– Sí, eso me haría pensar que todo va viento en popa.
– Y a mí.
– Eso significa que tendrás que trabajar más deprisa -dijo Susan-. La excusa de que «el cheque ya está en camino» no te permitirá ganar mucho tiempo.
– Eso no será ningún problema. Craig Reynolds le ha demostrado tener muy buena voluntad. Con más motivo si la llamo para darle buenas noticias.
– Recuerda sólo otra cosa -dijo Susan.
Siempre hay «otra cosa» cuando uno habla con ella.
– ¿De qué se trata? ¿Cuál es la «otra cosa» de hoy?
– Mientras te ocupas de que Nora baje la guardia, asegúrate de no bajarla tú.
A la hora de comer, Susan fue a Angelo's, uno de los mejores y más antiguos restaurantes de Little Italy, no demasiado lejos de las oficinas del FBI. El doctor Donald Marcuse la esperaba en un discreto reservado del fondo.
– Susan, es todo un honor. ¡Imagínate, verte fuera de la oficina!
Susan se sorprendió a sí misma sonriendo. Donald Marcuse siempre sabía cómo tranquilizarla: mediante el sarcasmo. Era psiquiatra forense y trabajaba para su departamento, pero se habían estado viendo durante unos seis meses, tras el fracaso matrimonial de Susan.
– Por cierto, me encanta tu peinado -dijo él.
Últimamente llevaba melena corta y hacía poco que había empezado a retocarse su color castaño, cosa que sencillamente la martirizaba.
– Sólo para estar segura -dijo Susan-; no es que en realidad me importe una mierda, pero hoy en día ¿no se considera sexista un comentario como ése?
El doctor se encogió de hombros.
– He aquí mi teoría: si una mujer puede decirlo, entonces un hombre también puede. Pero no sé si esta teoría superaría un análisis riguroso.
– Seguramente no. Parece demasiado lógica.
Pidieron la comida y luego hablaron de los temas de actualidad y de lo mal que se vivía en Nueva York, hasta que Susan miró el reloj.
– Ya nos hemos divertido bastante, ¿no crees? -dijo Marcuse con una agradable sonrisa-. ¿Qué es lo que te preocupa?
Durante los minutos siguientes, Susan le contó al psiquiatra lo que sabía sobre Nora Sinclair. Le pidió que le aclarase tantos interrogantes como le fuese posible. Quería saber qué había convertido a Nora en una asesina, y qué clase de asesina era.
Como era habitual en ella, Susan tomó notas mientras Marcuse hablaba. De vuelta en la oficina, revisaría esas notas y tal vez las compartiría con O’Hara.
Según Marcuse, una «viuda negra» era una mujer que mataba sistemáticamente a esposos, amantes y, ocasionalmente, otros miembros de la familia. Una alternativa a la «viuda» era la mujer que mataba «con ánimo de lucro». Para esta clase de asesinas, todo se resumía a una mera cuestión de negocios. El motivo principal era obtener beneficios.
– Casi todas las asesinas en serie matan por las ganancias -dijo Marcuse, y sabía de lo que hablaba.
El doctor continuó charlando en un tono agradable y con naturalidad: seguramente, a Nora le habían inculcado la firme creencia de que no se debe confiar en los hombres. Era posible que alguien le hubiera hecho daño. Pero era aún más probable que un hombre, o varios, hubieran hecho daño a su madre cuando Nora era muy joven.
– Tal vez abusaron de Nora cuando era una niña. Es lo que diría la mayoría de mis colegas. Pero a mí no me interesan demasiado ese tipo de respuestas fáciles. Le quitan toda la diversión al asunto.
Finalmente, Donald Marcuse detuvo su charla y miró a Susan.
– Te está sacando de quicio, ¿no es así? No es propio de ti.
Susan levantó la mirada de sus notas.
– Es muy peligrosa, Donald. Me importa una mierda si sufrió abusos. Es guapa y encantadora, y es una asesina. Y no tiene intención de detenerse.
No perdí el tiempo. Después de hablar con Susan llamé al móvil de Nora. No contestó. Le dejé un mensaje asegurándole que tenía buenas noticias para ella.
Nora tampoco perdió el tiempo. Me devolvió la llamada casi de inmediato.
– Me iría bien oír buenas noticias -dijo.
– Eso pensé. Por eso te he llamado enseguida.
– Tiene que ver con…
Su voz se extinguió.
– Sí, han llegado los resultados de la segunda autopsia -dije-. Aunque no sé si «buenas noticias» es la mejor forma de describirlo, te alegrará saber que las pruebas complementarias han confirmado la conclusión de la autopsia original. -No respondió-. Nora, ¿estás ahí?
– Estoy aquí -dijo, antes de quedarse otra vez en silencio-. Tienes razón. La verdad es que «buenas noticias» no es la mejor forma de describirlo.
– ¿Qué tal «noticias tranquilizadoras»?
– Tal vez esté mejor -respondió, mientras se le empezaba a hacer un nudo en la garganta-. Ahora Connor podrá descansar en paz.
Nora se puso a llorar suavemente, y debo admitir que sonaba convincente. Con un último sollozo, me dijo que lo sentía.
– No tienes por qué disculparte. Sé lo duro que esto ha sido para ti. Bueno, no; supongo que no lo sé.
– Es que todavía no me lo puedo sacar de la cabeza. Llegar al punto de desenterrar el féretro…
– Sin duda ha sido una de las experiencias más desagradables que he tenido en este trabajo -dije.
– ¿Significa eso que estabas allí?
La verdad os hará libres.
– Eso me temo.
– ¿Qué hay del responsable de todo esto?
– ¿Te refieres al psicópata de O’Hara?
– Sí, algo me dice que en el fondo disfrutó con ello.
– Tal vez -dije-. Ya está de vuelta en Chicago, de todos modos. Entre nosotros, no es la clase de tío que se ensucia las manos. En cualquier caso, la buena noticia (y creo que esto podemos considerarlo realmente una buena noticia) es que por fin O’Hara está dispuesto a poner fin a su investigación.
– ¿Debo entender que ya no sospecha?
– Oh, él siempre sospechará -dije-. De todos y de todo cuanto le rodea. Sin embargo, en este caso creo que incluso ha comprendido que los hechos son los que son. Centennial One hará efectivo el pago de un millón novecientos mil dólares, hasta el último penique.
– ¿Cuándo ocurrirá eso?
– Hay que seguir ciertos pasos, ya sabes, el típico y molesto papeleo. Diría que dentro de una semana tendré tu cheque. ¿Te parece bien?
– Me parece más que bien. ¿Tengo que hacer algo mientras tanto? ¿Rellenar algún formulario?
– Tienes que firmar un recibo, pero sólo cuando tengas el dinero en las manos. Aparte de eso, sólo tienes que hacer una cosa.
– ¿De qué se trata? -preguntó.
– Déjame invitarte a comer, Nora. Es lo menos que puedo hacer, después de todo lo que te he hecho pasar.
– No es necesario, de verdad. Además, no has sido tú quien me ha hecho pasar por esto. Has sido muy amable. Lo digo en serio, Craig.
– ¿Sabes una cosa? Tienes razón -dije, riéndome-. Si alguna vez ha habido una comida que merezca ser pagada por la empresa, no cabe duda de que es ésta.
– Amén -dijo ella, riéndose a su vez de un modo sencillo y natural, relajado y desinhibido.
Música para mis oídos. Los oídos de alguien a punto de bajar la guardia.
El teléfono de la casa de Westchester sonó hacia las once de la mañana siguiente. Nora contestó pensando que sería Craig, que llamaba para confirmar su cita para comer a mediodía.
Se equivocaba.
– Nora, ¿eres tú?
– Sí. ¿Quién es?
– Elizabeth -dijo la voz-. Elizabeth Brown.
«Mierda.» La hermana de Connor llamaba desde Santa Mónica; de inmediato, Nora se sintió estúpida por no haber reconocido su voz. Después de todo, técnicamente hablando, ella era la invitada de aquella mujer.
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