Y sin embargo, tenía que haber cometido algún acto perverso, algo lo bastante serio como para perseguirla durante el resto de su vida. Y probablemente, Lester Jordan había muerto por aquello.
***
Cuando llegué a la tienda de licores, Milo salió de su coche, desplegó un mapa y preguntó en voz alta si la topografía de la avenida Oriole nos permitiría llegar a algún punto estratégico. Cogió el sobre acolchado sin hacer ningún comentario, lo dejó en el asiento del copiloto y volvió a coger el mapa.
Petra llegó en su Accord.
Los dos se pusieron a estudiar las coordenadas de la calle, decidieron aparcar en la parte baja de Oriole y caminar. Utilizaríamos el coche de Petra como transporte porque resultaba discreto.
– No es lo bastante bueno como para que lo tomen por uno del lugar -dijo, dándole un golpecito al capó-. Aunque puede que piensen que soy una secretaria personal.
***
Tomó la avenida Doheny dirección norte, utilizó la palanca de cambios para conducir sin problemas.
– Funciona bien el engranaje, detective Connor -apuntó Milo.
– Tuve que aprender a conducir mejor que mis propios hermanos.
– ¿Por amor propio?
– Supervivencia.
Cada nueva propiedad parecía estar en construcción o renovación, y los consiguientes efectos abundaban: polvo, estruendo, trabajadores de un lado a otro de la calzada y boquetes en el asfalto a causa de la maquinaria pesada.
A medida que ascendíamos, las casas se hacían más pequeñas y sencillas. Resultaba evidente que algunas de las más raquíticas habían formado parte de antiguas fincas. La avenida Oriole empezaba por el bloque mil trescientos. Aparcamos al principio y comenzamos la ascensión a pie hacia la cima.
Las piernas largas y delgadas de Petra habían sido creadas para la escalada y mis ratos de autocastigo dedicados a correr hacían que la subida no fuera un gran reto. Pero Milo estaba jadeando e intentaba ocultarlo.
Petra le echó una mirada. Milo se puso por delante de nosotros. Respiraba con dificultad.
– Vosotros… ya sabéis… ¿CPR?
– Te has tomado el último año para reciclarte, pero no te has animado mucho, teniente.
Se quedó mirándome, levanté las manos.
El sonido del roce de sus botas de ante pasó a regular la cadencia de la marcha.
***
Al llegar al bloque mil cuatrocientos apareció una señal de calle sin salida.
Mil cuatrocientos sesenta y dos significaba la cima de la colina, o casi.
– ¡Genial! -exclamó Milo jadeando. Se frotó la parte inferior de la espalda y siguió caminando con dificultad.
Pasamos frente a una enorme casa blanca de estilo moderno, luego varias casas cuadradas con una fachada simple de los años cincuenta. En lo que en mi pueblo conocemos como palabrería de vendedor de casas, eufemísticamente podría definirse como el encanto de la arquitectura de mediados de siglo.
En cuanto a unas vistas del demonio, tenía razón.
Milo se apresuró hacia arriba. Secándose la cara con un pañuelo, aspiró aire y apuntó con el dedo.
Espacio vacío donde debería estar el 1642.
Lo único que quedaba era una mancha lisa de suciedad marrón no mucho más grande que la plataforma de una caravana, rodeada por una cadena. La puerta estaba abierta. Una construcción permitía colgar paquetes en la valla.
Un hombre se levantó en el extremo más alejado del solar, a pocos metros del precipicio, mirando un paisaje lleno de humo.
Milo y Petra examinaron los vehículos cercanos. El más próximo era un BMW 740 dorado, aparcado en la cima de la calle sin salida.
– El coche no es mucho más grande que la propiedad -dijo Milo-. La prosperidad de Los Ángeles.
– Por eso no pinto paisajes -respondió Petra.
Haciendo caso omiso de nosotros, el hombre se encendió un cigarrillo, se quedó mirando fijamente y fumó.
Milo tosió.
El hombre se dio la vuelta.
Petra saludó.
El hombre no devolvió el saludo.
Entramos en el solar.
Bajó el cigarrillo y nos miró.
Cuarenta y pocos, un metro setenta y seis o setenta y ocho, con hombros amplios, brazos corpulentos y firmes, y una panza redonda y contundente. Una cara cuadrada y morena acabada en una barbilla desmesurada. Llevaba una camisa de etiqueta azul claro con puños franceses, unos gemelos de oro macizo con forma de avión, pantalones azul marino bastante arrugados, unos mocasines negros que el polvo había vuelto grises. El botón superior de la camisa estaba desabrochado. El pelo gris del pecho estaba erizado y llevaba una cadena de oro sobre la piel. Un cordel rojo y fino rodeaba su muñeca derecha. De la cinturilla colgaban un busca y un móvil.
Unas Ray-Ban cruzadas ocultaban las ventanas de su alma. El resto de su cara era un espejo de desconfianza.
– Esto es propiedad privada. Si quieren disfrutar de la vista sin pagar, vayan a Mulholland.
Petra mostró la placa.
– ¿Policía? ¿Qué? ¿Se ha vuelto loco?
– ¿Quién señor?
– Él. Troupe, el abogado. -Ladeó la cabeza hacia la casa, hacia el sur-. Ya se lo he dicho. Todas las licencias están en regla, no hay nada que podáis hacer.
Tenía un acento particular, algo familiar, pero no era capaz de localizarlo.
– ¿Y ahora, de qué se está quejando otra vez?, ¿del ruido? Estuvimos nivelando la semana pasada, ¿cómo se puede nivelar sin hacer ruido?
– No estamos aquí por eso, señor…
– Avi Benezra. Entonces, ¿qué es lo que quieren?
Localicé el acento. Unos cuantos años antes, trabajamos con un superintendente israelí de la Policía llamado Daniel Sharavi. La entonación de Benezra estaba más marcada, pero era similar.
– Estamos buscando a los residentes del 1642 -declaró Petra.
Benezra se quitó las gafas, dejando al descubierto unos ojos suaves de color avellana, entrecerrados a causa de la risa.
– Ja, ja… muy divertido.
– Me habría gustado intentar serlo, señor.
– ¿Los residentes? Quizá se refiera a los gusanos y bichos. -Benezra soltó una carcajada-. ¿Quién es su fuente de información? ¿ La CIA?
– ¿Desde hace cuánto tiempo no hay casa?
– Un año. -Señaló con el pulgar hacia la casa vecina-. Troupe consiguió hacernos callar durante un año, así que la propiedad cayó en la ruina.
– ¿Un tipo irritante?
– Un cabrón irritante -contestó Benezra-. Un abogado.
– ¿Está en casa?
– Nunca está en casa -replicó-. Por eso está como loco por quejarse. Quizá quieran decirle que pare de molestarme. ¿Saben por qué está loco? Él quería comprarla, construyó una piscina, pero no estaba dispuesto a pagarlo que valía. Ahora yo no quiero venderla. Voy a construir yo mismo. ¿Por qué no? -Hizo un gesto hacia las vistas del paisaje-. Será algo tipo… todo de cristal, con vistas a Palos Verdes.
– Espléndido -añadió Petra.
– Es lo que yo hago -insistió Benezra-. Construyo, soy constructor. ¿Por qué no hacerlo finalmente para mí?
– Entonces, ¿derribó la casa hace un año?
– No, no, no. Hace un año que está vacía. La eché abajo hace cinco meses y ahora mismo no me da más que dolores de cabeza, el cabrón se queja al consejo de zona y al alcalde. -Hizo girar el dedo sobre la sien-. Por fin, he conseguido el consentimiento.
– ¿Desde cuándo es propietario, señor Benezra?
Benezra sonrió.
– ¿Está interesada en comprarla?
– Me gustaría.
– La compré hace cinco años, la casa estaba hecha una mierda, pero con esto…
Volvió a mirar con orgullo el paisaje. Fumó, hizo sombra con la mano sobre los ojos y se quedó mirando cómo un avión de pasajeros ascendía desde Inglewood.
– Utilizaré todo el cristal que me permitan con la nueva normativa sobre energía. Acabo de construir una fabulosa, de estilo mediterráneo, en la avenida Angelo, ochocientos treinta y seis metros cuadrados, mármol, granito, equipo Home Theater, lista para vender. Luego, mi esposa decide que quiere irse allí a vivir. De acuerdo, ¿por qué no? Luego, me divorcio y ella se queda con la casa. ¿Y qué hago? ¿Debería haber luchado?
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