Sin embargo, apostaba de un modo temerario y pronto resultó evidente que no era un jugador experimentado. Perdía dinero, aunque eso no parecía importarle. Después de una docena de manos, Cassie conjeturó que no estaba en la mesa para jugar, sino para observar al otro jugador. Max tramaba algo y eso lo hacía parecer más intrigante a sus ojos. Cuando se tomó su descanso, Cassie esperó junto a la ventana del cajero y comprobó que Max vigilaba al jugador asiático. Al fin el objetivo se bajó del taburete y abandonó el juego. Transcurridos unos momentos, Max hizo lo mismo y empezó a seguir al asiático hasta que éste entró en el ascensor.
Y fue entonces cuando Cassie dio el paso. Se fue directa hacia él.
– Quiero participar -dijo.
Max se limitó a mirarla desconcertado.
– No sé qué estás haciendo, pero quiero aprender. Quiero que me enseñes. Quiero participar.
Él la miró durante unos instantes más hasta que sus labios se curvaron en una sonrisa.
– Me llamo Max. ¿Quieres tomar algo o va contra las normas?
– Va contra las normas, pero acabo de abandonarlas.
Esta vez Max sonrió abiertamente.
Mientras repartía las cartas en la mesa, Cassie comprobaba periódicamente la pantalla del receptor-grabador. Cuando se fijó a la una en punto, el brillo de la televisión todavía iluminaba la habitación, pero Hernández estaba tumbado sobre la cama y bajo las sábanas, con la cabeza apartada de la pantalla. Cassie reparó en que la luz de la pantalla era fija, sin los parpadeos característicos del cambio de imagen, prueba de que él estaba dormido y que la película de pago que había estado viendo había concluido. La televisión probablemente sólo mostraba una pantalla azul o el menú fijo de la programación.
Cassie consultó su reloj. Supuso que hacia las dos cuarenta y cinco Hernández estaría en la fase más profunda del ciclo del sueño y decidió entrar a las tres. Eso le daría tiempo de sobra para salir antes de que empezara la luna vacía de curso.
Deslizó los naipes en su caja y guardó ésta en el bolso. Decidió hacer algo que sabía que le haría correr un riesgo innecesario y que Max nunca habría hecho. Pero sentía que debía hacerlo. Por Max y por ella misma.
Cassie se abrió paso a través del todavía repleto casino hasta el salón de cócteles, situado junto al vestíbulo del hotel. También estaba lleno, pero la mesa que ella buscaba seguía libre. Se sentó, y aunque miró hacia la sala de juego, ya no la veía. Se estaba acordando de Max y de la carrera que habían compartido. El Sun y el Review Journal los habían bautizado como los «ladrones de los jugadores profesionales» y la Asociación de Casinos de Las Vegas había ofrecido una recompensa a quien colaborase en su detención y condena. Cassie recordó que el dinero pronto dejó de ser lo principal. Lo que les atraía era la inyección de adrenalina. Recordó que podían pasarse el resto de la noche haciendo el amor después de realizado el trabajo.
– ¿Desea algo?
Cassie levantó la mirada hacia la camarera.
– Sí, una Coca-Cola y una cerveza de barril.
La camarera puso una servilleta delante de Cassie y la otra al otro lado de la mesita redonda. Sonrió como quien está hastiado de la vida.
– ¿Espera a alguien o la segunda bebida es sólo para mantener lejos a los moscones?
Cassie le devolvió la sonrisa y asintió.
– Esta noche me apetece estar sola.
– No la culpo. Hay una fauna bastante mezquina hoy. Debe de ser por la luna.
Cassie la miró.
– ¿La luna?
– Hay luna llena, ¿no la ha visto? Brilla más que cualquiera de todos estos neones de alrededor. La luna llena siempre afecta. Llevo aquí mucho tiempo y lo he comprobado.
La camarera concluyó con un gesto de asentimiento, como para cortar cualquier eventual debate sobre el tema. Cassie imitó el gesto. La camarera se fue y ella trató de no hacer caso de lo que acababa de decir y concentrarse en recordar la noche de seis años atrás, cuando se había sentado en el mismo lugar de ese mismo bar. Sin embargo, por más que trató de evocar el bello rostro de Max, su mente vagó a todo lo que ocurrió después. Todavía se asombraba de que un momento de tan maravillosa alegría entonces fuera el mismo que ahora le causaba tanto dolor, pánico y culpa.
La camarera la sacó de su ensoñación al poner las bebidas sobre las servilletas. La mujer dejó la nota y se alejó. Al desdoblarla, Cassie vio que debía cuatro dólares. Sacó un billete de diez y lo dejo allí.
Cassie vio las burbujas que subían a la superficie de la cerveza hasta formar una capa de espuma de un centímetro en la parte superior del vaso. Recordó la espuma en el bigote de Max aquella noche. En lo más hondo de su ser sabía que lo que se disponía a hacer en la noche que tenía por delante tenía mucho que ver con Max. Había llegado al convencimiento de que de algún modo obtendría alivio para su culpa, una redención para todo lo que había sucedido antes si lo hacía bien esta vez. Era un pensamiento absurdo, pero se había aferrado secretamente a él y parecía tener tanto sentido para ella como todos los demás. Creía que si lo hacía bien podría retroceder en el tiempo y compensar lo ocurrido, aunque sólo fuera durante un instante.
Levantó su Coca-Cola y miró en torno para asegurarse de que nadie la observaba. Vio que una mujer le devolvía la mirada, pero pronto cayó en la cuenta de que estaba contemplando su propio reflejo en la pared acristalada del fondo del salón: por un momento no se había reconocido con la peluca, el sombrero y las gafas.
Apartó rápidamente la mirada, levantó el vaso y estiró el brazo para brindar con el vaso de cerveza de Max.
– Hasta el final -dijo lentamente-, hasta el lugar donde el desierto es océano.
Tomó un trago y saboreó el leve toque de la guinda. Luego dejó el vaso en la mesita, se levantó y salió para atravesar de nuevo el casino hasta los ascensores.
Siguió el ritual. No miró atrás.
A las 3.05 Cassie Black abrió la puerta de la habitación 2015, miró a ambos lados y salió al pasillo con la silla de despacho. Ya no llevaba disfraz, sino unos vaqueros negros y una camiseta ajustada sin mangas, también negra. Se había ceñido en torno a la cintura la riñonera con las herramientas que iba a necesitar. Colocó la silla bajo el aplique de la pared situado junto a la puerta de la 2014 y se subió a ella. Después de humedecerse con la lengua los dedos enguantados, estiró la mano y aflojó la bombilla. Acto seguido, movió la silla para repetir la operación con el aplique de la 2015. Devolvió entonces la silla a su habitación y salió de nuevo al pasillo con una funda de almohada negra y las gafas de visión nocturna al extremo de una cinta que colgaba de su cuello.
Ajustó la puerta de la 2015 con el pestillo pasado para que no se cerrase del todo y cruzó hasta la habitación de Hernández. Empezó por descolgar el cartel de «No molesten» y dejarlo en el suelo, luego consultó su reloj y deslizó la tarjeta por el lector electrónico. La lucecita verde situada junto al picaporte se iluminó y Cassie empujó la puerta para abrirla.
Se produjo un ligero clic y entonces la cera adhesiva hizo un sonido de succión al desprenderse y la armella del cerrojo interior se soltó de la jamba. Los dedos de Cassie pasaron por la rendija y la agarraron antes de que tocara el suelo o hiciera ruido en la puerta. Al mismo tiempo oyó que el clip de la alarma electrónica de Hernandez caía al suelo, pero ésta no sonó debido a la manipulación previa. Entró girando en torno a la puerta y la empujó hasta cerrarla silenciosamente. Se quedó quieta un momento mientras sus ojos se ajustaban a la oscuridad de la suite y el pulso se le aceleraba. Había pasado mucho tiempo, pero conocía bien esa sensación de absoluta taquicardia, de que la adrenalina le quemaba la sangre. El fino vello rubio de sus brazos daba la sensación de erizarse con una corriente eléctrica.
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