– Creo que hemos conseguido algo, Starkey. ¿Qué te pasa?
Ella apuró el cigarrillo y después lo aplastó con la punta del pie.
– Ha vuelto a llamar.
Me di cuenta de que aquello no era todo, y temí que me dijera que Ben había muerto.
Tal vez se dio cuenta de lo que pasaba por mi cabeza. Se encogió de hombros, como si el ademán fuese una respuesta a todo lo que yo no me atrevía a preguntar.
– No a ti. A tu novia.
– ¿Y qué ha dicho?
Sus ojos expresaban precaución; quizá suponía que yo sería capaz de leerlo todo en ellos y de ese modo no tendría necesidad de ser más explícita.
– Puedes escucharlo tú mismo. Ha apretado el botón de grabación del contestador y lo tiene casi todo. Queremos que nos digas si es el mismo tío.
No me moví.
– ¿Ha dicho algo de Ben?
– De Ben, no. Venga, está todo el mundo en comisaría. Id en tu coche. No quiero tener que traeros hasta aquí luego.
– Starkey, ¿le ha hecho daño a Ben? Joder, cuéntame de una vez lo que ha dicho.
Starkey subió al coche y se quedó sentada en silencio por un instante.
– Ha dicho que mataste a veintiséis civiles y que después asesinaste a tus compañeros para deshacerte de los testigos. Eso es lo que ha dicho, Cole. Has querido saberlo. Seguidme. Queremos que lo escuches.
Starkey se alejó y fui tragado por la oscuridad.
Tiempo desde la desaparición: 27 horas, 31 minutos
La comisaría de Hollywood era un edificio achaparrado de ladrillos rojos que estaba una calle al sur de Hollywood Boulevard, a medio camino entre los estudios de la Paramount y el Hollywood Bowl. A aquella hora las calles estaban repletas de coches que no iban a ninguna parte a velocidad de tortuga. Los autocares de turistas recorrían el Paseo de la Fama y se alineaban junto a la acera frente al Teatro Chino, llenos de gente que había pagado treinta y cinco dólares para sentarse dentro de un vehículo en pleno atasco. Era noche cerrada cuando giré para meterme en el aparcamiento situado tras la comisaría. La limusina de Richard estaba junto a una verja. Starkey me esperaba de pie ante su coche con otro cigarrillo entre los labios.
– ¿Llevas arma?
– La he dejado en casa.
– No puedes entrar con una ahí dentro.
– ¿Qué pasa, Starkey? ¿Acaso piensas que pretendo liquidar a algún testigo?
Starkey lanzó el cigarrillo con fuerza contra el lateral de un coche patrulla. Una lluvia de chispas surgió del guardabarros.
– ¿Dónde está Pike?
– Le he llevado a casa de Lucy. Si ese cabrón tiene su teléfono, seguramente sabe dónde vive. ¿Te preocupa que eso también pueda joderte el caso?
No replicó.
– Eso es lo que decía Gittamon, no yo.
Entramos por una puerta doble de cristal y después recorrimos un pasillo de baldosas hasta llegar a una sala donde un cartel rezaba: INSPECTORES. Unas mamparas que llegaban hasta el techo dividían la habitación en cubículos, pero casi todas las sillas estaban desocupadas; o había una ola de crímenes o todo el mundo se había ido a su casa. Gittamon y Myers hablaban en voz baja en el otro extremo de la estancia. El segundo llevaba un maletín delgado de cuero. Gittamon se disculpó y se nos acercó al vemos.
– ¿Le ha contado Carol lo sucedido?
– Me ha dicho lo de la llamada. ¿Dónde está Lucy?
– En una sala de interrogatorio. He de advertirle que la grabación es desagradable. Dice cosas muy fuertes…
– Antes de pasar a eso -lo interrumpió Starkey-, Cole debería contarte lo que ha descubierto. Puede que tengan algo importante, Dave.
Le hablé de las huellas y de la hierba aplastada que Pike y yo habíamos visto, y le conté mi interpretación. Me escuchó como si no estuviera muy seguro del significado de todo aquello, pero Starkey se lo explicó:
– Cole tiene razón en lo de que debía de haber alguien observando al otro lado del cañón. Mañana, en cuanto haya suficiente luz, iré con Chen a verlo. A lo mejor las huellas coinciden.
Myers se acercó al ver que estábamos hablando y me observó con los ojos entornados, como un aborigen contemplando el sol.
– Debes de atraer las pistas como un imán, Cole. Cuántas cosas encuentras. ¿Es sólo cuestión de buena suerte?
Le di la espalda. De lo contrario le habría pegado en el cuello.
– Gittamon, ¿vamos a escuchar esa cinta o no?
Me llevaron a la sala de interrogatorios en la que Lucy y Richard esperaban sentados a una reluciente mesa gris. La habitación estaba pintada de beige, porque un psicólogo del Departamento de Policía de Los Ángeles había concluido que era un color relajante, pero allí nadie parecía tranquilo.
– Por fin -dijo Richard-. El muy hijo de puta ha llamado a Lucy, Cole. La ha llamado a su casa, joder.
Le puso las manos en los hombros, pero ella se apartó y espetó:
– Richard, con tanto comentario insidioso me estás poniendo de muy mal humor.
Su ex marido se quedó boquiabierto y desvió la mirada.
– ¿Cómo estás? -le pregunté a Lucy tras colocar una silla junto a ella.
Se ablandó por un instante, pero enseguida la rabia regresó a su rostro.
– Quiero encontrar a ese hijo de puta. Quiero acabar con todo esto y asegurarme de que Ben está bien. Y luego quiero hacerle unas cuantas cosas a ese tipo.
– Ya lo sé. Yo también.
Me miró con aquellos ojos encendidos y después meneó la cabeza y fijó la vista en el magnetófono. Gittamon se sentó ante ella y Starkey y Myers se quedaron de pie junto a la puerta.
– Señora Chenier -empezó Gittamon-, no tiene por qué escucharlo otra vez. No es necesario.
– Quiero oírlo. Voy a pasarme la noche oyéndolo.
– Bueno, muy bien. Señor Cole, le informo de lo sucedido: la señora Chenier ha recibido una llamada a las cinco y cuarenta de la tarde. ha conseguido grabarla casi en su totalidad, pero falta el principio, así que lo que va a escuchar es una conversación incompleta.
– Starkey ya me había dicho algo, sí. ¿La han rastreado? ¿Procedía del mismo número?
– La compañía telefónica está en ello. La grabación que está a punto de escuchar es un duplicado, por lo que la calidad del sonido no es excesivamente buena. Hemos enviado el original a la DIC. Puede que consigan sacar algo de los ruidos de fondo, aunque no es probable.
– Muy bien. Comprendido.
Gittamon apretó el botón de reproducción. El altavoz, que era de los baratos, se llenó con un silbido al que siguió una voz masculina que empezó a media frase:
Voz:… Que usted no tiene nada que ver con esto, pero ese cabrón va a pagar lo que hizo.
Lucy: ¡No le hagan daño, por favor! ¡Dejen que se vaya!
Voz: ¡Calle y escuche! ¡Escuche! ¡Cole los mató! ¡Yo sé lo que pasó y usted no, así que ESCUCHE!
Gittamon apretó el botón de pausa.
– ¿Es el hombre que lo llamó ayer?
– Sí, el mismo -respondí.
Todos los ocupantes de la habitación me observaban, en especial Richard y Lucy. Él estaba recostado en la silla, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos, pero ella se había inclinado hacia adelante y se había apoyado en el borde de la mesa; parecía una nadadora a punto de lanzarse al agua. Nunca me había mirado de esa forma.
Gittamon anotó mi respuesta en su libretita.
– Muy bien. Ahora que oye la voz por segunda vez, ¿le suena de algo? ¿La reconoce?
– No, de nada. No sé quién es.
– ¿Estás seguro? -preguntó Lucy. Los tendones y los nervios de sus manos estaban muy tensos, y respiraba con dificultad, como si soportara una carga muy pesada.
– No lo conozco, Luce.
Gittamon volvió a apretar el botón.
– Bueno, muy bien. Vamos a continuar.
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