Irving se refería a la normativa del departamento que prohibía que un policía retirado se quedara con su placa. A los jefes y al ayuntamiento no les gustaba la idea de que viejos policías se pasearan por la ciudad mostrando credenciales falsas. Estafas, comidas gratis…; era un escándalo que podía olerse a kilómetros. Así que si querías llevarte tu placa podías; magníficamente envuelta en cristal tallado, con un reloj decorativo. Era un bloque de unos treinta centímetros de ancho; demasiado grande para que cupiera en el bolsillo.
A una señal de Irving, Galvin volvió a oprimir el botón, Bosch lo contó todo tal y cómo había ocurrido, deteniéndose tan sólo cuando Galvin Júnior tuvo que darle la vuelta a la cinta. Los burócratas le preguntaron alguna cosa, pero prefirieron dejarle hablar. Irving quiso saber lo que Bosch había arrojado al agua en el muelle de Malibú. Bosch casi ni se acordaba. Nadie tomó notas, sólo le observaron mientras hablaba. Finalmente terminó la historia una hora y media después de empezar. Irving miró a Júnior e hizo un gesto con la cabeza; Júnior paró la cinta.
Cuando no tuvieron más preguntas, Bosch hizo las suyas:
– ¿Qué encontrasteis en casa de Rourke?
– Eso no es de su incumbencia.
– ¿Cómo que no? Es parte de una investigación de homicidio. Rourke era el asesino; me lo confesó.
– Bosch, el caso ya no está en sus manos.
Bosch no dijo nada. La ira atenazó su garganta. Miró a su alrededor y observó que nadie, ni tan siquiera Júnior, quería mirarle a los ojos.
– Yo que usted me aseguraría de conocer los hechos antes de empezar a insultar a colegas muertos en el cumplimiento del deber. Y me cercioraría de que tengo pruebas para respaldar esos hechos. No queremos que corran rumores que puedan comprometer el honor de hombres justos.
Bosch no pudo resistir más.
– ¿Creéis que os vais a salir con la vuestra? ¿Y vuestros dos payasos? ¿Cómo lo vais a explicar? Primero me pinchan el teléfono, luego entran en el banco como elefantes en una cacharrería y consiguen que los acribillen. Y vosotros queréis convertirlos en héroes. ¿A quién pretendéis engañar?
– Detective Bosch, eso ya ha sido explicado, no se preocupe. Su trabajo no consiste en contradecir las declaraciones públicas del departamento o el Buró al respecto. Eso, detective, es una orden. Si habla con la prensa sobre esto, será la última vez que lo haga como detective de la policía de Los Ángeles.
Ahora era Bosch quien no podía mirarlos a la cara. Con la vista fija en las flores de la mesa, inquirió:
– Entonces, ¿por qué la cinta, la declaración y todos estos burócratas? ¿De qué sirve cuándo no se quiere saber la verdad?
– Queremos saber la verdad, detective. Pero usted la confunde con lo que elegimos contarle al público. No obstante, de puertas adentro, le garantizo que tanto yo como el Buró Federal de Investigación esclareceremos el caso y emprenderemos acciones cuando sea apropiado.
– Eso es patético.
– Y usted también, detective. Usted también. -Irving se inclinó sobre la cama y su cara quedó tan cerca de Bosch que éste pudo oler su aliento-. Ésta es una de esas raras ocasiones en que uno tiene el futuro en sus manos, detective Bosch. Si hace lo correcto, tal vez se encuentre de nuevo en Robos y Homicidios. O puede coger ese teléfono (sí, voy a decirle a la enfermera que lo conecte), y llamar a sus amigos de ese periodicucho en Spring Street. Pero si lo hace, más le vale preguntar si les sobra algún empleo para un ex detective de homicidios.
Los cinco hombres se fueron y dejaron a Bosch a solas con su rabia. Se incorporó y estaba a punto de pegarle un manotazo a la jarra de margaritas que descansaba sobre la mesilla de noche, cuando la puerta se abrió y entró Irving. Solo. Sin grabadora.
– Detective Bosch, esto es extraoficial. Les he dicho a los otros que me había olvidado de darle esto.
Irving se sacó una tarjeta de felicitación del bolsillo de la chaqueta y la colocó sobre la repisa. En la cubierta había una policía tetuda con la blusa del uniforme desabotonada hasta el ombligo. Se golpeaba la mano con la porra de forma impaciente y de su boca salía un bocadillo que decía: «Cúrate pronto o si no…» Bosch tendría que leer el interior para enterarse del chiste.
– No me la había olvidado, pero quería decirle algo en privado. -Irving se quedó mudo al pie de la cama hasta que Bosch asintió con la cabeza-. Es usted bueno en lo que hace, detective Bosch. Todo el mundo lo sabe, pero eso no quiere decir que sea un buen agente de policía. Se niega a formar parte de la «familia». Y eso no es bueno. Yo, en cambio, tengo que proteger este departamento. Para mí ése es el trabajo más importante del mundo. Y una de las mejores formas de hacerlo es controlar a la opinión pública; tener a todo el mundo contento. Si eso significa hacer públicos unos cuantos comunicados de prensa y organizar un par de funerales con el alcalde, las cámaras de televisión y todos los jefazos, eso haremos. La protección del departamento es más importante que el hecho de que dos policías torpes cometieran un error. -Irving hizo una pausa-. Lo mismo ocurre con el Buró Federal de Investigación. Ellos preferirán crucificarle a usted antes que flagelarse públicamente con lo de Rourke. Le estoy diciendo que la primera regla que tiene que aprender es que la mejor manera de no tener problemas es no darlos.
– Eso es mentira y lo sabe.
– No, no lo sé. Y en el fondo, usted tampoco lo sabe. Déjeme preguntarle algo. ¿Por qué cree que Lewis y Clarke se echaron atrás en la investigación del caso del Maquillador?
Cuando Bosch no dijo nada, Irving asintió con la cabeza.
– Como ve, tuve que tomar una decisión. ¿Era mejor ver a uno de nuestros detectives vilipendiado por los periódicos y con cargos criminales contra él o lograr que le suspendieran y trasladaran discretamente? -Irving dejó que la pregunta flotara en el aire unos segundos antes de proseguir-. Otra cosa. Lewis y Clarke me vinieron a ver el otro día para contarme lo que les hizo. Lo de esposarlos a esa palmera. Fue horrible, pero ellos estaban más felices que unas animadoras después de una noche con el equipo de fútbol. Le tenían cogido por los huevos y estaban a punto de denunciarle allí mismo.
– Ellos me tenían, pero yo los tenía a ellos.
– No. Eso es lo que le estoy diciendo. Me vinieron a contar esa historia de la escucha telefónica, lo que usted les dijo. Pero la cuestión es que ellos no le pincharon el teléfono, como usted creía. Lo comprobé. Eso es lo que trato de decirle. Ellos le tenían a usted.
– Entonces quién… -Bosch se calló. Ya sabía la respuesta.
– Les dije que esperaran unos cuantos días. Para seguir vigilando y averiguar qué pasaba, porque claramente estaba pasando algo. Esos dos siempre fueron difíciles de controlar cuando se trataba de usted, Bosch. Se pasaron cuando pararon a ese tal Avery y le pidieron que les llevara a la cámara acorazada. Pero pagaron el precio.
– ¿Y el FBI, qué dijeron ellos del micrófono?
– No lo sé y no quiero preguntar. Si lo hiciera me dirían: «¿Qué micrófono?» Ya lo sabe.
Bosch asintió e inmediatamente se cansó de aquel hombre. Un pensamiento pugnaba por entrar en su cabeza, pero no quería dejarlo pasar. Apartó la vista de Irving y miró por la ventana.
Éste le repitió que pensara en el departamento antes de hacer algo y se marchó. Cuando estuvo seguro de que Irving había salido al pasillo, Bosch le pegó un golpe al jarrón de margaritas y lo derribó. Como era de plástico, no se rompió; los únicos daños fueron el agua derramada y las flores. La cara de hurón de Galvin Júnior se asomó un segundo a la puerta. No dijo nada, pero Bosch dedujo que estaba apostado en el pasillo. ¿Para su protección? ¿O para la del departamento? Bosch no lo sabía. Ya no sabía nada.
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