Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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La puerta de detrás de Martin se abrió y apareció Hernández.

– ¿Sabe?, si no le importa, entre y compruebe la habitación -dijo Hernández-. Huele a gas o algo así.

Cassie se apretó con más fuerza contra la pared y cerró los puños. Observó mientras Martin entraba en la habitación y dejaba la puerta abierta tras de sí.

Sólo podía ver una porción de la suite del ancho de la puerta. Tanto Hernández como Martin caminaron hasta salir de su campo visual por la izquierda, y reaparecieron al cabo de unos momentos, cruzando en dirección al dormitorio. Cassie los oyó hablar, pero aunque pegó el oído a la puerta no logró entender qué decían. Regresó a la mirilla y, al cabo de unos instantes, Martin, seguido de Hernández, apareció de nuevo y se encaminó hacia la puerta. La conversación empezó a entenderse a medida que se acercaban.

– … en las habitaciones de fumadores -estaba diciendo Martin- usan un ambientador más fuerte. Tenga en cuenta que no puede abrir las ventanas. No hay ningún hotel en Las Vegas con ventanas que se abran. Hay demasiada gente que salta.

– Bueno, supongo que la cosa ha ido en aumento. Éste es mi tercer día aquí, y he fumado bastante. -Soltó una risotada.

– Sí, señor -dijo Martin-, pero si eso va a molestarle puedo intentar que le cambien a otra habitación. Estoy convencido de que habrá algo disponible.

«Nooo», estuvo a punto de gritar Cassie, pero fue el propio Hernández quien acudió en su auxilio.

– No, no es necesario. Sólo tengo que encender uno y ver quién de los dos puede más.

Se rió de nuevo, y en esta ocasión Martin se le unió.

– Bueno, buenas noches, señor. Que tenga un buen viaje de regreso.

– Lo tendré. Ah, casi lo olvidaba.

Hernández sacó la mano del bolsillo y Martin extendió la suya. Cassie oyó el sonido de las fichas del casino que caían en las manos del escolta de seguridad. Sin duda, había un buen montón y eran de gran valor. La exclamación de Martin se oyó fuerte y clara desde el otro lado de la puerta.

– Señor Hernández, gracias. ¡Gracias!

– No, gracias a usted, que le vaya bien.

– Seguro que con esto me irá mejor que bien.

Hernández rió y cerró la puerta después de colgar un cartel de «No molesten». Martin salió del campo visual de Cassie. Oyó que Hernández pasaba el pestillo de la cerradura y luego el clic metálico del pasador del cerrojo interior. Se quedó inmóvil y contuvo la respiración durante cinco segundos. No sucedió nada: su trabajo en la puerta había pasado desapercibido.

Cassie se volvió, se apoyó contra la puerta y se dejó resbalar hasta quedar sentada. Abrió con rapidez la bolsa de deporte negra y sacó el receptor-grabador. En cuanto desplegó la pantalla y levantó la antena, pulsó el botón que ponía en pantalla la imagen registrada por la cámara oculta en el detector de humo.

El dormitorio se hizo visible, aunque la pantalla apareció oscura en buena parte, porque la única luz procedía de la leve abertura de las cortinas.

Esperó.

La puerta se abrió y se encendió la luz. Hernández entró en la habitación, con el maletín todavía a un costado. Cassie se acercó a la pantalla y vio que llevaba el maletín sujeto a la muñeca con una esposa, lo cual le produjo un escalofrío de excitación. El informador de Leo sabía cómo elegirlos.

Hernández, de pie en el centro de la habitación, estaba fumando un puro y exhalaba nubes de humo hacia el techo. No miró a cámara ni una sola vez. Entonces pasó por debajo del falso detector de humos y entró al distribuidor que conducía al armario y el cuarto de baño.

Cassie cambió a la pantalla que mostraba el armario y aguardó. El monitor no aparecía completamente a oscuras, ya que se filtraba luz del dormitorio por los listones. En un momento dado vio las piernas de Hernández a través de los listones y se abrió la puerta. Cassie pulsó el botón de grabación por si Hernández abría la caja.

Pero no lo hizo. Aparentemente hurgó entre su ropa, aunque Cassie no consiguió verlo debido al ángulo de la cámara. Entonces salió del armario. Cassie pensó en la pistola y rememoró lo que había hecho con ella. Estaba segura de haberla dejado en el bolsillo de la chaqueta, exactamente en la misma posición en que la había encontrado.

Volvió entonces a la cámara del dormitorio y captó un instante la figura de Hernández mientras entraba a la sala de estar. Lamentó de inmediato no haber instalado una cámara en la sala, pero pronto pensó que a posteriori todo el mundo lo sabía todo. El hecho era que de haber instalado una cámara allí quizá no habría tenido tiempo de colocar las del dormitorio y el armario, que eran imprescindibles.

Cassie se levantó con presteza y llevó el receptor-grabador a la mesa de su suite, sobre la cual había revistas de turismo, información del hotel y carpetas del servicio de habitaciones, un bloc y un lápiz y una botella de chardonnay de los viñedos de Robert Long con una tarjeta de bienvenida. Lo apartó todo para disponer de espacio para trabajar.

Al volver a fijarse en la pantalla vio que Hernández había regresado al dormitorio. Había puesto el maletín sobre la mesa y se disponía a abrirlo con una llave para dejar libre su muñeca. Una vez desembarazado del estorbo se estiró para recoger el caramelo de menta que habían dejado sobre la almohada los del servicio de habitaciones. Se lo comió de un bocado, volvió a colocarse el cigarro en la boca y se dirigió hacia el armario para hurgar en los bolsillos interiores de su traje. Iba sacando grandes fajos de billetes mientras se aproximaba.

Cassie cambió a la pantalla del armario y pulsó el botón de grabación. De eso se trataba: todo su trabajo se había reducido a proporcionarle esa posición privilegiada.

La luz del armario se encendió y el grueso brazo izquierdo de Hernández, seguido por la parte superior de su cuerpo llenó la imagen. Se inclinó hacia la combinación y empezó a teclear los números, pero antes de terminar movió su brazo derecho y puso la mano encima de la caja para apoyarse.

«Mierda», quiso gritar Cassie, pero en lugar de hacerlo se llevó el puño cerrado a la boca.

Hernández abrió la puerta de la caja fuerte, se dejó caer sobre una rodilla y metió el brazo en el interior. Sacó un fajo de billetes de cinco centímetros y lo colocó encima de la caja, luego colocó una pila del mismo grosor que acababa de sacarse del bolsillo. Hurgó en los bolsillos de su chaqueta y sacó otros dos fajos de efectivo. Juntó todo el papel moneda en una pila gruesa que apenas podía sostener con una mano. La sopesó. Cassie no le veía la cara porque el ángulo de la cámara no se lo permitía, pero sabía que estaba sonriendo.

Hernández puso el dinero en la caja fuerte y la cerró, luego se levantó y cerró el armario, con lo cual se apagó la luz cenital.

Mientras miraba, Cassie se preguntó por la maleta. Parecía demasiado grande para caber en la caja, pero no entendía por qué Hernández no había sacado el efectivo que contenía para ponerlo a buen recaudo.

Cambió a la cámara del dormitorio, pero allí no había rastro de Hernández. El maletín estaba plano sobre el suelo. Su inquietud acerca de la decisión de Hernández de no poner el contenido del maletín en la caja no retuvo su atención por más tiempo. Había una cuestión más importante que resolver. Cambió el receptor-grabador al programa de reproducción y empezó a observar la grabación de la cámara del armario. Cogió el bloc y el lápiz del hotel y pulsó el botón de avance lento justo cuando la mano de Hernández entraba en imagen.

– Vamos, chico.

Los números eran claramente visibles en pantalla. Los dedos de Hernández marcaron 4-3-5, pero entonces su brazo derecho, en busca de apoyo en la caja, cruzó el encuadre e impidió distinguir las últimas dos cifras. Cassie rebobinó la grabación y volvió a reproducirla con el mismo resultado. Le faltaban los dos últimos dígitos de la combinación.

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