Ariana Franklin - Maestra En El Arte De La Muerte

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Inglaterra, año del Señor de 1171: en Cambridge aparece el cadáver de un niño horriblemente asesinado. Otros muchos han desaparecido. Los judíos, directamente acusados de estos crímenes por la todopoderosa jerarquía católica, buscan refugio entre los muros del castillo para evitar las iras de los soliviantados ciudadanos. Al rey Enrique esta situación dista de complacerle: necesita a los judíos para llenar sus arcas y debe encontrarse al verdadero culpable para aplacar al pueblo, que ha elevado a la categoría de santo al niño asesinado.
Para esclarecer la situación aparecen en Cambridge un reputado investigador, Simón de Nápoles, acompañado de una misteriosa mujer, Adelia Aguilar, y de un enigmático hombre de origen árabe, Mansur.
La especialidad de Adelia, doctora en la célebre escuela de medicina de Salerno, es el estudio y la disección de cadáveres. Se trata de una maestra en el arte de la muerte, algo que debe disimular cuidadosamente si no quiere correr el riesgo de ser acusada de brujería.
Las investigaciones conducen a Adelia hasta el último rincón de Cambridge. Encontrará amigos que la ayudarán y hallará el amor… pero también tendrá que luchar denodadamente con un terrible asesino dispuesto a seguir matando y con las supersticiones y prejuicios de los habitantes de la ciudad.

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– Protegedme, señorías. Creéis que fue devorado por los perros, pero está allí arriba. Allí arriba.

Todos los ojos miraron, junto con ella, las vigas donde las gárgolas se reían desde las sombras y luego se dirigieron a Verónica. La monja se había tirado al suelo y se retorcía como una posesa.

– Os hará daño. Me hace daño cuando no le obedezco. Me hace daño cuando entra dentro de mí. Él hace daño. Oh, salvadme del diablo.

Capítulo 16

El aire de la sala se enrareció volviéndose tórrido y pesado. Los hombres estaban cabizbajos, las bocas inexpresivas, los cuerpos rígidos. Verónica giraba entre la paja del suelo, levantándose el hábito, señalando su vagina y gritando que el diablo había entrado por allí.

Los objetos hechos por la monja, livianos como plumas, resultaron ser una prueba de tanto peso que todas las mentiras quedaron a la vista. Se había abierto una puerta por la que salía toda la pestilencia.

– Le rogué a la madre… sálvame, sálvame María… pero él me clavó su cuerno aquí, aquí. Me hizo mucho daño… Tenía una cornamenta… Yo no podía… Dulce hijo de María, me obligó a ver las cosas que hacía… cosas horribles, horribles… había sangre, mucha sangre. Ansiaba la sangre del Señor, pero era esclava del diablo… él hace daño… me mordió los pechos… aquí, me desnudó… me pegó… puso su cuerno en mi boca… Rogué que Jesús me ayudara… pero él es el príncipe de la oscuridad… oigo su voz, me dijo que hiciera cosas… tenía miedo… detenedlo… no lo dejéis marchar…

Ruegos, humillaciones. Una y otra vez.

«Ésa fue su alianza con la bestia», pensó Adelia. Una y otra vez. Durante meses le había procurado un niño tras otro, había observado la tortura, y no había intentado liberarse. Eso no era esclavitud.

Además de exponer su alma, Verónica también exponía su joven cuerpo. Se había recogido la falda por encima de las pantorrillas. Sus pequeños pechos asomaban entre las rasgaduras de su hábito.

Era una actuación. Culpaba al demonio. Había matado a Simón. Estaba disfrutando. Era sexo, sólo eso.

Los jueces estaban más que embelesados. El obispo de Norwich apoyaba la cabeza en su muleta. El anciano archidiácono resoplaba. Hubert Walter babeaba. Incluso Rowley se pasó la lengua por los labios.

Cuando Verónica hizo una pausa para recuperar el aliento, un obispo dijo casi reverentemente:

– Está poseída por el demonio. Jamás he visto un caso tan claro.

Los demonios lo habían hecho. Una vez más el príncipe de la oscuridad intentaba socavar los cimientos de la Santa Madre Iglesia. Un incidente lamentable pero comprensible, parte de la lucha entre el pecado y la santidad. Sólo el demonio era culpable. Adelia miró el rostro del único hombre de la sala que contemplaba el espectáculo con irónica admiración.

– Ella mató a Simón de Nápoles -afirmó Adelia.

– Lo sé.

– Ella participó en el asesinato de los niños.

– Lo sé.

Verónica se arrastraba por el suelo, en dirección a los jueces. Se aferró a las zapatillas del archidiácono y su cabellera suave y oscura cayó sobre los pies del religioso.

– Salvadme, mi señor, no dejéis que me obligue otra vez. Ansío reunirme con el Señor, llevadme con mi Redentor. Apartad al demonio.

La inocencia había desaparecido de la enajenada y desmelenada Verónica y el atractivo sexual había ocupado su lugar, más viejo y magullado que aquello que reemplazaba, pero aun así atractivo.

El archidiácono se agachó hacia ella.

– Ya está bien, niña.

La mesa se sacudió cuando Enrique saltó de ella.

– ¿Criáis cerdos, señor prior?

El prior Geoffrey miró hacia otro lado.

– ¿Cerdos?

– Cerdos. Que alguien ayude a esta mujer a ponerse de pie.

Se dieron instrucciones. Dos hombres armados levantaron a Verónica, que quedó colgando entre ambos.

– Ahora, señora -le dijo Enrique-, podréis ayudarnos.

Verónica levantó sus párpados para mirarlo. La expresión de sus ojos era calculadora.

– Llevadme con mi Redentor. Dejad que lave mis pecados en la sangre del Señor.

– La redención está en la verdad y, por lo tanto, nos contaréis cómo mató el demonio a los niños. Debéis mostrarnos de qué manera lo hizo.

– ¿Es lo que el Señor quiere? Había sangre, mucha sangre.

– Insisto en ello. -El rey levantó una mano. Era una advertencia para los jueces, que se habían puesto de pie-. Ella lo sabe. Lo vio. Nos lo mostrará.

Hugh entró con un lechón, que mostró al rey. El monarca lo aprobó. Cuando el cazador pasó junto a ella camino de la cocina, Adelia, desconcertada, vio un hocico pequeño y redondeado. Olía a granja.

Uno de los hombres armados pasó arrastrando a Verónica en la misma dirección, seguido por el otro, que llevaba ceremoniosamente, en sus manos abiertas, un puñal con la hoja tallada, un puñal de piedra, el puñal.

¿Eso es lo que quiere que suceda? Dios, sálvanos.

Todos, los jueces, Walburga -parpadeando-, se apretujaron rumbo a la cocina. La priora Joan trató de mantenerse alejada, pero el rey la cogió por el codo y la llevó consigo.

– Ulf no debe ver esto -replicó Adelia cuando Rowley pasó a su lado.

– Lo envié a casa con Gyltha.

Luego, él también salió en dirección a la cocina. Adelia permaneció en el refectorio vacío.

¿Acaso era todo aquello una maniobra del rey? No se trataba sólo de probar la culpabilidad de Verónica: Enrique estaba vengándose de la Iglesia, que lo había condenado por el asesinato de Tomás Becket.

También eso era horrible. Una trampa tendida por un rey artero no sólo para que cayera una criatura que -dado que la trampa era tan artera como él- no tenía más alternativa que caer en ella, sino para que su mayor enemigo comprobara su propia debilidad.

Sin embargo, aunque la criatura que cayera en ella fuera vil, una trampa era siempre una trampa.

A causa de las idas y venidas la puerta del claustro estaba abierta. Amanecía y los monjes cantaban. No habían dejado de cantar en ningún momento. Mientras escuchaba esas voces acompasadas y armoniosas, sintió que el aire nocturno enfriaba las lágrimas que corrían por sus mejillas. No las había notado.

Escuchó la voz del rey desde la cocina.

– Ponedlo en la tabla del carnicero. Muy bien, hermana. Mostradnos lo que él hizo.

Luego pusieron el puñal en la mano de Verónica.

– No es necesario que lo utilicéis. Sólo decidnos cómo lo hizo.

Las palabras de la monja se oían nítidamente a través de la ventanilla.

– ¿Seré redimida?

– La verdad es redención -repitió el rey, inexorable.

Silencio.

– A él no le gustaba que cerraran los ojos. -Se oyó el primer chillido del lechón-. Y luego…

Adelia se tapó las orejas, pero sus manos no lograron aislarla de otro grito, más desgarrador, y luego otro. La voz de la monja se alzaba sobre ellos.

– Así, luego así, y luego…

Estaba loca. Si antes había tratado de engañar con astucia, no era más que la astucia del insano e incluso ese recurso la había abandonado. «Dios, ¿qué hay en esa mente?».

¿Carcajadas? No, era una risita nerviosa, un sonido maníaco que iba en aumento. Mientras succionaba la vida que se estaba cobrando, la voz humana de Verónica se transformaba en algo inhumano que se alzaba sobre los gritos de agonía del lechón, hasta que se convirtió en un sonido estridente que evocaba a un animal con los dientes manchados de hierba y largas orejas. El sonido quebró la serenidad de la noche.

Era un rebuzno.

Los hombres armados llevaron nuevamente a la monja hasta el refectorio y la arrojaron al suelo. La sangre del lechón que empapaba su hábito caía sobre la paja. Los jueces describieron un gran círculo para eludirla. El obispo de Norwich se sacudía distraídamente la sotana salpicada. Mansur y Rowley tenían una expresión pétrea. El rabino Gotsce estaba increíblemente pálido. La priora Joan se dejó caer en un banco y ocultó la cabeza entre las manos. Hugh se apoyó en el marco de la puerta con la mirada extraviada.

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