Peter James - Muerte Prevista

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Cuando encuentra un CD de ordenador que alguien ha olvidado en el asiento contiguo del tren en el que viaja, Tom Bryce hace lo que cualquier persona decente haría: lo recoge y cuando llega a casa intenta averiguar a quién pertenece para poder devolvérselo. Sin embargo, su buena fe topará con el horrible contenido del disquete: un estremecedor asesinato. En un principio, duda sobre la veracidad de los hechos de los que es testigo, ¿realidad o ficción? Sin embargo, a partir de ese momento, su vida y la de su familia comienzan a correr peligro.
Al poco tiempo aparece el cadáver decapitado de una joven cuya identidad se desconoce; la única pista de la que dispondrá la policía será la presencia de un escarabajo oculto entre los restos de la víctima, en lo que parece ser el indicio de un juego macabro. Al frente de la investigación se colocará el peculiar detective Roy Grace, especializado en la resolución de casos que llevan años sin resolver, y cuyo pasado y personales métodos, entre los que se halla su fe en la videncia para la resolución de los crímenes más complicados, le confieren una discutida posición dentro del cuerpo de policía.

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– Entonces, ¿cómo pudo acceder?

– No lo sé. Estoy trabajando en ello. Al menos -añadió enfurruñado-, es lo que estaba haciendo hasta que me interrumpió y me llamó para que viniera. Podría tratarse de un problema técnico del software.

– Fui jefe de control de redes para Europa de la Inteligencia Militar de Estados Unidos durante once años, John. Conozco la diferencia entre un problema técnico del software y las huellas. Y aquí estoy viendo huellas. Echa un vistazo. -Señaló una de las pantallas de ordenador.

El Hombre del Tiempo se acercó hasta que pudo ver la pantalla. Estaba llena de hileras de dígitos, todos encriptados. Un grupo de letras estaba parpadeando. Tras examinar la pantalla unos momentos, estudió las otras tres. Luego volvió a la primera, al parpadeo continuo.

– Mm, las razones podrían ser varias.

– Sí -coincidió el americano, impaciente-, pero las he descartado. Lo que nos deja únicamente con una posibilidad: una persona no autorizada tiene el disco de un suscriptor. Así que lo que necesito que hagas es proporcionarnos el nombre y la dirección del suscriptor que lo ha perdido y de la persona que lo ha encontrado.

– Puedo darle el identificador de usuario del suscriptor, saldrá en los detalles de la conexión. Mm, en cuanto a la persona que lo encontró…, er…, mm, puede que no sea tan fácil.

– Si él pudo encontrarnos a nosotros, tú podrás encontrarle a él. -El señor Smith juntó las manos y sus labios dibujaron una sonrisa rolliza-. Tienes los recursos. Utilízalos.

Capítulo 8

Roy Grace estaba en un campo embarrado, las plantas de colza le llegaban a la cintura, se había puesto un traje de papel blanco encima de la ropa y chanclos protectores. Durante unos momentos, se quedó inmóvil bajo el viento salpicado de lluvia, observando una hormiga que recorría tenazmente la mano de la mujer que descansaba, palma abajo, entre los tallos de colza amarillo intenso.

Luego se arrodilló y olió la carne, espantando una moscarda. La mano no olía a nada, lo que le dijo que no debía de llevar mucho tiempo allí: con el calor del verano, seguramente menos de veinticuatro horas.

Años atrás, cuando era un detective novato en una escena del crimen -habían encontrado a una joven violada y estrangulada en un cementerio del centro de Brighton-, una joven periodista pelirroja y atractiva del Argus que rondaba frente al cordón policial se había acercado a él. Le había preguntado si sentía emociones cuando acudía a un asesinato o si bien consideraba que simplemente hacía su trabajo, igual que el resto de la gente hacía otros tipos de trabajos.

Aunque en aquella época estaba casado felizmente con Sandy, le había gustado la charla insinuante que habían mantenido y no había querido confesarle que aquel asesinato era, en realidad, el primero al que acudía. Así que, para hacerse el hombre, le había dicho que sí, que era un trabajo, sólo un trabajo, que era así como hacía frente al horror de las escenas de los crímenes.

Ahora estaba recordando ese momento. Esa mentira de bravucón.

La verdad era que el día en que acudiera a una escena del crimen y sintiera que sólo estaba haciendo su trabajo, el día en que no le importara profundamente una víctima, sería el día que dejaría el cuerpo y se dedicaría a otra cosa. Y ese día aún estaba lejos. Quizás al final llegaba, igual que le había sucedido a su padre e igual que parecía sucederle a muchos de los veteranos del cuerpo, pero ahora mismo sentía muchísimas de las mismas emociones que tenía cada vez que llegaba a una escena del crimen.

Era una mezcla potente de miedo por lo que iba a tener que ver y el imponente peso de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros como investigador jefe: el hecho de saber que esta mujer muerta, fuera quien fuera, tenía unos padres, quizás hermanos, quizás un marido o amante, quizás hijos. Uno de sus seres queridos tendría que identificar el cadáver, y todos ellos, sumidos en un estado de dolor, tendrían que ser interrogados y descartados de la investigación.

La mano era elegante: dedos largos, uñas bien cuidadas, el esmalte rosa intenso contrastaba vistosamente con la piel, que se había vuelto del color del alabastro, excepto por una franja larga de sangre oscura y coagulada de un corte que iba del borde anterior del pulgar hasta la muñeca. Parecía una herida defensiva. Se preguntó quién era, qué clase de persona sería, qué la había conducido a aquello.

Las primeras veinticuatro horas de una investigación de asesinato eran claves. Después, las pesquisas se volvían cada vez más lentas y laboriosas. A lo largo de las horas y los días siguientes, sabía que tendría que aparcar casi toda su vida por esta investigación. Llegaría a saber tantos detalles de la vida de la chica como pudieran proporcionarle su cadáver, su casa, sus efectos personales, su familia y sus amigos. Era probable que acabara sabiendo más de ella que cualquier otra persona que la hubiera conocido en vida.

La investigación sería invasora y, en ocasiones, brutal. La muerte por sí sola ya se encargaba bastante meticulosamente de arrebatar a alguien su dignidad, pero nada comparado con una investigación policial forense. Y siempre existía la sensación inquietante de que el alma de la persona muerta pudiera -sólo pudiera- estar observándole.

– Creemos que la mano ha salido de allí, Roy.

La figura corpulenta de Bill Barley, el inspector de la división de East Downs, que aún parecía más fuerte con su traje blanco hinchado por el viento, estaba a su lado, señalando con un dedo enguantado en látex un lugar en el campo que había acordonado diligentemente. Varios miembros del SOCO, también con trajes blancos, estaban ocupados levantando una tienda blanca cuadrada.

Más allá, al borde del campo donde había aparcado, Grace vio que otro vehículo se unía al grupo de coches de policía oficiales y camuflados, la furgoneta de los perros policía, la del fotógrafo y el camión alto y cuadrado del Vehículo de Incidentes Graves, que lo empequeñecía todo.

Aún no se había requerido la presencia de la furgoneta negra del juez de instrucción. Tampoco se había notificado a la prensa, pero el primer reportero no tardaría en llegar. Igual que las moscardas.

Barley era un verdadero veterano, de cincuenta y pico años, con un acento campechano de Sussex y un rostro rubicundo surcado de venas rotas. A Grace le impresionó la rapidez con la que había acordonado la zona. La peor pesadilla era llegar a una escena del crimen y que los agentes inexpertos ya hubieran pisoteado la mayoría de las pruebas. El inspector parecía tener la escena totalmente controlada.

Barley tapó la mano con una tela gruesa, luego Grace lo siguió, pisando cuidadosamente sus huellas para contaminar lo menos posible el terreno, mirando cada pocos momentos a un pastor alemán de la policía que saltaba con gracia en la distancia por entre la colza, hasta que llegaron a la zona donde se concentraba la mayor parte de la actividad. Grace vio de inmediato por qué. En el centro, aplastando una pequeña área del cultivo, había una bolsa de basura negra grande y arrugada, con tiras rasgadas sacudidas por una ráfaga de viento y varias moscardas revoloteando alrededor.

Grace saludó con la cabeza a uno de los agentes del SOCO, Joe Tindall, a quien conocía bien. A sus casi cuarenta años, Tindall siempre había tenido el aspecto de un científico chiflado, con una mata de pelo sin brillo y gafas de culo de botella, pero desde que se había enamorado de una chica mucho más joven había cambiado de imagen. Ahora, dentro de su traje blanco con capucha, lucía la cabeza totalmente rapada, una fina tira vertical de vello de medio centímetro de ancho que empezaba en el centro del labio inferior y le llegaba al centro de la barbilla, y gafas rectangulares a la última con cristales azulados. Parecía más un traficante de drogas que un cerebrito.

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