Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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– ¿Qué va a tomar?

– Una jarra de cerveza -contestó Rebus.

– ¿Y para comer?

– ¿Hay algo con carne? -preguntó, mirando por encima el menú.

– Empanada.

Aceptó con un gesto afirmativo. Delante de ellos, una fila bloqueaba la barra, pero Ancram había logrado llamar la atención de un camarero y se alzó de puntillas voceándole lo que querían por encima de las permanentes pajizas de las quinceañeras que les precedían, quienes se volvieron a mirarles con mala cara por colarse.

– ¿Pasa algo, señoritas? -dijo Ancram, con una sonrisa lasciva y disuasoria.

Acto seguido, condujo a Rebus a un rincón apartado de la barra hasta una mesa llena de verduras, ensaladas, quiche y aguacates. Rebus cogió una silla y vio que Ancram tenía asiento reservado. La ocupaban tres oficiales del departamento, ninguno con jarra de cerveza. Ancram hizo las presentaciones.

– A Jack ya lo conoce. -Jack Morton asintió con la cabeza mientras mascaba pan árabe-. Sargento Andy Lennox e inspector Billy Eggleston.

Ambos le dirigieron un escueto saludo, interesados más por la comida que por su presencia. Rebus miró a su alrededor.

– ¿Y la bebida?

– Paciencia, hombre, paciencia. Aquí llega.

Llegaba, efectivamente, el camarero con una bandeja: la jarra de Rebus y su empanada, más el salmón ahumado de Ancram y un gin-tonic.

– Doce libras con diez -dijo.

Ancram pagó con tres billetes de cinco libras y le dijo que se quedara el cambio.

– Por nosotros -dijo, alzando el vaso hacia Rebus.

– Los únicos -añadió Rebus.

– Eran pocos y murieron -apostilló Jack Morton, alzando una copa de algo sospechosamente parecido a agua, y volviendo a su plato y a la conversación del día.

Cerca de ellos había otra mesa con unas oficinistas, con quienes Lennox y Eggleston trataban infructuosamente de vez en cuando de entablar conversación. Rebus pensó que un buen traje no es garantía de nada. Se sentía agobiado e incómodo en aquella mesa tan reducida, con su silla pegada a la de Ancram y la música bombardeándole.

– Bien, ¿qué me cuenta de Tío Joe? -dijo Ancram por fin.

– Cuento que voy a hacerle hoy mismo una visita.

Ancram se echó a reír.

– Si habla en serio hágamelo saber y le pondremos algún refuerzo.

Los otros rieron también sin dejar de comer. Rebus se preguntaba cuánto dinero de Tío Joe había en el departamento de Glasgow.

– A John y a mí -añadió Jack Morton- nos encargaron del caso Knots and Crosses [7].

– ¿Ah, sí? -dijo Ancram con interés.

– Es agua pasada -terció Rebus con gesto despectivo.

Morton captó su ánimo por el tono de voz, inclinó la cabeza sobre el plato y cogió el vaso de agua. Una vieja y lamentable historia.

– Por cierto -dijo Ancram-, creo que tiene algunos problemas con el caso Spaven. Lo he leído en los periódicos -añadió con una sonrisa maliciosa.

– Una campaña orquestada para un programa de la tele. -Fue el único comentario de Rebus.

– Chick, tenemos más problemas con los NSA -comentó Eggleston.

Era alto, delgado y estirado. A Rebus le recordaba a un contable; seguro que era eficiente en el papeleo y un inútil en la calle. Pero en todas las comisarías tenía que haber uno así.

– Es una plaga -gruñó Lennox.

– Un problema social, señores -comentó Ancram-. Y, por consiguiente, un problema para nosotros.

– ¿Los NSA?

Ancram se volvió hacia Rebus.

– Los que No Se Alojan; sin domicilio. El Ayuntamiento ha ido echando a la calle a muchos «inquilinos problemáticos», se niega a darles casa y no les permite la entrada en centros de acogida nocturna. Son casi todos drogadictos y chiflados, «psicológicamente trastornados» que vuelven al seno de la comunidad. Pero la comunidad les dice que se vayan a la mierda y andan por la calle dando la lata y creándonos problemas. Desnudándose en público, picándose una sobredosis de diazepam en la vena y qué sé yo.

– Es repugnante -terció Lennox.

Era un pelirrojo de cabellos rizados y mejillas carmesí, pecoso, de cejas y pestañas claras. El único de la mesa que fumaba. Rebus encendió un cigarrillo para secundarle y Jack Morton le dirigió una mirada de reproche.

– ¿Y qué pueden hacer? -inquirió Rebus.

– Pues -contestó Ancram-, vamos a meterlos a todos el próximo fin de semana en varios autobuses y los soltaremos en Princes Street.

Rieron, mirando a Rebus, y a Ancram, que llevaba la batuta. Rebus miró su reloj de pulsera.

– ¿Tiene que ir a algún sitio?

– Sí, se me hace tarde.

– Bien, escuche -dijo Ancram-, si le invitan a casa de Tío Joe, quiero que me lo diga. Me encontrará aquí esta tarde entre las siete y las diez. ¿De acuerdo?

Rebus le dirigió una inclinación de cabeza, dijo adiós a los demás con la mano y abandonó The Lobby.

Afuera se sintió mejor y empezó a caminar sin rumbo fijo. El centro de la ciudad era como en Norteamérica, una red urbana con calles de una sola dirección. Pero si Edimburgo tenía monumentos, Glasgow estaba construido a una escala tan monumental que, a su lado, la capital parecía de juguete. Siguió caminando hasta encontrar un bar que le gustara. Necesitaba un refuerzo para el viaje que iba a emprender. Había un televisor a bajo volumen pero no música; la gente conversaba en voz baja. A su lado dos hombres hablaban con un acento tan cerrado que no podía entenderles. La única mujer del local era la camarera.

– ¿Qué va a ser?

– Un Grouse doble. Y una botella pequeña para llevar.

Echó un poco de agua en el vaso y pensó que de haber comido allí un par de empanadas con dos whiskies le habría costado la mitad que en The Lobby. Bueno, había pagado Ancram: tres billetes nuevecitos de cinco libras salidos del bolsillo de su elegante traje.

– Coca-Cola, por favor.

Rebus se volvió hacia el nuevo cliente.

– ¿Estás siguiéndome?

– No tienes muy buen aspecto, John -replicó Morton sonriente.

– Y el tuyo y el de tus colegas es demasiado bueno.

– A mí no me compran.

– ¿No? ¿Y a quiénes sí?

– Vamos, John. Lo decía en broma -replicó Morton, sentándose a su lado-. Oí algo sobre Lawson Geddes. ¿Es que se va calmando el asunto?

– Puede. -Rebus vació el vaso de un trago-. Mira eso -añadió, señalando una máquina de caramelos en un rincón-. Dulces a veinte centavos. Los escoceses tenemos fama de dos cosas, Jack: de golosos y de grandes bebedores.

– Y de otras dos -replicó Morton.

– ¿Cuáles?

– Eludir las cuestiones y sentirnos siempre culpables.

– ¿Te refieres al calvinismo? -dijo Rebus a punto de echarse a reír-. Por Dios, Jack, pensaba que el único «calvinista» conocido actualmente era Calvin Klein.

Jack Morton no le quitaba ojo a la espera de que sus miradas se cruzaran.

– Dime otro motivo por el cual un hombre acabe con todo -dijo.

Rebus lanzó un resoplido.

– ¿Tú hasta dónde has llegado?

– Hasta donde hay que llegar -replicó Morton.

– Ni por asomo, Jack. Anda, tómate un trago como es debido.

– Esto es un trago como es debido. Lo que tú bebes sí que no es un trago.

– ¿Qué, entonces?

– Un modo de escapar.

Jack se ofreció a llevarle a Barlinnie sin preguntarle a qué iba. Fueron por la M8 hasta Riddrie, pues Jack conocía el camino, y no hablaron gran cosa durante el trayecto hasta que le planteó la pregunta que flotaba en el aire.

– ¿Cómo está Sammy?

La hija de Rebus, ya crecida, a quien Jack hacía casi diez años que no veía.

– Muy bien -respondió; pero ya abordaba otro tema para cambiar de conversación-. Me da la impresión de que a Chick Ancram no le caigo bien. No hace más que… estudiarme.

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