– Sé a lo que te refieres.
– ¿Entonces lo echas de menos?
– Sí. Pero lo voy a recuperar. Ahora estoy empezando.
– Te refieres a la sensación, no al trabajo.
– Sí. Y tú, ¿todavía lo echas de menos?
– Gano más dinero del que necesito, pero sí, echo de menos la emoción. El trabajo me daba la emoción y ahora no la encuentro enviando a polis de alquiler de aquí para allá y preparando cámaras. Ten cuidado con lo que haces, Harry. Podrías terminar teniendo éxito como yo y sentado recordando los viejos tiempos, creyendo que eran mucho mejores de lo que eran en realidad.
– Tendré cuidado, Big.
Biggar asintió con la cabeza, agradecido de haber podido dispensar su dosis de consejos del día.
– No tienes que decírmelo si no quieres, Harry, pero diría que ese tipo de la silla es Lawton Cross, ¿eh?
Dudé, pero decidí que no importaba.
– Sí, es él. Estoy trabajando en otra cosa y la investigación se cruzó con él. Fui a verlo y me dijo algunas cosas. Sólo quiero asegurarme, ¿sabes?
– Buena suerte. Recuerdo a su mujer. La vi un par de veces. Era una buena señora.
Asentí. Sabía lo que quería decir, que esperaba que Cross no estuviera siendo maltratado por su mujer. -La gente cambia -dije-. Voy a averiguarlo.
Andre Biggar volvió al cabo de unos minutos con una caja de herramientas, un ordenador portátil y el reloj cámara en una caja. Me dio una clase de vigilancia electrónica. El reloj estaba preparado. Lo único que tenía que hacer yo era colocarlo en una pared y conectarlo. Cuando lo pusiera en hora, activaría el mecanismo de vigilancia al empujar la esfera hasta el fondo. Para sacar la tarjeta de memoria sólo tenía que retirar la tapa del reloj y extraerla. Fácil.
– Bueno, una vez que saco la tarjeta, ¿cómo miro lo que he grabado?
Andre me mostró cómo conectar la tarjeta de memoria en un lateral del ordenador portátil. Después me explicó cómo ejecutar el programa que mostraría el vídeo de vigilancia en la pantalla del ordenador.
– Es sencillo. Sólo cuide el equipo y vuelva a traerlo. Hemos invertido mucha pasta en él.
No quería decirle que no era lo bastante sencillo para mí. Me incliné por la parte económica de la ecuación como excusa para ocultar mis deficiencias técnicas.
– ¿Sabes qué? -dije-. Creo que dejaré aquí el portátil y volveré con la tarjeta de memoria cuando quiera verla. No quiero poner en riesgo todo vuestro equipo, y además me gusta viajar ligero.
– Lo que prefiera. Pero lo mejor de este montaje es su inmediatez. Puede coger la tarjeta y mirarla en el coche delante de la casa del tipo. ¿Para qué volver hasta aquí?
– No creo que haya tanta urgencia. Dejaré el portátil y te traeré la tarjeta, ¿vale?
– Como quiera.
Andre volvió a poner el reloj en la caja acolchada, después me estrechó la mano y salió del despacho. Se llevó el portátil, pero me dejó la caja de herramientas junto con el reloj. Miré a Burnett. Era hora de irse.
– Parece que hace algo más que ayudarte.
– Andre es el alma de este lugar. -Hizo un gesto hacia la pared llena de recuerdos enmarcados-. Yo traigo a los clientes y los impresiono, les hago firmar. Andre es el que lo soluciona todo. Se figura las necesidades y busca la solución.
Asentí y me levanté.
– ¿Quieres cobrarme algo por esto? -dije, levantando la caja que contenía el reloj. Biggar sonrió.
– No, siempre que lo devuelvas. -Entonces se puso serio-. Es lo mínimo que puedo hacer por Lawton Cross.
– Sí-dije, pues conocía la sensación.
Nos dimos la mano y salí con el reloj y la caja de herramientas, albergando la esperanza de que esa cámara oculta fuera el equipo tecnológico que me demostraría que el mundo no era tan malo como yo creía.
Desde Biggar & Biggar volví al valle de San Fernando por el paso de Sepúlveda y me topé con la primera oleada brutal de la hora punta. Tardé casi una hora en llegar a Mulholland Drive. En ese punto salí de la autovía y conduje en dirección oeste por las crestas de las montañas. Observé el sol que se ponía por detrás de Malibú dejando un cielo en llamas como rastro. Cuando el sol estaba bajo, sus rayos se reflejaban en la contaminación acumulada en el fondo del valle en tonos de naranja, rosa y púrpura. Era una especie de recompensa por haber soportado respirar todo el día el aire envenenado. Esa tarde predominaba un tono anaranjado suave con volutas de blanco. Era lo que mi ex esposa solía llamar cielo batido de crema cuando veía los anocheceres desde la terraza de la parte de atrás de mi casa. Tenía un nombre para cada uno y siempre me hacía sonreír.
El recuerdo de ella en la terraza parecía muy lejano y formaba parte de un periodo de mi vida muy diferente. Pensé en lo que Roy Lindell había dicho de cuando la había visto en Las Vegas. El sabía que yo le había estado preguntando por mi ex mujer, aunque no se lo hubiera dicho. Si no un día, al menos no pasaba una semana sin que pensara en ir allí, encontrarla y pedirle otra oportunidad. Una oportunidad aceptando sus condiciones. Yo ya no tenía ningún trabajo que me esperara en Los Ángeles, así que podía ir a donde quisiera. Esta vez podía acudir a ella y podríamos vivir juntos en la ciudad del pecado. A Eleanor le quedaría la libertad de encontrar lo que necesitaba en las mesas de fieltro azul de los casinos de la ciudad. Y cuando volviera a casa al final del día la estaría esperando. Yo podría dedicarme a lo que surgiera. Siempre habría en Las Vegas algo para una persona con mis aptitudes.
En una ocasión había llenado una caja, la había puesto en la parte trasera del Mercedes y había llegado hasta Riverside antes de que los miedos familiares empezaran a crecer en mi pecho y saliera de la autovía. Me comí una hamburguesa en un In-N-Out y di media vuelta. No me molesté en vaciar la caja cuando llegué a casa. La dejé en el suelo del dormitorio y fui sacando la ropa a medida que la fui necesitando a lo largo de las dos semanas siguientes. La caja vacía todavía continuaba en el suelo, preparada para la siguiente vez que quisiera llenarla y hacer ese recorrido.
El miedo. Siempre estaba presente. Miedo al rechazo, miedo a las esperanzas y el amor no correspondidos, miedo a sensaciones que seguían bajo la superficie. Todo había sido mezclado en la batidora y vertido suavemente en mi vaso hasta que éste se llenó hasta el borde. Estaba tan lleno que si tenía que dar un paso se derramaría por los costados. Por consiguiente no podía moverme. Me quedé paralizado en casa, viviendo de lo que sacaba de una caja.
Creo en la teoría de la bala única. Puedes enamorarte y hacer el amor muchas veces, pero sólo hay una bala con tu nombre grabado en el costado. Y si tienes la suerte suficiente de que te alcancen con esa bala, la herida no se cura nunca.
Puede que Roy Lindell tuviera el nombre de Martha Gessler grabado en el costado de esa bala. No lo sé. Lo que sí sabía era que mi bala era Eleanor Wish. Me había atravesado por completo. Hubo otras mujeres antes y otras mujeres después, pero la herida que ella dejó estaba siempre presente. No se curaría fácilmente. Continuaba sangrando y sabía que siempre sangraría por ella. No podía ser de otro modo. Las cosas del corazón no tienen fin.
De camino a Woodland Hills hice una breve parada en Vendóme Liquors y después me dirigí a la casa de Melba Avenue. No llamé para avisar. Con Lawton Cross sabía que las posibilidades de que estuviera en casa eran muy altas.
Danielle Cross abrió la puerta después de que llamara tres veces y su cara tensa adoptó una expresión aún más severa al ver que era yo.
– Está durmiendo -dijo, entreabriendo la puerta-. Todavía se está recuperando de lo de ayer.
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