Peter James - Muerte Prevista

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Cuando encuentra un CD de ordenador que alguien ha olvidado en el asiento contiguo del tren en el que viaja, Tom Bryce hace lo que cualquier persona decente haría: lo recoge y cuando llega a casa intenta averiguar a quién pertenece para poder devolvérselo. Sin embargo, su buena fe topará con el horrible contenido del disquete: un estremecedor asesinato. En un principio, duda sobre la veracidad de los hechos de los que es testigo, ¿realidad o ficción? Sin embargo, a partir de ese momento, su vida y la de su familia comienzan a correr peligro.
Al poco tiempo aparece el cadáver decapitado de una joven cuya identidad se desconoce; la única pista de la que dispondrá la policía será la presencia de un escarabajo oculto entre los restos de la víctima, en lo que parece ser el indicio de un juego macabro. Al frente de la investigación se colocará el peculiar detective Roy Grace, especializado en la resolución de casos que llevan años sin resolver, y cuyo pasado y personales métodos, entre los que se halla su fe en la videncia para la resolución de los crímenes más complicados, le confieren una discutida posición dentro del cuerpo de policía.

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– Buenos días, Roy. -Tindall lo saludó con su tono sarcástico habitual-. Bienvenido a «Las mil y una cosas que pueden hacerse con una bolsa de basura un miércoles por la mañana en Peacehaven».

– Has ido de compras, ¿verdad? -le preguntó Grace, señalando la bolsa negra.

– Es increíble lo que se puede comprar hoy en día con los puntos Nectar -dijo Tindall. Luego se arrodilló y, con mucho cuidado, abrió la bolsa de basura.

Roy Grace llevaba diecinueve años en la policía, los últimos quince los había pasado investigando delitos graves, en su mayoría asesinatos. Aunque todas las muertes lo perturbaban, ya no había muchas cosas que lo impactaran de verdad; sin embargo, el contenido de la bolsa de basura sí lo hizo.

Contenía un torso de lo que había sido claramente una mujer joven y bien formada. Estaba cubierto de sangre coagulada, el vello púbico tan apelmazado que no podía distinguir el color, y casi cada centímetro de su piel había sido perforado salvajemente con algún instrumento afilado, seguramente un cuchillo, pensó. No había cabeza y le habían cortado las cuatro extremidades. Junto con el cuerpo, en la bolsa había un brazo y las dos piernas.

– Dios santo -dijo Grace.

Incluso a Tindall se le había agotado el sentido del humor.

– Ahí fuera hay un cabrón muy enfermo.

– ¿Todavía no ha aparecido la cabeza?

– Siguen buscando.

– ¿Han llamado a un patólogo?

Tindall espantó un par de moscardas. Llegaron algunas más y Grace las apartó con la mano, enfadado. Las moscardas -o las moscas azules- podían oler la carne humana en descomposición a ocho kilómetros de distancia. A falta de un contenedor sellado, era imposible mantenerlas alejadas de un cadáver, aunque a veces eran útiles. Las moscardas ponían huevos, de los que salían larvas que se convertían en gusanos y luego en moscardas. Era un proceso que duraba sólo unos días. En un cadáver que llevaba semanas oculto, era posible calcular cuánto tiempo llevaba muerta la persona a partir del número de generaciones de infestación de larvas de insecto.

– Supongo que alguien habrá llamado a un patólogo, ¿verdad, Joe?

Tindall asintió.

– Sí, Bill.

– ¿Nadiuska? -preguntó Grace, esperanzado.

Había dos patólogos del Ministerio del Interior a los que solían enviar a las escenas de los crímenes de esta zona, porque vivían razonablemente cerca. El favorito de la policía era Nadiuska de Sancha, una española escultural descendiente de aristócratas rusos que estaba casada con uno de los cirujanos plásticos más importantes de Gran Bretaña. Era popular no sólo porque era buena en su trabajo, y extremadamente eficiente, sino también porque era una delicia mirarla. A sus casi cincuenta años, aparentaba tranquilamente diez años menos; si la destreza de su marido tenía algo que ver o no, era un tema de debate constante entre todos los que trabajaban con ella, y alimentaba aún más las especulaciones el hecho de que siempre llevara cuello alto, fuera verano o invierno.

– No, por suerte para ella, a Nadiuska no le gustan los apuñalamientos múltiples. Es el doctor Theobald. Y también está de camino un cirujano de la policía.

– Ah -dijo Grace, intentando que la decepción no se reflejara en su rostro.

A ningún patólogo le agradaban las heridas de un apuñalamiento múltiple, pues había que medir cada una minuciosamente. Nadiuska de Sancha no sólo era un regalo para la vista, era divertido trabajar con ella: le gustaba coquetear, tenía un gran sentido del humor y trabajaba deprisa. En cambio, estar con Frazer Theobald era, por consenso general, tan divertido como los cadáveres que examinaba. Y era lento, tan lento que exasperaba; no obstante, su trabajo era meticuloso e impecable.

Y, de repente, por el rabillo del ojo, Grace vio el cuerpo diminuto del hombre. Vestía todo de blanco y agarraba su gran bolsa. Se acercaba a ellos a grandes zancadas por el campo, su cabeza encapuchada apenas sobrepasaba los tallos de colza.

– Buenos días a todos -dijo el patólogo, y estrechó las manos enguantadas de los tres.

El doctor Frazer Theobald tenía unos cincuenta y cinco años. Era un hombre de complexión robusta que medía poco menos de metro y medio, tenía los ojos marrones, pequeños y brillantes, y lucía un bigote grueso a lo Adolf Hitler debajo de una napia con forma de Concorde; tenía una mata de pelo hirsuto, áspero y despeinado. No habría necesitado mucho más que un gran puro para asistir a una elegante fiesta de disfraces como un Groucho Marx pasable. Pero Grace dudaba que Theobald fuera el tipo de hombre que contemplara alguna vez asistir a algo tan frívolo como una elegante fiesta de disfraces. Lo único que sabía sobre la vida privada de aquel hombre era que estaba casado con un doctorado en Microbiología y que su principal forma de esparcirse era ir a navegar solo en su lancha hinchable.

– Entonces, comisario Grace -dijo clavando los ojos primero en los restos que había dentro de las tiras ondeantes de la bolsa de basura, luego en el suelo de alrededor-, ¿puede ponerme al corriente?

– Sí, doctor Theobald. -Siempre mantenía las formalidades con el patólogo durante la primera media hora, más o menos-. De momento, tenemos este torso descuartizado de lo que parece una mujer joven con múltiples heridas de arma blanca. -Grace miró a Barley como buscando confirmación y el inspector le relevó.

– La policía de East Downs ha recibido una llamada de emergencia esta mañana de una mujer que paseaba a su perro. El animal ha encontrado una mano humana, que hemos dejado donde estaba. -El inspector señaló-. He acordonado la zona y los perros policía la han rastreado y descubierto estos restos de aquí. No los he tocado más que para abrir la bolsa.

– ¿No hay cabeza?

– Aún no -dijo el inspector.

El patólogo se arrodilló, dejó su bolsa en el suelo y, retirando con cuidado la bolsa de basura, examinó los restos en silencio durante unos momentos.

– Necesitamos de inmediato un análisis de huellas y otro de ADN para ver si podemos conseguir una identificación positiva -dijo Grace.

El policía miró colina abajo a través del campo hacia las calles de casas. Detrás, a kilómetro y medio más o menos de distancia, vio el agua gris del canal de la Mancha, que apenas se distinguía del gris del cielo.

– También deberíamos iniciar un interrogatorio puerta por puerta en la zona -prosiguió Grace dirigiéndose al inspector-, pedir informes de cualquier suceso sospechoso que haya tenido lugar en los últimos dos días. Comprobar si hay personas desaparecidas en esta zona. Si no las hay, ampliar la búsqueda a todo Brighton y luego a Sussex. ¿Hay cámaras de seguridad, Bill?

– Sólo en algunas tiendas y otros negocios.

– Asegúrate de que se los informa de que conserven todas las cintas correspondientes a los siete últimos días.

– Enseguida.

– ¿Alguna idea de cómo han podido llegar aquí estos restos? -preguntó Grace señalando el suelo-. ¿Marcas de neumáticos?

– Tenemos un rastro de pisadas. Algún tipo de botas gruesas, a juzgar por el dibujo. Parecen profundas. Creo que debieron de cargar con ella -dijo Bill Barley, que señaló una franja estrecha de terreno con colzas entre dos bandas de cinta de la policía colocadas a cierta distancia.

Theobald había abierto la bolsa y examinaba con cuidado la mano ensangrentada.

«¿Quién es? -quería saber Grace-. ¿Por qué la han asesinado? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?» La ira hervía en su interior.

Ira y algo más.

Era el conocimiento espantoso, al que se negaba siempre a hacer frente, de que el destino de esta joven podría haber sido también el de su propia esposa. Sandy había desaparecido de la faz de la Tierra hacía nueve años y, desde entonces, no había habido rastro de ella. Podrían haberla matado y haberla dejado tirada en algún lugar. Quizá la habían asesinado y descuartizado salvajemente. Era fácil deshacerse de un cadáver y asegurarse de que nunca jamás iban a encontrarlo, había docenas de formas de hacerlo.

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