David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Dióxido de carbono, cinco mil ppm -indicó a Annabelle moviendo los labios.

«Los hombres iban a matarlos del mismo modo que a Jonathan DeHaven.»Stone buscó desesperadamente con la mirada algo, cualquier cosa, que le permitiera cortar las ligaduras. Probablemente no tuvieran mucho tiempo después de que los hombres se marcharan del almacén antes de que el gas brotara de la bombona y devorara el oxígeno del aire, lo cual les asfixiaría. Lo vio justo cuando los hombres acabaron con su trabajo.

– Con esto debería bastar -dijo uno de ellos, bajando de la escalera.

Cuando el hombre estuvo a la vista bajo el círculo de luz, Stone lo reconoció. Era el encargado del equipo que había retirado las bombonas de la biblioteca.

Justo antes de que los hombres les echaran un vistazo, Stone cerró los ojos inmediatamente y Annabelle hizo otro tanto.

– Bueno -dijo el encargado-, no perdamos el tiempo. El gas se liberará en tres minutos. Dejaremos que se esparza y luego los sacaremos de aquí.

– ¿Dónde vamos a dejarlos? -preguntó el otro.

– En un sitio realmente apartado. Pero da igual que los encuentren. La policía será incapaz de averiguar cómo murieron. Esto es lo bueno de este plan.

Cogieron la escalera y se marcharon. En cuanto los dos hombres cerraron la puerta con llave detrás de ellos, Stone se incorporó y se desplazó sobre el trasero hacia la mesa de trabajo. Se impulsó hacia arriba, cogió un cúter de encima de la mesa, se sentó y se arrastró hacia Annabelle.

– Rápido, coge este cuchillo y córtame las cuerdas. ¡Date prisa! Tenemos menos de tres minutos.

Mientras estaban espalda contra espalda, Annabelle desplazó la hoja hacia arriba y hacia abajo lo más rápidamente posible desde esa postura tan incómoda. En un momento dado, le hizo un corte a Stone y le oyó gemir de dolor.

– ¡No pares! ¡No te preocupes por eso! -le dijo él-. ¡Rápido, rápido! -Stone tenía la vista clavada en la bombona y desde su posición veía lo que Annabelle no veía. La bombona tenía un temporizador y la cuenta atrás iba muy rápido.

Annabelle cortó lo más rápido posible hasta que tuvo la impresión de que los brazos iban a desencajársele de los hombros. El sudor le caía en los ojos del esfuerzo.

Al final, Stone notó que la cuerda empezaba a ceder. Les quedaba un minuto. Separó las manos y así ella pudo maniobrar mejor. Annabelle siguió cortando y las cuerdas se separaron por completo. Stone se incorporó, se quitó las ligaduras de los pies y dio un salto. No intentó alcanzar la bombona. Estaba demasiado alta y, aunque llegara a ella y descubriera cómo parar la cuenta atrás, los hombres sabrían que algo no iba bien si no oían que salía el gas. Agarró la botella de oxígeno y la mascarilla que había visto en su anterior visita y corrió al lado de Annabelle. Les quedaban treinta segundos.

La cogió por las manos atadas y deslizó a Annabelle hasta una esquina situada detrás de una pila de equipamiento. Colocó una lona por encima de ellos, acercó su cabeza a la de Annabelle, ciñó la gran máscara de oxígeno encima de la cara de ambos y abrió la línea de alimentación. Un suave silbido y la sensación de recibir una brisa ligera en el rostro les indicó que la línea funcionaba.

Al cabo de un momento oyeron un sonido parecido a una pequeña explosión seguido del rugido de una cascada cerca. Continuó durante diez largos segundos, el C0 2brotaba tan rápido y con tanta fuerza que enseguida cubrió todo el almacén. Mientras se producía el «efecto nieve», la temperatura bajó de forma drástica y Stone y Annabelle empezaron a tiritar de modo incontrolable. Inhalaron con fuerza el oxígeno vivificador. No obstante, en los márgenes de la bolsa de aire que les suministraba el O 2, Stone notaba el poder succionador de una atmósfera mucho más parecida a la de la luna que a la de la Tierra. Tiraba de ellos, intentando destruir las moléculas de oxígeno, pero Stone mantuvo la mascarilla pegada a sus rostros incluso cuando Annabelle lo agarró con la fuerza que provoca el pánico más extremo.

A pesar del suministro de oxígeno, Stone era incapaz de pensar con claridad. Se sentía como si estuviera en un avión de combate que volaba cada vez más alto mientras la fuerza de la gravedad tiraba de su cara hacia atrás y hacia arriba, amenazando con arrancarle la cabeza. Stone fue capaz de imaginar el horror que Jonathan DeHaven, que no había tenido oxígeno al que recurrir, había sufrido en los últimos momentos de su vida.

Al final, el rugido se detuvo igual que había empezado. Annabelle se dispuso a apartar la máscara pero Stone se lo impidió.

– Los niveles de oxígeno todavía están menguados -le susurró-. Tenemos que esperar.

Entonces oyó lo que parecía un ventilador. Pasó un rato y Stone no apartaba la mirada de la puerta. Al final, se quitó la máscara de la cara pero la mantuvo en la de Annabelle. Respiró con cuidado una vez y luego otra. Se quitó de encima la lona, levantó a Annabelle y se la colocó encima del hombro para llevarla al sitio exacto en el que estaba antes. Moviéndose lo más sigilosamente posible, Stone agarró la botella de oxígeno casi vacía y se colocó detrás de la puerta.

No tuvo que esperar mucho. Al cabo de un minuto la puerta se abrió y entró el primer hombre. Stone esperó. Cuando apareció el segundo hombre, Stone balanceó la botella y le aplastó el cráneo con todas sus fuerzas. Se desplomó como si lo hubieran noqueado.

El otro hombre se giró asustado y enseguida sacó la pistola que llevaba en el cinturón. La botella le dio de lleno en la cara, lo cual le hizo retroceder hasta la mesa de trabajo y clavarse el duro metal del torno. Gritó de dolor y se llevó las manos a la espalda herida con desesperación mientras la sangre le chorreaba por la cara. Stone balanceó la botella una vez más y le golpeó con fuerza en la sien. Cuando el hombre cayó al suelo, Stone soltó la botella, corrió hacia Annabelle y la desató. Se levantó con piernas temblorosas y bajó la mirada hacia los dos hombres maltrechos.

– Recuérdame que nunca te haga enfadar -dijo ella muy pálida.

– Vámonos antes de que aparezca alguien más.

Salieron corriendo por la puerta, escalaron la verja y corrieron calle abajo. Al cabo de tres minutos tuvieron que parar, jadeantes y con todos los pliegues sucios del cuerpo empapados de sudor. Inhalaron el aire fresco y corrieron otros quinientos metros hasta que ya no pudieron más. Se dejaron caer junto a la pared de ladrillos de algo parecido a un almacén.

– Me han quitado el teléfono -dijo Stone, dando bocanadas de aire para disponer de oxígeno extra-. Y, por cierto, soy demasiado viejo para estos trotes. Lo digo muy en serio.

– A mí también… y yo también -respondió ella respirando de forma entrecortada-. Oliver, vi a Trent en la casa. Lo vi reflejado en el espejo.

– ¿Estás segura?

Annabelle asintió.

– No me cabe la menor duda de que era él.

Stone miró a su alrededor.

– Tenemos que ponernos en contacto con Caleb o Milton.

– Después de lo que nos ha pasado, ¿crees que están bien?

– No lo sé -respondió él con voz trémula. Se puso en pie tambaleándose, le tendió una mano y la ayudó a levantarse.

Siguieron calle abajo a buen paso pero Annabelle se paró.

– ¿Fue así como murió Jonathan? -preguntó ella con voz queda.

Stone se detuvo y se volvió hacia ella.

– Sí. Lo siento.

Annabelle se encogió de hombros como si quisiera demostrar indiferencia pero se secó una lágrima del ojo.

– Dios mío -dijo con voz trémula.

– Sí, Dios mío -convino Stone-. Mira, Susan, me arrepiento de haberte implicado en esto.

– Para empezar no me llamo Susan.

– Vale.

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