Peter James - Una Muerte Sencilla

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A Michael Harrison pretenden gastarle una broma inolvidable en su despedida de soltero; algo que jamás pueda olvidar: enterrarlo vivo durante unas horas. Todo se complicará cuando sus amigos, que son los únicos que conocen el verdadero paradero de Michael, mueran esa misma noche en un accidente de tráfico. Abandonado a su suerte, el único enlace con el exterior será Davey, un chico retrasado mental que recogerá del lugar del accidente el watkie-tatkie con el que los amigos de Michael pretendían seguir en contacto con él. A la cabeza de las investigaciones sobre la desaparición se pondrá Roy Grace, un policía experto en desaparecidos. Paulatinamente, las pistas se irán entrelazando de forma confusa unas con otras: historias de amor y de celos, identidades falsas… Así pues, poco a poco, se va descubriendo que lo que, en principio, era una broma estúpida, puede que, en el fondo, tal vez, sea un plan tejido por oscuros motivos.
Peter James nos presenta en Una muerte sencilla a Roy Grace, un personaje brillante y atormentado, experto en resolver crímenes pero incapaz de enfrentarse a su propio pasado.

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Tomó la decisión -y las medidas adecuadas al respecto- de elevar la investigación de la desaparición de Michael Harrison a la categoría de investigación principal a los pocos minutos de marcharse de la casa de Gill Harrison. Había sido una decisión importante, que suponía una gran inversión de tiempo y dinero, una decisión que tendría que justificar ante el director y Alison Vosper. No había ninguna duda de que sería una situación complicada -ya podía imaginar algunas de las preguntas mordaces que le formularían.

El detective Nick Nicholl y la sargento Bella Moy, cuyos planes para la noche del sábado ya se habían fastidiado de todos modos, iban hacia allí, junto con la nueva incorporación al equipo, Emma-Jane Boutwood, y llevaban consigo todo lo que tenían en el centro de investigación de la comisaría de Brighton -que no era mucho, por el momento.

Entró en la Unidad de Investigaciones Principales y cruzó la zona de moqueta verde flanqueada de mesas donde se sentaban las ayudantes de gestión de los policías de alto rango del Departamento de Investigación Criminal. Cada uno de estos policías tenía su propio despacho alrededor de esta zona, con su nombre impreso en la puerta en una tarjeta fotocromática azul y amarilla.

A su izquierda, a través de una ancha cristalera, vio el impresionante despacho del hombre que técnicamente era su jefe inmediato -aunque en la práctica lo era Alison Vosper-, el director Gary Weston. Se conocían desde hacía mucho tiempo: los emparejaron cuando Grace entró en el Departamento de Investigación Criminal como agente novato y Weston tampoco tenía mucha más experiencia.

Tan sólo se llevaban un mes, y Grace se preguntaba, a veces con cierta envidia, cómo Gary había logrado un ascenso tan meteórico comparado con él, y estaba claro que acabaría muy pronto de jefe de la policía en algún lugar de Gran Bretaña; aunque, en el fondo, conocía la respuesta. No era porque Gary Weston fuera mejor policía o estuviera mejor preparado académicamente -habían estado juntos en muchos de los mismos cursos avanzados-; sencillamente era porque a Gary siempre se le daría mejor la política que a él. No sentía celos de su ex compañero por aquello -seguían siendo buenos amigos-, pero nunca podría ser como él, nunca podría callarse sus opiniones tal como Gary tenía que hacer tan a menudo.

Eran las ocho y media de un sábado por la tarde y no había rastro de Gary en su despacho. El director sabía vivir bien, podía combinar familia, placer y trabajo con facilidad.

Las fotografías enmarcadas de galgos y pura sangres que flanqueaban las paredes eran una prueba de su pasión por las carreras, y las fotografías de su atractiva mujer y sus cuatro hijos pequeños colocadas estratégicamente en cada superficie no dejaban ninguna duda a los que visitaban su despacho de cuáles eran sus prioridades en la vida.

Seguramente, esta noche Gray estaría en una carrera de galgos, imaginó Grace. Cenando animadamente con su esposa y sus amigos, apostando, relajándose, esperando con ganas que llegara el domingo para pasarlo en familia. Vio el reflejo espectral de su propia cara en el cristal y siguió caminando por la sala desierta. Pasó por delante de las luces de mensajes que parpadeaban en las mesas, los faxes silenciosos y los protectores de pantalla, con sus dibujos de curvas eternas. A veces -en momentos así, en los que se sentía tan desconectado del mundo real-, se preguntaba si ser un fantasma era aquello: pasar sin rumbo y sin ser visto por delante de las vidas de los demás.

Después de acercar la tarjeta de seguridad al panel que había al fondo de la sala, empujó la puerta y entró en un pasillo largo, silencioso, con moqueta gris, que olía a recién pintado. Pasó por delante de un gran tablón de anuncios de fieltro rojo titulado «Operación Lisboa» debajo del cual había la foto de un hombre oriental, con barba rala, rodeado de diversas fotografías diferentes, cada una con un círculo rojo, de la playa rocosa que había al pie de los altos acantilados de Beachy Heat, un lugar de belleza excepcional.

Habían hallado el cuerpo de aquel hombre sin identificar al pie del acantilado hacía cuatro semanas. Al principio, supusieron que era otro suicida que había saltado al vacío, hasta que la autopsia reveló al patólogo que ya estaba muerto cuando cayó.

En la pared de enfrente estaba la «Operación Cormorán», con una fotografía de una hermosa joven morena a la que habían encontrado violada y estrangulada en las afueras de Brighton.

Grace pasó por el despacho del equipo externo de investigación, que estaba a la izquierda. Era una sala grande donde los detectives llamados para ocuparse de casos importantes establecían su centro de operaciones mientras duraba la investigación. Luego cruzó la puerta que había justo enfrente, identificada como «Intel uno».

El despacho de Inteligencia era el nuevo centro neurálgico para todos los casos importantes. Al entrar, todo parecía nuevo, olía a nuevo, incluso la actitud de las personas que trabajan allí -salvo que esta noche había un nítido aroma a comida china. A pesar de las ventanas opacas demasiado altas para asomarse, la sala, con sus paredes blancas recién pintadas, era espaciosa, tenía mucha luz, daba buenas vibraciones y era muy distinta al bullicio caótico de los centros de investigaciones con el que Grace había crecido.

Tenía un aire casi futurista, como si pudiera albergar tranquilamente el centro de control de Houston; era una sala grande en forma de ele, dividida en tres espacios de trabajo principales, cada uno con una mesa curva de madera con sitio para ocho personas y pizarras blancas enormes, una titulada «Operación Cormorán», otra «Operación Lisboa» y otra «Operación Ventisca», cada una cubierta de fotografías de la escena del crimen y gráficos de las evoluciones. Pronto habría otra titulada «Operación Salsa», el nombre elegido al azar y que el ordenador de la central de la policía en Scotland Yard había asignado al caso de Michael Harrison.

En su mayoría, los nombres no guardaban ninguna relación con las investigaciones y de vez en cuando había que cambiarlo. Recordaba una vez en la que habían asignado el nombre «Operación Caucásico» a la investigación sobre un hombre negro al que habían hallado descuartizado en el maletero de un coche. Lo habían cambiado por otro menos controvertido; pero con la operación Salsa, el estúpido ordenador había dado en el clavo por azar. Grace tenía la sensación muy definida de estar participando en un espectáculo de variedades.

A diferencia de las zonas de trabajo de la mayoría de las comisarías de policía, no había rastro de efectos personales en las mesas o en las paredes. Ni fotos de la familia, ni pelotas de fútbol, ni listas de partidos de rugby, ni tiras cómicas graciosas. Todos y cada uno de los objetos de esta sala, aparte de los muebles y el equipo informático, estaban relacionados con los casos que se investigaban; aparte del Pot Noodle que comía con un tenedor de plástico el detective Michael Cowan, de pelo largo y aspecto de cansado, al fondo de uno de las zonas de trabajo.

En otra zona, pegado a una pantalla de ordenador plana, con un vaso de coca-cola en la mano, estaba sentado Jason Piette, uno de los inspectores más astutos con los que había trabajado Grace. Apostaría encantado a que algún día a Piette lo nombraban jefe de la Met, el mejor puesto en la policía del país.

Cada una de las zonas de trabajo estaba integrada por un reducido equipo, compuesto por un director, que normalmente era un sargento o un inspector, un supervisor de sistema, que normalmente era un agente de rango inferior, un analista, un «indexador» y un mecanógrafo.

Michael Cowan, que llevaba una camisa holgada de cuadros y unos vaqueros, saludó a Grace con cordialidad.

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