibió la noticia con una sonrisa y poco más, ya que no quería expresar lo que sentía o pensaba.
– Por supuesto, todo esto depende de que superes el examen médico del departamento cuando te den el alta -añadió Pounds.
– Por supuesto -dijo Bosch.
– Bosch, ya sabes que algunos agentes prefieren el retiro por invalidez con un ochenta por ciento de paga. Podrías buscarte un trabajo en el sector privado y vivir muy bien. Y te lo merecerías.
«Ah -pensó Harry-, ésa es la razón de la visita.»
– ¿Es eso lo que quiere que haga el departamento, teniente? -preguntó-. ¿Eres el mensajero?
– Claro que no. El departamento quiere que hagas lo que tú quieras. Sólo estoy buscando las ventajas de la situación. No sé, piénsatelo. Dicen que la investigación privada es un mercado en alza en los noventa. La gente ya no se fía de nadie, ¿me entiendes? Hoy en día todo el mundo se dedica a investigar a sus futuros cónyuges: informes médicos, financieros, sentimentales…
– No es mi estilo.
– O sea, ¿que te quedas en Homicidios?
– En cuanto pase el examen médico.
Al día siguiente tuvo otra visita, esta vez la esperaba. Era una ayudante del fiscal del distrito. Se llamaba Chavez y quería saber qué pasó la noche en que murió Tiburón. Bosch supo entonces que Eleanor se había entregado. Bosch declaró que había estado con Eleanor, lo cual confirmó su coartada. Chavez dijo que tenía que comprobarlo antes de que comenzaran a hablar de un trato. Ella le hizo un par de preguntas más sobre el caso y luego se dispuso a irse.
– ¿Qué le va a pasar? -preguntó Bosch.
– No puedo comentar nada al respecto, detective.
– ¿Y extraoficialmente?
– Extraoficialmente tendrá que ir a la cárcel, pero no creo que sea por mucho tiempo. Es un buen momento para que todo se lleve silenciosamente. Ella se entregó, se trajo un buen abogado y parece que no fue responsable directa de las muertes. En mi opinión, ha tenido mucha suerte. Se declarará culpable y le caerán como mucho treinta meses en Tehachapi.
Bosch asintió y Chavez se fue.
Harry también se fue al día siguiente para hacer reposo durante seis semanas antes de volver a la comisaría de Wilcox. Cuando llegó a su casa en Woodrow Wilson encontró un papel amarillo en el buzón. Lo llevó a la oficina de correos y le dieron un paquete plano envuelto en papel de estraza. Bosch no lo abrió hasta que llegó a casa. Aunque no lo ponía, él sabía que era de Eleanor Wish. Después de romper el papel y el forro de burbujas, encontró una copia enmarcada de Aves nocturnas, de Hopper. Era el cuadro que había visto en la pared de su casa la primera noche que pasó con ella.
Bosch lo colgó en el pasillo cerca de la puerta principal y de vez en cuando se detenía a contemplarlo cuando entraba, especialmente después de un largo día o noche de trabajo. El cuadro nunca dejaba de fascinarlo o de evocar recuerdos de Eleanor Wish. La oscuridad. La dura soledad. El hombre solo sentado y con el rostro vuelto hacia las sombras. «Yo soy ese hombre», pensaba Harry Bosch cada vez que lo miraba.
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