Peter James - Una Muerte Sencilla

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A Michael Harrison pretenden gastarle una broma inolvidable en su despedida de soltero; algo que jamás pueda olvidar: enterrarlo vivo durante unas horas. Todo se complicará cuando sus amigos, que son los únicos que conocen el verdadero paradero de Michael, mueran esa misma noche en un accidente de tráfico. Abandonado a su suerte, el único enlace con el exterior será Davey, un chico retrasado mental que recogerá del lugar del accidente el watkie-tatkie con el que los amigos de Michael pretendían seguir en contacto con él. A la cabeza de las investigaciones sobre la desaparición se pondrá Roy Grace, un policía experto en desaparecidos. Paulatinamente, las pistas se irán entrelazando de forma confusa unas con otras: historias de amor y de celos, identidades falsas… Así pues, poco a poco, se va descubriendo que lo que, en principio, era una broma estúpida, puede que, en el fondo, tal vez, sea un plan tejido por oscuros motivos.
Peter James nos presenta en Una muerte sencilla a Roy Grace, un personaje brillante y atormentado, experto en resolver crímenes pero incapaz de enfrentarse a su propio pasado.

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Había significado pasar del ajetreo de la comisaría de policía de Brighton, en el corazón de la ciudad, donde estaban casi todos sus amigos, a la tranquilidad relativa de una antigua fábrica en un polígono industrial a las afueras de la ciudad, que había sido reformada recientemente para albergar la central del Departamento de Investigación Criminal de Sussex.

Tras treinta años en el cuerpo, podías jubilarte cobrando la pensión completa. Daba igual lo difíciles que se pusieran las cosas; si aguantaba, tendría la vida solucionada económicamente, aunque no quería ver así su trabajo, su carrera. Al menos, normalmente; pero hoy era distinto. Hoy estaba muy deprimido. Había recibido una dosis de realidad. Las circunstancias cambiaban, pensó sentado a su mesa con la espalda encorvada, obviando el pitido de mensajes de correo electrónico entrantes en la pantalla de su ordenador, mientras masticaba un sándwich integral de huevo y berros y miraba las transcripciones del juicio contra Suresh Hossain que tenía delante. La vida no se detiene nunca. A veces los cambios eran buenos, a veces eran menos buenos. Dentro de poco más de un año cumpliría los cuarenta. Empezaban a salirle canas.

Y su nuevo despacho era demasiado pequeño.

Las tres docenas de mecheros antiguos que formaban su querida colección estaban amontonados en la repisa que había entre su mesa y la ventana que, a diferencia de las bonitas vistas del despacho de Alison Vosper, daba al aparcamiento y al bloque de celdas que había más allá. Dominando la pared que tenía detrás, estaba el gran reloj redondo de madera que había formado parte del decorado de la comisaría de policía ficticia de The Bill. Sandy se lo había comprado cuando cumplió veintiséis años.

Debajo, exhibía una trucha disecada de tres kilos trescientos gramos que había pescado en una visita a Irlanda hacía algunos años. La colgó debajo del reloj para tener un chiste que contar a los detectives que trabajaban bajo su mando, sobre la paciencia y los peces gordos.

Alineados al otro lado y un poco apretujados, había varios diplomas enmarcados y una fotografía de grupo con la leyenda «Escuela de policía Bramshill. Gestión de delitos graves y reincidentes. 1997», y dos caricaturas de él en el centro de operaciones de la policía, dibujadas por un compañero que había dado la espalda a su verdadera vocación. La pared de enfrente estaba ocupada por estanterías repletas de una parte de su colección de libros sobre ocultismo y por archivadores.

Abarrotaban su mesa en forma de L: el ordenador, bandejas de entrada y salida desbordadas, el Blackberry montones separados de cartas, algunas ordenadas, la mayoría no, y la última edición de la revista Huella total. Saliendo del desorden había una cita enmarcada: «No ascendemos al nivel de nuestras habilidades, caemos al nivel de nuestras excusas».

El resto del espacio del despacho estaba ocupado por un televisor y un vídeo, una mesa redonda, cuatro sillas y pilas de expedientes y papeles sueltos, y por su mochila de piel, que contenía su equipo de la escena del crimen. Su maletín estaba abierto sobre la mesa; el móvil, un dictáfono y un fajo de transcripciones que anoche se había llevado a casa estaban al lado.

Tiró la mitad del sándwich a la basura. No tenía apetito. Bebió un sorbo de café, abrió los últimos mensajes de correo electrónico, luego volvió a entrar en la página de la policía de Sussex y miró la lista de expedientes que había heredado con su ascenso.

Cada expediente contenía los detalles de un asesinato sin resolver. Representaba una pila de unas veinte cajas de carpetas, quizás incluso más, amontonadas en un despacho, o atiborrando armarios, o guardadas bajo llave, llenándose de moho en un garaje húmedo de la policía en la comisaría de la zona donde ocurrió el asesinato. Los expedientes contenían fotografías de la escena del crimen, informes forenses, bolsas con pruebas, declaraciones de testigos, transcripciones de juicios, todo organizado en fajos ordenados y protegido con cintas de colores. Ésta era una de sus nuevas competencias, volver a investigar los asesinatos sin resolver del condado, en busca de cualquier cosa que pudiera haber cambiado en el transcurso de los años y que justificara reabrir el caso.

Se sabía la mayoría del contenido de memoria: las ventajas de su memoria casi fotográfica, con la que había superado los exámenes tanto en el colegio como en la policía. Para él, cada fajo representaba más que una vida humana que había sido arrebatada o un asesino que seguía libre; simbolizaba algo muy cercano a su propio corazón. Significaba que una familia había sido incapaz de enterrar su pasado, porque nunca se había resuelto un misterio, nunca se había hecho justicia. Y sabía que, como algunos de estos expedientes tenían más de treinta años, él era la última esperanza que seguramente les quedaba a la víctima y a sus familiares.

Richard Ventnor, un veterinario gay apaleado hasta la muerte en su consulta, doce años atrás. Susan Downey, una chica guapa violada y estrangulada cuyo cuerpo abandonaron en un cementerio hacía quince años. Pamela Chisholm, una viuda rica hallada muerta tras un accidente de coche, aunque las heridas no se correspondían con un accidente de tráfico. Los huesos de Pratan Gokhale, un niño indio de nueve años, que habían encontrado debajo de las tablas del suelo del piso de un presunto pederasta, que se había esfumado hacía tiempo. Eran tan sólo unos pocos de los muchos casos que Grace recordaba.

Aunque estaban enterrados, o sus cenizas se habían esparcido hacía años, para ellos las circunstancias también cambiaban. La tecnología había introducido los análisis de ADN, que aportaban nuevas pruebas y nuevos sospechosos. Internet ofrecía nuevas formas de comunicación. Las lealtades habían cambiado. Habían surgido nuevos testigos de quién sabía dónde. La gente se había divorciado o peleado con sus amigos. Alguien que no hubiera testificado contra un colega veinte años atrás ahora lo odiaba. Los expedientes de asesinato nunca se cerraban. «Tiempo lento», lo llamaban.

Sonó el teléfono. Era la ayudante de gestión que compartía con su superior inmediato, la subdirectora; le preguntaba si quería atender la llamada de un detective. Todo el rollo de la corrección política le irritaba cada vez más y más, y era especialmente acusado en el cuerpo de policía. No hacía tanto tiempo que las llamaban secretarias, y no «ayudantes de gestión».

Le dijo que se lo pasara y al cabo de unos momentos oyó una voz familiar. Era Glenn Branson, un sargento inteligente con el que había trabajado varias veces en el pasado, implacablemente ambicioso y muy astuto -además de ser una enciclopedia de cine ambulante. Glenn Branson le caía muy bien. Seguramente era el amigo más íntimo que tenía.

– ¿Roy? ¿Cómo estás? Te he visto hoy en los periódicos.

– Ya, vete a la mierda. ¿Qué quieres?

– ¿Estás bien?

– No, no estoy bien.

– ¿Estás ocupado ahora mismo?

– ¿Cómo defines ocupado?

– ¿Alguna vez en tu vida has respondido sin una pregunta?

Grace sonrió.

– ¿Y tú?

– Oye, una mujer me está dando la lata… por su prometido. Parece que una broma en una despedida de soltero ha acabado muy mal y lleva desaparecido desde el martes por la noche.

Grace tuvo que comprobar mentalmente la fecha. Hoy era jueves por la tarde.

– Cuéntame.

– Creía que hoy estarías en el juzgado. Te he llamado al móvil, pero lo tienes desconectado.

– Estoy almorzando. Tengo descanso, el juez Driscoll repasa hoy a puerta cerrada los alegatos de la defensa.

Uno de los mayores inconvenientes de llevar una acusación a juicio era el tiempo que consumía. Grace, debido a su cargo, tenía que estar en la sala o seguir de cerca todo el juicio. Era probable que éste durara unos tres meses, gran parte de los cuales su trabajo se limitaba a rondar por allí.

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