Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Siete puntos que desde mi porche nos habían parecido buenos escondites resultaron estar expuestos a las miradas de los vecinos. Los tachamos. En otras cuatro ubicaciones el único acceso pasaba por aparcar delante de alguna casa. También las tachamos. Cada vez que veíamos una casa en venta parábamos para comprobar si vivía alguien en ella. Si resultaba que estaba desocupada, nos acercábamos a la puerta o saltábamos las verjas en busca de una vista de mi casa. Dos de ellas podían haber sido utilizadas como escondrijo, pero en ninguna de las dos descubrimos indicios de ello.

Hacía muchos años que Joe Pike era mi amigo y mi socio; estábamos hechos el uno para el otro y trabajábamos bien codo con codo, pero daba la impresión de que el sol quería recorrer el cielo a la carrera. Encontrar posibles escondites representaba una labor interminable, y buscar indicios una vez que habíamos dado con cada lugar era aún más lento. El tráfico se intensificó cuando las madres volvían en sus coches de recoger a sus hijos del colegio, solos o en compañía de los de varios vecinos. Unos chavales con monopatines y el pelo de punta nos observaban desde los jardines delanteros de sus casas. Los adultos que regresaban del trabajo nos miraban con recelo desde sus vehículos todo terreno.

– Mira cuánta gente hay -comenté-. Alguien tuvo que ver algo. Seguro.

Pike se encogió de hombros.

– ¿A ti te habrían visto?

Miré hacia el sol, pensando en el temido momento en que se haría de noche.

– Relájate -pidió Pike-. Ya sé que tienes miedo, pero relájate. Tenemos que ir rápido, pero sin prisas. Ya sabes cómo son estas cosas.

– Sí, lo sé.

– Si vamos con prisas pasaremos algo por alto. Hoy haremos lo que podamos y ya volveremos mañana.

– Ya te he dicho que sí.

Casi todas las calles estaban flanqueadas por casas modernas construidas en los años sesenta para ingenieros aeroespaciales y escenógrafos, pero en algunas había zonas donde la pendiente era excesiva o donde el terreno resultaba demasiado inestable para construir cimientos. Encontramos tres de esos trechos con vistas despejadas de mi casa.

Los dos primeros eran hoyos de paredes casi verticales situados en la parte interna de curvas muy pronunciadas. Podían servir de escondrijos, pero para quedarse colgado de aquellas pendientes habrían sido necesarios martillos y pitones de escalada. Un arcén en el extremo de una curva externa empezaba a descender cerca del pie de la sierra. Una casa situada al inicio de la curva estaba siendo remodelada. En el extremo más lejano se veían otras viviendas, pero en aquel mismo punto no había ninguna. Salimos de la carretera y nos apeamos. Starkey y Chen se habían convertido en puntitos de color que subían hacia mi porche. Fui incapaz de distinguir quién era quién, pero con unos prismáticos habría resultado fácil.

– Un buen panorama -comentó Pike.

Junto a la carretera, cerca de donde nos hallábamos, había dos coches pequeños y una furgoneta de reparto polvorienta. Dedujimos que serían de los albañiles de la casa. Un vehículo más no llamaría la atención.

– Iremos más deprisa si nos separamos -propuse-. Tú ve por este lado del arcén. Yo inspeccionaré la parte de arriba y me ocuparé del extremo más alejado.

Pike se marchó sin pronunciar palabra. Recorrí la parte superior del arcén, paralela a la calle, en busca de una huella de calzado o de alguna marca. No encontré nada.

La maleza brotaba en la ladera igual que moho, menos densa en torno a robles raquíticos y pinos en bastante mal estado. Fui bajando haciendo zigzag, siguiendo las hendiduras de la erosión y los senderos naturales entre bolas de artemisa grandes y rígidas. En dos ocasiones vi marcas que podía haber hecho alguien al pasar, pero eran tan superficiales que no conseguí estar seguro.

El terreno caía abruptamente. Ya no veía ni mi coche ni ninguna de las casas de los dos lados de la curva, lo que significaba que la gente de las casas tampoco me veía. Miré hacia el otro lado del cañón. Las ventanas de Grace González resplandecían. Se distinguía el perfil de mi casa, que colgaba de la ladera con aquel porche que sobresalía como un trampolín. Si hubiera querido vigilada, aquél habría sido el lugar ideal.

Pike surgió en silencio de entre la maleza.

– He bajado todo lo que he podido -dijo-. A partir de allí la pendiente es muy pronunciada, tanto que nadie podría ver nada.

– Pues entonces ayúdame por este lado.

Buscamos por la tierra que había al pie de dos pinos y después fuimos bajando por la ladera hasta llegar a un roble solitario. Avanzábamos separados unos diez metros, en líneas paralelas, de modo que cubríamos la mayor parte del terreno. El tiempo era fundamental. Unas sombras moradas iban extendiéndose a nuestros pies. El sol ya rozaba la sierra. A partir de allí se hundiría cada vez más deprisa, como en una carrera cuya meta era la noche.

– Aquí -dijo Pike.

Me detuve en el instante en que estaba a punto de dar un paso.

Pike se arrodilló. Tocó el suelo y después se levantó las gafas para ver mejor. Cada vez había menos luz.

– ¿Qué es?

– Tengo una huella parcial y después otra. Van hacia ti.

Se me humedecieron las manos. Hacía veintiséis horas que Ben había desaparecido. Más de un día. El sol aceleró su declive, que era como la agonía de un corazón.

– ¿Coinciden con la que hemos encontrado en mi casa?

– Aquélla no la he visto con claridad, así que no puedo saberlo. Pike se colocó sobre las pisadas. Yo me acerqué al árbol. Me dije que aquellas huellas podían ser de cualquiera, de chicos de la zona, de excursionistas, de un albañil que hubiera bajado para hacer pis, pero en el fondo sabía que eran del secuestrador de Ben Chenier. Lo noté en la piel como cuando hay un exceso de contaminación.

Pasé por encima de una hendidura, entre dos bolas de artemisa, y vi una pisada reciente en la tierra, entre un par de láminas de pizarra. Estaba orientada hacia arriba y procedía del árbol.

– Joe.

– Ya la veo.

Pike por la izquierda y yo por la derecha nos acercamos más al árbol. Estaba mustio y sus ramas puntiagudas habían perdido casi todas las hojas. Una hierba rala había brotado bajo las ramas; en la parte superior, hacia el tronco, estaba aplastada, como si alguien se hubiera sentado encima.

No me acerqué más.

– Joe.

– Lo veo. Y hay huellas en la tierra, a la izquierda. ¿Las ves?

– Sí.

– Si quieres, me acerco.

A nuestra espalda, la sierra estaba tragándose el sol. Las sombras que se extendían a nuestros pies iban ganando terreno y en las casas de la sierra más alejada se encendían las luces.

– Ahora no. Vamos a decírselo a Starkey. Chen puede comparar las pisadas. Luego hay que empezar a llamar a las puertas. Lo tenemos, Joe. Estuvo aquí. Desde este lugar esperó a Ben.

Retrocedimos y después ascendimos por la ladera siguiendo nuestras propias huellas. Llegamos al coche y volvimos a mi casa para llamar a Starkey. La habíamos visto marcharse hacía casi dos horas, pero cuando tomamos la curva nos la encontramos sentada al volante de su Crown Vic, ante la puerta de mi casa, sola, fumando.

Giré para entrar en el garaje y después nos acercamos corriendo hacia ella para contárselo todo. Se apeó.

– Creo que hemos encontrado el punto desde el que esperó, Starkey. Hemos visto huellas y hierba aplastada. Tenemos que llevarnos a Chen para comprobar si coinciden las huellas, y luego hay que ir puerta por puerta. La gente que vive por allí puede haber visto un coche o incluso la matrícula de éste.

Lo solté todo como un torrente, como si esperase que se pusiera a dar saltos de alegría, pero ni se inmutó. Tenía una expresión adusta en el rostro ensombrecido como una tormenta al acecho.

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