Jeffery Deaver - El bailarin de la muerte

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte»
El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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Había un hombre que arrastraba por la pista enormes bolsas de lona, después de sacarlas del coche. Las tiró al interior de un Beachcraft y puso en marcha el aparato. Oyeron el sonido particular del motor a pistones que arrancaba.

Recordó que Ed murmuró, incrédulo:

– ¿Qué está haciendo? El aeropuerto está cerrado.

El destino.

Que estuvieran allí aquella noche.

Que Phillip Hansen hubiera elegido aquel preciso momento para liberarse de las pruebas que le inculpaban.

Que Hansen fuera un hombre capaz de matar para mantener en secreto su vuelo.

El destino…

Asustada, pegó un brinco: alguien golpeaba a la puerta de la casa de seguridad.

Dos hombres se encontraban en el umbral. Bell los reconoció. Eran policías de la División de Protección de Testigos.

– Estamos aquí para llevarla a las instalaciones de Shoreham, en Long Island, señora Clay.

– No, no -dijo Percey-. Debe haber un error. Tengo que ir al aeropuerto Mamaroneck.

– Percey… -empezó Roland Bell.

– Tengo que ir.

– No sé nada de eso, señora -dijo uno de los oficiales-. Tengo órdenes de llevarla a Shoreham y mantenerla en custodia protegida hasta su testimonio ante el gran jurado el lunes.

– No, no, no. Llamad a Lincoln Rhyme. Él está al tanto de todo.

– Bueno… -Uno de los oficiales miró al otro.

– Por favor -dijo Percey-. Llamadlo. Él os lo dirá.

– En realidad, señora Clay, fue Lincoln Rhyme quien ordenó su traslado. Venga con nosotros, por favor. No se preocupe. La cuidaremos bien, señora.

Hora 28 de 45

Capítulo 27

– No resulta muy agradable -le dijo Thom a Amelia Sachs.

Del otro lado de la puerta del dormitorio, se escuchó una voz que decía:

– Quiero esa botella y la quiero ahora.

– ¿Qué pasa?

– Oh, ¡a veces puede resultar tan insoportable! -el apuesto joven hizo una mueca-. Hizo que uno de los patrulleros le sirviera un poco de whisky. Le dijo que era para el dolor, hasta mencionó que tenía una receta en la que se le indicaba tomar whisky de malta. ¿Puedes creerlo? Oh, es insufrible cuando bebe.

Del cuarto salió un rugido de rabia.

Sachs sabía que la única razón por la cual Rhyme no arrojaba objetos era porque no podía hacerlo.

Alargó la mano hacia el picaporte.

– Yo que tú esperaría un poco -le advirtió Thom.

– No podemos esperar.

¡Maldita sea! -aulló Rhyme-. ¡Quiero esa jodida botella!

Sachs abrió la puerta.

– No me digas que no te lo advertí -murmuró Thom.

Una vez dentro, la chica se detuvo en el umbral. Rhyme parecía un espantajo. Su pelo estaba sin peinar, tenía saliva en el mentón y los ojos rojos. La botella de Macallan estaba sobre el suelo. Debía de habérsele caído cuando intentaba cogerla con los dientes.

– Levántala -fue todo lo que dijo cuando vio entrar a Amelia.

– Tenemos trabajo que hacer, Rhyme.

– Levanta. Esa. Botella.

Sachs obedeció y colocó la botella en la repisa.

– Sabes lo que quiero decir -le espetó Rhyme furioso-. Quiero un trago.

– Me parece que ya has bebido lo suficiente.

– Pon un poco de whisky en mi condenado vaso. ¡Thom! Ven aquí enseguida… Cobarde.

– Rhyme -empezó Sachs-, tenemos unas pruebas que examinar.

– A la mierda con las pruebas.

– ¿Cuánto has bebido?

– El Bailarín logró entrar, ¿verdad? Como un zorro en el gallinero. Como un zorro en el gallinero.

– Tengo un filtro de aspiradora lleno de vestigios, tengo una bala, tengo muestras de su sangre…

– ¿Sangre? Bueno, es justo. Él tiene bastante de la nuestra.

– Con todas las pruebas que traigo deberías estar como un niño el día de su cumpleaños -contestó Sachs enojada-. Deja de sentir lástima por ti mismo y empecemos a trabajar.

Rhyme no respondió. Cuando Sachs lo miró, vio que sus ojos cansados observaban la puerta que estaba a su espalda. Se dio la vuelta. Allí estaba Percey Clay. Inmediatamente, Rhyme bajó la vista y se quedó callado.

Claro, pensó Sachs. No quiere comportarse mal delante de su nuevo amor.

Percey entró en el cuarto y miró el desastre en que se había convertido Lincoln Rhyme.

– ¿Lincoln, qué pasa? -Sellitto había acompañado a Percey, supuso Sachs. El detective entró en la habitación.

– Tres muertos, Lon. Consiguió otros tres. Como un zorro en el gallinero.

– Lincoln -insistió Sachs-. Termina de una vez con esto. Te estás haciendo daño.

No debería haberlo dicho. Rhyme la miró sorprendido.

– No me hago daño. No me siento avergonzado. ¿Parezco avergonzado? Os lo pregunto a todos: ¿parezco avergonzado? ¿Parezco avergonzado?

– Tenemos…

– ¡No, no tenemos nada de nada! Terminado. Finito. Caso cerrado. A agacharse y cubrirse. Nos vamos a las colinas. Amelia, ¿te unes a nosotros? Te invito a que lo hagas. -Finalmente miró a Percey-. ¿Qué haces aquí? Se supone que tenías que estar en Long Island.

– Quiero hablar contigo.

– Al menos dame un trago -dijo Rhyme, tras un instante de silencio.

Percey miró a Sachs y se acercó a la repisa; cogió la botella y se sirvió un vaso para ella y otro para el criminalista.

– He aquí una dama con clase -dijo Rhyme-. Mató a su socio y sin embargo comparte una copa conmigo. Tú no lo has hecho, Sachs.

– Oh, Rhyme, deja ya de decir gilipolleces -le espetó la chica-. ¿Dónde está Mel?

– Lo mandé a su casa. No hay nada más que hacer… Vamos a despachar a Percey a Long Island, donde estará a salvo.

– ¿Qué? -preguntó Sachs.

– Haremos lo que deberíamos haber hecho desde el principio. Sírveme otro trago.

Percey empezó a verter el licor.

– Ya ha bebido demasiado -le advirtió Sachs.

– No la escuches -exclamó Rhyme-. Está enfadada conmigo. No hago lo que ella quiere y se enfada.

Oh, gracias, Rhyme. Ventilemos nuestras diferencias en público, ¿por qué no? Lo miró con sus ojos hermosos y frios. Rhyme ni se enteró, estaba observando a Percey Clay.

– Hiciste un trato conmigo -dijo la aviadora-. Y de repente me encuentro con dos agentes que están a punto de llevarme a Long Island. Creí que podía confiar en ti.

– Pero si confías en mí, pierdes la vida.

– Era un riesgo -dijo Percey-. Tú dijiste que había una posibilidad de que el Bailarín pudiera entrar en la casa de seguridad.

– Claro que sí, pero lo que no sabes es que ya lo había descubierto.

– ¿Qué tú… qué?

Sachs frunció el entrecejo y escuchó con atención.

– Supuse que iba a irrumpir en la casa de seguridad. Imaginé que llevaría el uniforme de un bombero -siguió Rhyme-. ¡Joder! También adiviné que utilizaría un explosivo para abrir la puerta posterior. Apuesto a que el explosivo era un Accuracy Systems Cinco Veintiuno o Cinco Veintidós con un detonador Instadet. ¿Tengo razón?

– Pues…

¿Tengo razón?

– Un Cinco Veintidós -dijo Sachs.

– ¿Veis? Lo pude prever todo. Lo supe cinco minutos antes de que entrara el Bailarín. ¡Sólo que no pude llamar a nadie para decírselo! No pude… levantar… el jodido teléfono para decirle a alguien lo que estaba a punto de suceder. Y tu amigo murió. Por mi culpa.

Sachs sintió lástima por él y le dolió. Estaba conmovida por la pena de Rhyme, pero no tenía ni idea de lo que podía hacer o decir para mitigarla.

La saliva se le escurría por el mentón. Thom se le acercó con un pañuelo, pero Rhyme lo alejó con un furioso movimiento de su bien delineada barbilla. Señaló el ordenador con la cabeza.

– Oh, qué orgulloso estaba. Empecé a pensar que era una persona normal. Conducía la Storm Arrow como un piloto de carreras, encendía las luces y podía poner un CD… ¡Vaya mierda! -cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la almohada.

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