Ariana Franklin - Maestra En El Arte De La Muerte

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Inglaterra, año del Señor de 1171: en Cambridge aparece el cadáver de un niño horriblemente asesinado. Otros muchos han desaparecido. Los judíos, directamente acusados de estos crímenes por la todopoderosa jerarquía católica, buscan refugio entre los muros del castillo para evitar las iras de los soliviantados ciudadanos. Al rey Enrique esta situación dista de complacerle: necesita a los judíos para llenar sus arcas y debe encontrarse al verdadero culpable para aplacar al pueblo, que ha elevado a la categoría de santo al niño asesinado.
Para esclarecer la situación aparecen en Cambridge un reputado investigador, Simón de Nápoles, acompañado de una misteriosa mujer, Adelia Aguilar, y de un enigmático hombre de origen árabe, Mansur.
La especialidad de Adelia, doctora en la célebre escuela de medicina de Salerno, es el estudio y la disección de cadáveres. Se trata de una maestra en el arte de la muerte, algo que debe disimular cuidadosamente si no quiere correr el riesgo de ser acusada de brujería.
Las investigaciones conducen a Adelia hasta el último rincón de Cambridge. Encontrará amigos que la ayudarán y hallará el amor… pero también tendrá que luchar denodadamente con un terrible asesino dispuesto a seguir matando y con las supersticiones y prejuicios de los habitantes de la ciudad.

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– Sí, os portasteis muy bien.

– Os rescaté. Os salvé de ese monstruo.

– También es cierto.

Pero había sido la combinación de aptitudes que ella y Simón de Nápoles poseían lo que les había conducido hacia Wandlebury Ring, a pesar de que había cometido un enorme error al aventurarse sola.

Esas mismas aptitudes le habían permitido salvar a Ulf, habían liberado a los judíos. Aunque nadie, excepto el rey, lo había mencionado, su investigación había demostrado aguda lógica y frío razonamiento y… en fin, instinto, pero instinto basado en el conocimiento. Raras aptitudes en una época dogmática, demasiado extrañas, tanto que le causaron a Simón la muerte; demasiado valiosas para ser sepultadas y eso sucedería si ella se casaba.

Angustiada, Adelia había meditado sobre todo aquello. El resultado era inexorable. Aunque se hubiera enamorado, todo en el mundo permanecía igual. Los cadáveres seguirían gritando. Tenía el deber de oírlos.

– No soy libre, no puedo casarme -repuso-. Soy una doctora de los muertos.

– Podéis iros con ellos.

Rowley azuzó a su caballo y partió hacia el puente, dejándola desconsolada y extrañamente resentida. Ni siquiera se había ofrecido a llevarla a su casa.

– Eh -le gritó-, supongo que enviaréis la cabeza de Rakshasa a Oriente, para que la reciba Hakim.

– Sí, con gran satisfacción.

Siempre podía hacerla reír, aun cuando estuviera llorando/

– Bien -contestó.

Muchas cosas sucedieron ese día en Cambridge.

Los jueces de los altos tribunales escucharon los testimonios y dictaminaron sobre casos de robo, monedas con los bordes recortados, riñas callejeras, un bebé asfixiado, bigamia, disputas territoriales, cerveza aguada, panes que pesaban menos de lo debido, testamentos polémicos, incautación de bienes con muerte de la víctima, mendicidad, pleitos entre capitanes de barcos mercantes, peleas a puñetazos entre vecinos, incendios intencionados, herederas fugitivas, aprendices traviesos.

A mediodía se hizo un alto. Los tambores redoblaron y las trompetas sonaron para pedir que la muchedumbre que poblaba el patio del castillo prestara atención. Un heraldo, de pie en el estrado junto a los jueces, desplegó un rollo para leerlo en voz tan alta que se oyó en toda la ciudad.

– Se hace saber que, ante Dios y para satisfacción de los jueces aquí presentes, se ha probado que el caballero llamado Joscelin de Grantchester fue el vil asesino de Peter de Trumpington, de Harold, de la parroquia de Santa María, de Mary, hija de Bonning, el criador de aves, y de Ulric, de la parroquia de San Juan, y que el mencionado Joscelin de Grantchester murió durante su persecución de manera acorde con sus crímenes, devorado por perros. Se hace saber también que los judíos de Cambridge han sido absueltos de su culpabilidad por esos crímenes y de toda sospecha relacionada con ellos, por lo que retornarán a sus legítimos hogares y ocupaciones sin impedimento alguno. En el nombre de Enrique, rey de Inglaterra, servidor de Dios.

No se mencionaba a la monja. La Iglesia no hablaba del asunto.

Pero Cambridge era un mar de murmullos y a lo largo de la tarde Agnes -la esposa del vendedor de anguilas y madre de Harold- desarmó la pequeña colmena frente a la que se sentaba a las puertas del castillo desde la muerte de su hijo. Arrastró los materiales por la colina y volvió a construirla en el portal del convento de Santa Radegunda.

Todos fueron testigos.

Otras cosas sucedieron en secreto, y en la oscuridad, aunque nunca se supo quiénes fueron los responsables. Seguramente, las altas dignidades de la Santa Iglesia se reunieron a puerta cerrada y uno de ellos clamó: «¿Quién nos librará de esa mujer que nos avergüenza?», así como Enrique II había gritado una vez pidiendo que lo libraran del turbulento Becket.

Lo que sucedió después fue más confuso, porque no se dieron instrucciones, aunque tal vez hubiera insinuaciones livianas como mosquitos, tanto que no podía decirse que habían existido, deseos expresados en un código tan bizantino que no admitía traducción, y que sólo comprendían quienes lo conocían. Todo eso, tal vez, para que no se dijera que algunos hombres -no eran clérigos- amparados por la oscuridad de la noche habían ido al convento de Santa Radegunda y hecho su tarea cumpliendo órdenes de alguna otra persona.

Posiblemente Agnes sabía algo pero guardó silencio.

Ambas cosas, lo transparente y lo sombrío, sucedieron sin que Adelia se enterara. Por orden de Gyltha, durmió durante todo el día. Cuando se despertó, se encontró con una fila de pacientes que serpenteaba por Jesus Lane. Esperaban que el doctor Mansur los atendiera. Se ocupó de los casos más graves. Luego hizo un alto y consultó a Gyltha.

– Debería ir al convento para ver cómo está Walburga. He sido negligente.

– Teníais que reponeros.

– Gyltha, no quiero ir a ese lugar.

– Entonces no vayáis.

– Debo ir. Otro ataque similar puede paralizar su corazón.

– Las puertas del convento están cerradas y nadie atiende a los que llegan hasta allí. Eso es lo que dicen. Y ésa, ésa… -Gyltha todavía no lograba pronunciar su nombre-. Se ha ido, eso dicen.

– ¿Ya no está? -Nadie pierde el tiempo cuando el rey da una orden, pensó Adelia. Le roy le veult-. ¿Adonde la han enviado?

Gyltha se encogió de hombros.

– Se ha ido. Es todo lo que sé.

El alivio que sintió Adelia prácticamente le sanó las costillas. Enrique Plantagenet había purificado el aire de su reino para que ella pudiera respirarlo.

Sin embargo, al hacerlo había enrarecido el de otra nación. ¿Qué harían con ella en ese otro lugar?

Adelia trató de evitar la imagen de la monja contorsionándose, tal como la había visto en el suelo del refectorio, aunque en su fantasía aparecía encadenada, en un lugar oscuro y mugriento. No lograba apartar esa visión y la preocupación que le causaba. Era una doctora y los verdaderos médicos no juzgaban, sólo diagnosticaban. Había curado heridas y enfermedades de hombres y mujeres que en lo personal le disgustaban sin que eso repercutiera en su trabajo. Sus temperamentos podían causarle rechazo, no sus cuerpos sufrientes y desvalidos.

La monja estaba loca. En bien de la sociedad debería estar bajo vigilancia durante toda su vida. Pero…

– Que Dios se apiade de ella y la trate bien -murmuró Adelia.

Gyltha miró a la doctora como si también fuera una lunática.

– Ha sido tratada como merecía -repuso impasible-. Eso dicen.

Ulf, como por ensalmo, estaba estudiando. Se le veía más tranquilo y serio que antes. Gyltha dijo que el chico quería ser abogado. Y si bien era algo agradable y admirable, Adelia extrañaba al antiguo Ulf.

– Aparentemente las puertas del convento están cerradas -le contó Adelia-. Pero debo entrar para ver a Walburga. Está enferma.

– ¿Qué? ¿La hermana Gordi ? -Ulf estaba nuevamente en forma-. Venid conmigo, no podrán dejarme fuera.

Gyltha y Mansur podrían hacerse cargo de los demás pacientes. Adelia fue a buscar sus medicamentos. La sandalia de la Virgen era una hierba excelente para la histeria y el pánico. Y el aceite de rosa era sedante.

Partió junto a Ulf.

Desde los muros del castillo, un recaudador de impuestos que disfrutaba de un merecido descanso después del ajetreo de los tribunales reconoció dos delgadas figuras entre las muchas que cruzaban el gran puente. Habría distinguido a la silueta algo más alta entre millones, por su espantoso sombrero.

Era el momento indicado, aprovechando su ausencia. Pidió su caballo.

¿Por qué sir Rowley Picot -para sanar su corazón herido- sintió el impulso de pedir consejo a Gyltha, un ama de llaves y vendedora de anguilas? No lo sabía con certeza. Tal vez porque en Cambridge ella era la mujer más cercana al amor de su vida. Quizás porque ella también lo había cuidado para devolverlo a la vida, porque era un ejemplo de sentido común, porque las indiscreciones sobre su pasado… Sencillamente porque sentía ese impulso, al demonio con todo lo demás.

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