Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Es el cumplido más equívoco que me han hecho en mi vida.

– La gente creía conocerle, pero realmente no le conocían porque ocultaba muchas cosas.

– Y yo soy igual, ¿no es eso?

Siobhan asintió con la cabeza y le sostuvo la mirada.

– ¿Por qué fuiste a casa de Martin Fairstone? Tengo la impresión de que no era por mí.

– ¿Tienes «la impresión»? -repitió él bajando la vista hacia el vino, donde se vio difusamente reflejado en rojo-. Yo sabía que te había puesto el ojo a la funerala.

– Lo que te daba un pretexto para hablar con él; pero ¿era realmente ése el motivo?

– Fue porque Fairstone y Johnson eran amigos y yo necesitaba algún dato en contra de Johnson.

– ¿Te lo dio?

Rebus negó con la cabeza.

– Fairstone y Pavo Real estaban peleados y no se veían desde hacía unas semanas.

– ¿Por qué se habían peleado?

– No me lo dijo claramente, pero me da la impresión de que fue por culpa de una mujer.

– ¿Tiene novia ese Johnson?

– Una cada día de la semana.

– A lo mejor fue por culpa de la novia de Fairstone.

– La rubia del Boatman's -dijo él asintiendo con la cabeza-. ¿Cómo se llama?

– Rachel.

– ¿Hay alguna razón que explique por qué el viernes estaba en South Queensferry?

Siobhan negó con la cabeza.

– Sin embargo, Johnson apareció por allí la noche de la concentración.

– ¿Simple coincidencia?

– ¿Qué, si no? -dijo Rebus irónico, levantándose con la botella en la mano-. Ayúdame a acabarlo -añadió acercándose a ella, llenándole el vaso y apurando el suyo-. ¿De verdad crees que soy como Lee Herdman? -preguntó yendo hacia la ventana.

– Lo que creo es que tanto en tu caso como en el suyo el pasado pesa.

Rebus se volvió hacia ella y enarcó una ceja dispuesto a la réplica, pero lo que hizo fue sonreír y mirar por la ventana.

– Y quizás eres también un poco como Doug Brimson -continuó ella-. ¿Recuerdas lo que me dijiste de él?

– ¿Qué?

– Que coleccionaba gente.

– ¿Y es lo que yo hago?

– Eso explicaría de algún modo tu interés por Andy Callis y que te fastidie ver a Kate con Jack Bell.

Rebus se volvió despacio hacia ella con los brazos cruzados.

– O sea, ¿que tú eres uno de mis ejemplares?

– No lo sé. ¿Tú qué crees?

– Te considero demasiado segura de ti misma.

– Más te vale -añadió ella con una leve sonrisa.

Al llamar al taxi dio la dirección de Arden Street como destino, pero fue sólo para que lo oyera Siobhan. Luego le dijo al conductor que había cambiado de idea y que pararían un momento en la comisaría de Leith camino de South Queensferry. Al final del viaje, pidió un recibo con la vaga idea de cargarlo a gastos de investigación, aunque tendría que darse prisa porque no pensaba que Claverhouse estuviese muy predispuesto a dar su conformidad a un viaje en taxi de veinticinco libras.

Cruzó la oscura arcada y abrió la puerta. Ya no había un policía de guardia para comprobar quién iba y venía al piso de Lee Herdman. Subió las escaleras escuchando los ruidos de los otros dos pisos. Le pareció oír un televisor y, desde luego, olía a cena. Una protesta de su estómago le recordó que tal vez habría debido comer un poco más de chuleta pese al dolor de las manos. Sacó la llave del piso de Herdman que había recogido en la comisaría de Leith; era una copia nueva y reluciente y le costó un poco abrir. Una vez dentro, cerró la puerta y encendió la luz del pasillo. Hacía frío. No habían desconectado la corriente eléctrica pero estaba cortada la calefacción central. Habían avisado a la viuda de Herdman por si quería venir a vaciar el piso, pero ella había dicho que no. «¿Qué va a tener ese malnacido que pueda valerme a mí?»

Buena pregunta; por eso estaba él allí. Porque seguro que Lee Herdman tenía «algo». Algo que buscaban otras personas. Miró la puerta por dentro: dos cerrojos, arriba y abajo, y dos cerraduras embutidas además de la normal. Las cerraduras detendrían a los ladrones, pero los cerrojos eran para cuando Herdman estaba en casa. ¿De qué tendría miedo? Cruzó los brazos y retrocedió unos pasos. Si traficaba con drogas, la respuesta era obvia. Durante su carrera se había tropezado con muchos traficantes que solían habitar en viviendas protegidas o en bloques de pisos y todos tenían puertas blindadas mucho más recias que la de Herdman. Le daba la impresión de que las medidas de seguridad de Herdman eran en cierto modo provisionales, simples expedientes para ganar tiempo, tiempo para deshacerse de lo que tuviera Rebus; pero no lo creía.

Allí no había nada que evidenciara que en el piso se hubieran manipulado drogas. Además, Herdman disponía de otros escondrijos: el cobertizo del barco y los propios barcos. No necesitaba usar el piso como almacén. ¿Por qué, entonces? Se dio la vuelta, entró en el cuarto de estar y buscó el interruptor.

¿Qué sería?

Intentó situarse en el papel de Herdman, pero pensó que no hacía falta, a tenor de lo que había dicho Siobhan: «Creo que eres muy parecido a Herdman». Cerró los ojos y se imaginó que aquel cuarto era el suyo, su territorio, sus dominios. Vamos a ver… Si entrara alguien, un intruso… Lo oiría porque intentarían forzar las cerraduras, pero no podrían con los cerrojos. No, necesitarían derribar la puerta, y eso le daría tiempo a Herdman para coger la pistola de donde la tuviera guardada. En el cobertizo del barco escondía el Mac 10 por si alguien se acercaba por allí, pero la Brocock la tenía allí mismo, en el armario con la puerta decorada por dentro con fotos de armas: su santuario. La pistola era un factor de ventaja, porque él no esperaba que los intrusos fuesen armados, simplemente vendrían a interrogarle y quizás a intentar llevárselo, pero los disuadiría con la pistola.

Ahora sabía lo que esperaba Herdman. Tal vez no a Whiteread y a Simms, pero sí a alguien por el estilo. Gente con intención de llevárselo para interrogarle, preguntarle datos sobre la isla de Jura, el accidente del helicóptero, los documentos en las ramas de los árboles. ¿Sobre algo que Herdman había cogido en el lugar del accidente? ¿Se lo habría robado uno de los chicos muertos? ¿En una de sus fiestas? No, aquellos colegiales no le conocían ni acudían a sus fiestas. Sólo James Bell, el superviviente. Rebus se sentó en el sillón de Herdman. ¿Dispararía a los otros dos para asustar a James? ¿Para que James hablara? No, no, en ese caso, ¿para qué iba a suicidarse? Aquel James Bell…, tan autosuficiente y en apariencia imperturbable…, que hojeaba revistas para localizar el modelo del arma con que le habían herido, era también un ejemplar interesante.

Se restregó la frente suavemente con la mano enguantada. Tenía la respuesta en la punta de la lengua. Se levantó, fue a la cocina y abrió la nevera. Había un paquete de queso sin abrir, lonchas de beicon y un estuche de huevos. «No puedo comer nada de un difunto», pensó. Pasó al dormitorio sin molestarse en encender la luz; entraba suficiente por la puerta.

¿Quién era Lee Herdman? Un hombre que había abandonado carrera y familia para venir al norte y montar una empresa. Un hombre que vivía en un piso pequeño a la orilla del mar, con barcos que le servían de medios de escape en caso necesario. Un hombre sin amigos íntimos. Brimson era el único amigo más o menos de su edad. Le encantaban, por el contrario, los adolescentes: porque ellos no le ocultaban nada, porque sabía que podía hablarles y que despertaría su admiración. Pero no eran chicos corrientes; tenían que ser raros, estar cortados por su mismo patrón… Pensó que también Brimson tenía una empresa individual y pocas relaciones, si es que las tenía. Los dos habían estado en el Ejército.

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