Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Conduce tú; yo no sé si podré -dijo.

– ¿Adónde vamos?

– A dar una vuelta, a ver si hay suerte y acabamos en el País de Nunca Jamás.

Ella tardó un instante en establecer la relación.

– ¿Los Perdidos? -preguntó.

Él asintió con la cabeza y dio la vuelta al coche para ocupar el otro asiento.

– ¿Y mientras me cuentas la historia?

Se lo contó.

Resultaba que Andy Callis y su compañero de patrulla recibieron una llamada para que acudieran a una discoteca de Market Street, detrás de la estación de Waverley. Era un local muy concurrido en el que la gente hacía cola para entrar. Un cliente que estaba en la cola les había llamado para denunciar que había un individuo con una pistola. Dio una descripción vaga: menos de veinte años, parka verde, acompañado de otros tres. No estaba haciendo cola para entrar a la discoteca, sólo pasaba por allí y, en un momento dado, había abierto la parka para enseñar el arma que llevaba en la cintura.

– Cuando Andy llegó al lugar -añadió Rebus- no había rastro de él. Había seguido hacia New Street. Andy y su compañero fueron hasta allí. Llamaron a Jefatura y les dieron autorización para quitar el seguro de sus armas… que tenían preparadas. Llevaban puesto el chaleco antibalas. Los de refuerzos estaban listos, por si acaso. ¿Conoces el lugar en que el tren pasa por encima de New Street?

– ¿En Calton Road?

Rebus asintió con la cabeza.

– Sí, esas arcadas de piedra. Es un puente con poca iluminación. No llegan las luces de la calle.

Siobhan se volvió para asentir con la cabeza; sabía que era un lugar lóbrego.

– Allí hay muchos rincones y recodos -prosiguió Rebus- y al compañero de Andy le pareció ver algo en la oscuridad. Detuvieron el coche y bajaron. Vieron a cuatro chicos, probablemente los mismos de la discoteca. Se metieron a cierta distancia, les preguntaron si llevaban armas de fuego. Les ordenaron dejar en el suelo cuanto tuvieran encima. Tal como Andy me explicó, eran como sombras que no dejaban de moverse… -Recostó la cabeza en el reposacabezas y cerró los ojos-. Y no supo muy bien si lo que vio era una sombra o alguien de carne y hueso. Estaba cogiendo la linterna del cinturón cuando le pareció ver un movimiento, el gesto de un brazo estirado apuntando con algo. Y él levantó el arma sin seguro…

– ¿Y qué sucedió?

– Algo cayó al suelo: una pistola. Una réplica, como se comprobó después. Pero ya era demasiado tarde.

– ¿Había disparado?

Rebus asintió con la cabeza.

– No le dio a nadie. Disparó al suelo. Fue un incidente que no habría tenido mayores consecuencias.

– Pero no quedó así.

– No. -Rebus hizo una pausa-. Se abrió una investigación como se hace siempre cuando se dispara un arma. El compañero declaró a favor de Andy, pero él sabía que lo hacía sin convicción. Empezó a dudar de sí mismo.

– ¿Y el chico de la pistola?

– Eran cuatro y ninguno que la llevara. Tres vestían parkas y el cliente de la cola de la discoteca no identificó al de la pistola.

– ¿Eran los Perdidos?

Rebus asintió con la cabeza.

– Así los llamaban en el vecindario. Son los que viste en Cockburn Street. Su jefecillo, que se llama Rab Fisher, acabó ante los tribunales por llevar una pistola falsa, pero se dio carpetazo al caso y entretanto Andy no paró de darle vueltas a la cabeza, tratando de discernir si verdaderamente…

– ¿Y éste es el territorio de los Perdidos? -preguntó Siobhan mirando por la ventanilla.

Rebus asintió y ella guardó silencio pensativa, antes de preguntar:

– ¿De dónde procedía el arma?

– Supongo que de Johnson Pavo Real.

– ¿Por eso quisiste hablar con él cuando le trajeron a St Leonard?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Y ahora quieres hablar con los Perdidos?

– Pero deben de haberse ido a dormir -dijo él volviendo la cabeza para mirar por la ventanilla.

– ¿Tú crees que Callis vino aquí expresamente?

– Tal vez.

– ¿Para encararse con ellos?

– Esos pandilleros salieron impunes del asunto, Siobhan, y eso a Andy le atormentaba.

Siobhan reflexionó un instante.

– ¿Por qué no informamos de todo esto en Craigmillar?

– Ya se lo diré. -Notó que ella le miraba-. Te lo juro.

– Pudo ser un accidente. Esa vía muerta le parecería un buen lugar para darles esquinazo.

– Quizás.

– Nadie vio nada.

– Vamos, suéltalo -dijo él volviéndose hacia ella.

Siobhan lanzó un suspiro.

– Es que veo que te obcecas de tal manera en defender las causas de los demás…

– ¿Hago eso?

– A veces sí.

– Bueno, pues siento que te moleste.

– No me molesta, pero a veces…

Pero se tragó lo que iba a decir.

– ¿A veces, qué? -insistió Rebus.

Ella negó con la cabeza, expulsó aire, enderezó la espalda y movió el cuello.

– Gracias a Dios que ya es fin de semana. ¿Tienes algún plan? -preguntó.

– A lo mejor voy a hacer montañismo… o a levantar pesas al gimnasio.

– ¿Es un rastro de sarcasmo?

– Sólo un rastro -replicó Rebus, que acababa de ver algo-. Ve más despacio -añadió al tiempo que miraba por la ventanilla trasera-. Da marcha atrás.

Siobhan hizo lo que le decía y entraron en una calle de casas bajas donde, en medio de la calzada, había un carrito de supermercado abandonado. Rebus miró hacia un callejón entre dos casas. Era uno… no, eran dos. Sólo siluetas, tan pegadas una a otra que parecía una sola persona. Y en ese momento comprendió de qué se trataba.

– Es el clásico polvo en la oscuridad -dijo Siobhan-. ¿Quién dijo que el romanticismo había muerto?

Un rostro se volvió hacia el coche al oír el rumor del ralentí y una voz masculina exclamó:

– ¿Qué, tío, te gusta? Mejor que lo que te dan en casa, ¿a que sí?

– Arranca -dijo Rebus.

Siobhan arrancó.

Acabaron en St Leonard porque Siobhan, sin más explicaciones, dijo que tenía allí el coche. Rebus dijo que él podía conducir hasta su casa. Arden Street estaba a cinco minutos. Pero cuando aparcó delante del edificio, las manos le ardían. Se puso más crema en el cuarto de baño y tomó un par de analgésicos con la esperanza de dormir unas horas. Un whisky le ayudaría; se sirvió una buena medida y se sentó en el cuarto de estar. El portátil se había apagado y no se molestó en encenderlo. Tenía en la mesa datos sobre las SAS junto con la copia del expediente de Herdman, y se quedó allí mirándolo.

«¿Qué, tío, te gusta?»

«Mejor que lo que te dan en casa.»

«¿Te gusta…?»

QUINTO DÍA . Lunes

Capítulo 17

La vista era magnífica.

Siobhan iba sentada delante junto al piloto. Rebus, encajado detrás, con un asiento vacío al lado. El ruido de las hélices era ensordecedor.

– Podríamos haber venido con el avión de empresas -dijo Doug Brimson-, pero resulta muy caro y a lo mejor era demasiado grande para la PA.

PA: pista de aterrizaje; un término que Rebus no había oído desde que se había licenciado en el Ejército.

– ¿De empresas? -preguntó Siobhan.

– Es un aparato de siete plazas que alquilo a empresas para reuniones de directivos; que más bien se pueden llamar «cuchipandas». Incluyo champán frío, copas de cristal…

– No debe de estar mal.

– Lamento que hoy no tengamos más que un termo de té -añadió riendo, y se volvió a mirar a Rebus-. Este fin de semana volé a Dublín para llevar a unos banqueros a un partido de rugby, y me pagaron la estancia.

– Vaya suerte.

– Y hace unas semanas estuve en Amsterdam con un grupo de hombres de negocios que fueron a una despedida de soltero.

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