Peter James - Una Muerte Sencilla

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A Michael Harrison pretenden gastarle una broma inolvidable en su despedida de soltero; algo que jamás pueda olvidar: enterrarlo vivo durante unas horas. Todo se complicará cuando sus amigos, que son los únicos que conocen el verdadero paradero de Michael, mueran esa misma noche en un accidente de tráfico. Abandonado a su suerte, el único enlace con el exterior será Davey, un chico retrasado mental que recogerá del lugar del accidente el watkie-tatkie con el que los amigos de Michael pretendían seguir en contacto con él. A la cabeza de las investigaciones sobre la desaparición se pondrá Roy Grace, un policía experto en desaparecidos. Paulatinamente, las pistas se irán entrelazando de forma confusa unas con otras: historias de amor y de celos, identidades falsas… Así pues, poco a poco, se va descubriendo que lo que, en principio, era una broma estúpida, puede que, en el fondo, tal vez, sea un plan tejido por oscuros motivos.
Peter James nos presenta en Una muerte sencilla a Roy Grace, un personaje brillante y atormentado, experto en resolver crímenes pero incapaz de enfrentarse a su propio pasado.

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Pasó por delante de docenas de personas que esperaban con tristeza en los asientos de plástico, debajo de un cartel que decía: «Tiempo de espera: 3 horas», y por varios pasillos hasta el ascensor, que cogió para subir a la cuarta planta.

Luego siguió los letreros hasta la UCI; el olor a desinfectante y comida de hospital penetraron en su nariz. Dobló una esquina, pasó por delante de una máquina expendedora y un teléfono público con una pequeña cúpula de plástico; luego, delante de él, vio el mostrador de recepción de la Unidad de Cuidados Intensivos. Detrás había dos enfermeras, una al teléfono, la otra hablando con una anciana afligida.

Cruzó la sala, pasó por delante de cuatro camas ocupadas, hasta la esquina donde anoche estaba Josh, esperando ver a Zoe junto a la cabecera; pero en su lugar vio a un anciano arrugado de pelo blanco alborotado, con las mejillas hundidas con manchas de vejez, sondado e intubado, y con un respirador a su lado.

Mark escudriñó el resto de las camas, pero no había rastro de Josh. Presa del pánico por si su salud había mejorado y lo habían trasladado a otra sala, regresó corriendo al mostrador de recepción y se colocó delante de la enfermera que estaba al teléfono, una mujer rellenita y risueña de unos treinta años, con el pelo liso y corto y una placa en la que ponía: «Enfermera jefe Uci, Marigold Watts». Por su conducta, parecía que charlaba con su novio.

Mark esperó con impaciencia, con los brazos en el mostrador de madera, mirando la hilera de monitores blancos y negros que controlaban cada cama y las pantallas digitales de color que había debajo de cada uno. Cambió de posición deprisa, un par de veces, para intentar llamar su atención, pero la enfermera parecía estar preocupada principalmente por su cena.

– Un chino, creo que me apetece un chino. Un pato Pequín. Algún sitio que tenga pato Pequín, con las tortitas y…

Pareció que al fin advertía su presencia.

– Oye, tengo que colgar. Te llamo luego. Yo también te quiero. -Se volvió hacia Mark, todo sonrisas-. Sí, ¿qué desea?

– Josh Walker. -Señaló hacia la sala-. Estaba allí… ayer. Me preguntaba a qué sala le han trasladado.

A la enfermera se le paralizó el rostro como si acabaran de ponerle una inyección de Botox. Su voz también cambió; de repente, se volvió cortante y defensiva.

– ¿Es familiar suyo?

– No, soy un amigo.

Al instante, Mark se reprendió por no haber dicho que era su hermano. La enfermera nunca lo habría sabido.

– Lo siento -dijo, como si lamentara haber colgado por atenderle-. Sólo podemos dar información a los familiares.

– ¿No puede decirme simplemente adonde lo han trasladado?

Sonó un pitido. La enfermera miró las pantallas y vio una luz roja parpadeando junto a una de ellas.

– Tengo que dejarle -dijo-. Lo siento.

Salió corriendo de su puesto y cruzó la sala.

Mark cogió el móvil. Luego vio un cartel grande: «El uso de teléfonos móviles está terminantemente prohibido en este hospital».

Retrocedió, volviendo sobre sus pasos apresuradamente hacia el ascensor, luego descendió a la planta baja. Aterrado, recorrió a toda prisa un laberinto de pasillos hasta que llegó a la entrada principal.

Justo cuando se acercaba al mostrador de recepción oyó un grito casi histérico y vio a Zoe. Tenía los ojos rojos, las lágrimas le resbalaban a mares por las mejillas y llevaba los rizos rubios totalmente despeinados.

– Tú y tu amigo Michael y todas vuestras bromas estúpidas -gritó-. Capullos estúpidos inmaduros.

Mark se quedó mirándola unos momentos sin decir nada. Entonces, Zoe se derrumbó en sus brazos, sollozando descontroladamente.

– Está muerto, Mark, acaba de morir. Está muerto. Josh está muerto. Dios mío, está muerto. Por favor, ayúdame. ¿Qué voy a hacer?

Mark la abrazó.

– Yo… pensaba que estaba bien, que iba a recuperarse -dijo, sin convicción.

– Dijeron que no podían hacer nada por él. Dijeron que si hubiera vivido habría quedado vegetal. Dios mío. Dios mío, ayúdame, Mark. ¿Qué voy a decir? ¿Cómo les diré a los niños que su padre no va a volver nunca a casa? ¿Qué voy a decirles?

– ¿Quieres… quieres… un té o algo?

– No, no quiero un puto té -dijo sollozando nerviosamente-. Quiero a mi Josh. Dios mío, lo han bajado al depósito. Dios. Dios mío, ¿qué voy a hacer?

Mark se quedó callado, abrazándola fuerte, acariciándole la espalda, esperando con todas sus fuerzas que no notara su alivio.

Capítulo 20

Michael se despertó sobresaltado de un sueño confuso, intentó incorporarse y se golpeó la cabeza al instante contra la tapa del ataúd. Gritando de dolor, intentó mover los brazos y sus hombros tropezaron con el satén implacable primero a la izquierda y luego a la derecha. Se movió con violencia y sacudió brazos y piernas, presa de repente de un pánico claustrofóbico.

– ¡Sacadme de aquí! -gritó, dándose la vuelta, sacudiéndose, respirando entrecortadamente, sudando y temblando a la vez-. ¡Por favor, sacadme de aquí!

Su voz murió. De golpe. No iba a llegar a ningún sitio, estaba atrapada allí dentro, igual que él.

Buscó la linterna, incapaz de localizarla durante unos segundos por culpa del pánico. Entonces la encontró, la encendió y alzó la vista hacia las paredes de su cárcel. Miró el reloj: las once y cuarto.

¿De la noche?

¿De la mañana?

De la noche, aún debía de ser de noche, jueves por la noche.

Le bajaban gotas de sudor por el cuerpo. Formaban un charco debajo de él. Giró el cuello para mirar hacia atrás, enfocó la linterna hacia abajo y un reflejo lo iluminó. Agua.

Tres putos centímetros.

Bajó la mirada asustado. Imposible. Era absolutamente imposible que hubiera sudado tanto.

Cinco putos centímetros.

Volvió a bajar la mano. Enfocó con la linterna. Extendió el meñique, como si fuera una varilla medidora. El agua le llegaba justo por debajo de la segunda falange. Era imposible que hubiera sudado tanto. Ahuecando las manos, recogió un poco y bebió con avidez, haciendo caso omiso al sabor salado, turbio. Bebió más y más; durante varios minutos, le pareció que cuanta más agua bebía, más sediento estaba.

Luego, cuando al fin acabó, el hecho de que el agua estuviera subiendo introdujo un aspecto nuevo en la ecuación. Cogió la hebilla del cinturón y se puso a rascar frenéticamente la tapa hasta que, a los pocos minutos, la hebilla volvió a calentarse tanto que le quemó los dedos.

«Mierda.»

Cogió la botella de whisky. Aún quedaba un tercio. Golpeó la parte superior con fuerza contra la madera. No sucedió nada. Volvió a intentarlo, oyó el ruido sordo. Se desprendió una astilla minúscula de cristal. Una pena desperdiciarlo. Se llevó el cuello a la boca, lo inclinó y bebió un trago del líquido ardiente. Dios santo, sabía bien, muy bien. Se recostó, puso la botella en vertical sobre la boca, dejó que el whisky cayera y bebió, bebió y bebió hasta que se atragantó.

Levantó la botella y la miró a la luz de la linterna. Tuvo dificultades para enfocar, la cabeza le daba vueltas. Sólo quedaba una pequeña cantidad de whisky. Sólo unos…

Oyó un golpe justo encima de su cabeza. ¡Notó que el ataúd se movía!

Luego otro golpe.

Como un paso.

¡Como si alguien estuviera sobre la tapa del ataúd, justo encima de él!

La esperanza recorrió todos los nervios de su cuerpo. «Dios santo, ¡por fin van a sacarme de aquí!»

– ¡Muy bien, cabrones! -gritó, con voz más débil de lo que quería.

Respiró, oyó otro chirrido encima de él. «¡Por fin, joder!»

– ¿Por qué coño habéis tardado tanto? Silencio.

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