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Jeffery Deaver: El bailarin de la muerte

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Jeffery Deaver El bailarin de la muerte

El bailarin de la muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte» El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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– Hay algo -dijo.

– ¿Qué? -preguntó Rhyme.

– Están en el domicilio de la mujer de Carney. Uno de ellos me acaba de llamar. Parece que la señora Clay dice que una camioneta negra que nunca había visto antes estuvo aparcada cerca de la casa en los últimos dos días. Con placas que no son de este estado.

– ¿Alcanzó a ver los números? ¿O el estado?

– No -respondió Banks-. Dice que anoche el vehículo se ausentó por un rato después de que su marido saliera para el aeropuerto.

Sellitto lo miró.

La cabeza de Rhyme se adelantó.

– ¿Y?

– La señora afirma que volvió esta mañana durante un instante. Ahora ya se fue. Estaba…

– Oh, Dios -murmuró Rhyme.

– ¿Qué? -preguntó Banks.

– ¡Central! -gritó el criminalista-. Llama por teléfono a Central. ¡Ahora!

Un taxi se detuvo frente al domicilio de la Mujer.

Una mujer mayor descendió y caminó con pasos inseguros hacia la puerta.

Stephen observaba, vigilante.

¿Soldado, es un blanco fácil?

Señor, un tirador nunca piensa que un blanco es fácil. Cada disparo requiere concentración y esfuerzo máximo. Pero, señor, puedo hacer este disparo e infligir heridas mortales, señor. Puedo convertir a mis objetivos en gelatina, señor.

La mujer subió las escaleras y desapareció en el vestíbulo. Un momento después Stephen la vio aparecer en la sala de la Mujer. Hubo un destello de una tela blanca, otra vez la blusa de la Mujer. Las dos se abrazaron. Otra figura entró en el cuarto. Un hombre. ¿Un policía? Se dio vuelta. No, era el Amigo.

Ambos objetivos, pensó Stephen con excitación, a sólo treinta metros.

La mujer mayor, la madre o la suegra, permaneció frente a la Mujer mientras hablaban, con las cabezas inclinadas.

El amado Model 40 de Stephen estaba en la camioneta. Pero no necesitaría el fusil de francotirador para este disparo, se conformaba con la Beretta de cañón largo. Era una pistola magnífica. Vieja, deteriorada y funcional. A diferencia de muchos mercenarios y asesinos profesionales, Stephen no convertía en fetiches a sus armas. Si una piedra era la mejor manera de matar a una víctima en particular, usaría la piedra.

Valoró su objetivo, midiendo los ángulos de incidencia, la potencial distorsión de la ventana y la desviación. La anciana se apartó de la Mujer y se paró directamente frente a la ventana.

Soldado, ¿cuál es su estrategia?

Dispararía a través de la ventana y le daría a la anciana en la parte superior. Caería. La Mujer se acercaría instintivamente hacia ella y se inclinaría, presentando un buen blanco. El Amigo correría al cuarto y se le vería bien.

¿Y qué haría con los policías?

Un leve riesgo. Pero los policías uniformados no son buenos tiradores en el mejor de los casos y probablemente nunca les dispararon estando de servicio. A buen seguro se quedarían aterrorizados.

El vestíbulo seguía vacío.

Stephen tiró hacia atrás el percutor para amartillar el arma y se preparó para disparar: la única misión de una pistola. Abrió la puerta de un empujón y la bloqueó con su pie. Miró calle arriba y calle abajo.

Nadie.

Respire, soldado. Respire, respire, respire…

Bajó el arma e hizo descansar pesadamente la culata sobre su palma enguantada. Comenzó a aplicar una presión imperceptible sobre el gatillo.

Respire, respire.

Miró a la anciana y se olvidó por completo de apretar, se olvidó de apuntar, se olvidó del dinero que iba a ganar, se olvidó de todo el universo. Se limitó a sostener el arma tan firme como una roca con sus manos laxas y relajadas y esperó a que la pistola se disparara sola.

Hora 1 de 45

Capítulo 5

La anciana lloraba y la Mujer se hallaba detrás, con los brazos cruzados.

Estaban muertas, estaban…

¡Soldado!

Stephen se quedó paralizado. Relajó el dedo que presionaba el gatillo.

¡Luces!

Luces intermitentes, que pasaban por la calle. Las luces del faro superior de un coche patrulla. Luego dos vehículos más, luego una docena, y una camioneta de servicios de emergencias que iba saltando sobre los baches. Todos convergían en el domicilio de la Mujer desde ambos extremos de la calle.

Ponga el seguro a su arma, soldado.

Stephen bajó la pistola y retrocedió, entrando al vestíbulo poco iluminado.

Los policías salían de los coches como agua derramada. Se desplegaban a lo largo de las aceras y miraban hacia delante y hacia los techos. Abrieron la puerta del domicilio de la Mujer, rompieron los cristales e irrumpieron en el edificio.

Los cinco oficiales ESU [20], con el equipo táctico completo, se desplegaron a lo largo de la esquina y cubrieron exactamente los lugares adecuados, con ojos vigilantes y dedos que se curvaban relajadamente sobre los negros gatillos de sus pistolas negras. Los patrulleros podían ser gloriosos policías de tráfico, pero no había mejores soldados que los ESU de Nueva York. La Mujer y el Amigo habían desaparecido, probablemente arrojados al suelo. La anciana también.

Más coches, llenaron la calle y se estacionaron a lo largo de la acera.

Stephen Kall sintió temor. Lleno de gusanos. El sudor cubría sus palmas y flexionó la muñeca para hacer que el guante lo absorbiera.

Escape, soldado…

Con un destornillador abrió la cerradura de la puerta principal y entró. Caminaba rápido pero no corría, con la cabeza baja, con rumbo hacia la entrada de servicio que llevaba al callejón. Nadie lo vio y salió. Pronto estuvo en Lexington Avenue y caminó hacia el sur a través de la multitud, hacia el garaje subterráneo donde tenía aparcada la camioneta.

Miró hacia delante.

Señor, hay problemas aquí, señor.

Más policías.

Habían cerrado Lexington Avenue desde tres calles hacia el sur y establecían un perímetro de control alrededor del edificio. Paraban coches, controlaban peatones, iban de puerta en puerta e iluminaban con sus largas linternas el interior de los coches. Stephen vio cómo dos policías, con las manos en las culatas de sus Glocks, pedían a un hombre que saliera de su coche mientras buscaban bajo una pila de mantas en el asiento de atrás. Lo que le preocupó a Stephen fue que el hombre era blanco y tenía aproximadamente su edad.

El edificio donde había aparcado la camioneta estaba dentro del perímetro de control. No podía salir en el coche sin que lo detuvieran. La hilera de policías se acercaba. Stephen caminó rápidamente hacia el garaje y abrió la puerta de la camioneta. Se cambió de ropa en un instante: tiró la vestimenta de contratista y se vistió con tejanos, zapatos de trabajo (sin suelas delatoras), una camiseta negra, una cazadora verde oscuro (sin inscripciones de ninguna clase) y una gorra de béisbol (sin insignias de algún equipo). La mochila contenía su ordenador portátil, varios teléfonos móviles, armas de bajo calibre y la munición que había sacado de la camioneta. Tomó más balas, los binoculares, la mira telescópica nocturna, herramientas, algunos paquetes de explosivos y varios detonadores. Puso todas estas provisiones en la gran mochila.

El Model 40 estaba en un estuche de guitarra-bajo Fender. Lo sacó de la parte posterior de la camioneta para colocarlo con la mochila en el suelo del garaje. Pensó qué hacer con la camioneta. Stephen nunca había tocado ninguna parte del vehículo sin llevar guantes y dentro no había nada que pudiera delatar su identidad. La propia Dodge era robada. Le había sacado tanto los números de identificación visibles como los secretos. El mismo había hecho la matrícula. Planeaba abandonarla en algún momento y podía terminar su cometido sin la camioneta. Decidió dejarla en aquel mismo instante. Cubrió la Dodge cuadrada con una lona Wolf azul, introdujo su potente cuchillo en los neumáticos, para deshincharlos y hacer como que la camioneta había permanecido meses allí. Abandonó el garaje en el ascensor del edificio.

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