Nora hizo una pausa, aunque fuese sólo para causar efecto, antes de acercarse a él y cogerle la mano.
– Sí -dijo-. Puedo hacerlo. Te perdono, Brian.
Unos minutos más tarde, cuando todo parecía ir bien de nuevo, ella se disculpó para ir al cuarto de baño, situado a la entrada del restaurante. Mientras pasaba de largo y salía al exterior para llamar a un taxi que la llevara a casa, Nora se preguntó por un instante cuánto tiempo le llevaría a Brian darse cuenta de que no iba a volver.
La mujer alta y rubia giró rápidamente la cabeza cuando Nora pasó por delante. Estaban tan cerca que hasta podía notar el calor de su cuerpo. Fue un instante de peligro. No, más bien fue un error por su parte.
La rubia había estado en el bar del Vong, bebiendo Martini y vigilando a Nora todo el tiempo. Estaba segura de haber sido testigo de una cita, y seguramente la primera, por lo que le sugería el lenguaje corporal de la pareja. Aunque no podía oír la conversación, era evidente que la cosa marchaba. Motivo por el cual, la repentina partida de Nora resultaba desconcertante.
Pasaban los minutos. La rubia pinchó la aceituna de su Martini con un palillo, mientras barajaba las distintas posibilidades. Nora se había ido un momento para hacer una llamada, por ejemplo, aunque era más probable que hubiera salido a fumar un cigarrillo rápido. Pero aún estaba por llegar el momento en que viera a Nora con tabaco en la mano.
La mujer miró hacia atrás, a la mesa donde el acompañante de Nora continuaba sentado. Ciertamente era un hombre atractivo, pensó. «Se parece un poco a…»
– Disculpe -dijo una voz a su espalda.
Se volvió y vio a un hombre de mediana edad con el pelo entrecano. Llevaba un jersey de cuello de cisne, una chaqueta deportiva y demasiado aftershave. Levantó la mirada hacia él y esperó sin decir nada. El puso la mano en el taburete vacío que había junto a ella.
– ¿Está ocupado este asiento?
– No lo creo.
Al instante, el hombre le dedicó una sonrisa de oreja a oreja y se sentó.
– ¿Quién iba a decir que habría un sitio libre junto a una mujer tan hermosa? -dijo mientras apoyaba el antebrazo en la barra. Se inclinó hacia ella-. ¿Puedo invitarla a otra copa?
– Todavía no he terminado ésta.
– Está bien, esperaré -dijo, asintiendo con seguridad-. Toda la noche, si es necesario.
La rubia le lanzó una sonrisa insinuante y luego levantó su Martini. A continuación, se lo echó por la cabeza.
– Ya está, listos -dijo.
Se levantó y echó a andar, pero no hacia la puerta. Convencida de que Nora no iba a volver, se dirigió a la mesa donde su acompañante seguía sentado, solo.
– Disculpe, ¿está esperando a Nora Sinclair?
Él la miró desconcertado.
– Eh… sí, la verdad es que sí.
– Me temo que no regresará.
– ¿Qué quiere decir?
– Acabo de verla salir del restaurante.
Más desconcertado todavía, se volvió hacia la salida con mirada escrutadora. Hizo ademán de levantarse.
– No se moleste -dijo ella-. Hace cinco minutos que se ha ido.
El hombre volvió a sentarse.
– No lo entiendo. ¿Es usted amiga suya o algo por el estilo?
– No, yo no diría tanto. -Se deslizó en la silla en la que había estado sentada Nora-. Aun así, ¿le importa si le hago un par de preguntas?
Nora necesitaba salir de Nueva York al menos durante unos días. Afortunadamente, tenía un lugar al que ir.
El tráfico era fluido en la I-95, que iba directa hacia el norte, y aún lo era más después de que se desviara hacia la 395. Sin embargo, una hora y media al sur de Boston, más o menos, la cosa cambió. Un camión con remolque había volcado y se había formado una cola kilométrica. Nora recordó por qué prefería volar.
Aun así, no le importaba. Después de lo del cementerio y la cena con Brian Stewart, el don Juan con más pretensiones que dinero, lo que Nora quería era un poco de estabilidad en su vida. Mantener las ruedas en la carretera. Invertir el día en conducir hacia Boston no le parecía una mala idea. Ni tampoco pasar la noche con su maridito.
– ¡Caray, cuánto te he echado de menos! -dijo Jeffrey, saludándola en la entrada de su casa de Back Bay.
La estrechó entre sus brazos, la besó en los labios, en las mejillas, en el cuello y vuelta a empezar.
– Casi estoy tentada de creerte -bromeó Nora-. Pensé que te habrías olvidado de mí después de tu feria del libro y todas aquellas admiradoras de Virginia.
– ¿Cómo podría olvidarme de esto, y de esto, y de esto…? -preguntó Jeffrey.
– No podría estar más de acuerdo -dijo Nora.
Siguieron besándose y bromeando el uno con el otro a medida que avanzaban escaleras arriba hasta llegar al dormitorio principal. Con la ropa esparcida por el suelo y los cuerpos sudorosos, aquella tarde hicieron el amor y volvieron a hacerlo después, a la noche.
Lo máximo que alguno de los dos se alejó de la cama fue cuando Jeffrey corrió a abrir la puerta al repartidor que traía cena vietnamita.
Comieron ensalada de algas, pollo cuu long y ternera al limón a la par que miraban abrazados Con la muerte en los talones. Nora adoraba a Hitchcock, a quien consideraba uno de los más perversos cabrones de todos los tiempos. Sin embargo, Jeffrey se había dormido mientras Cary Grant se quedaba colgado en el monte Rushmore.
Nora esperó pacientemente. Cuando por fin oyó su característico y delicado silbido nasal, se deslizó fuera de la cama y se dirigió al vestíbulo. Entró en la biblioteca y se sentó ante el ordenador.
Todo marchaba sobre ruedas. Nora entró con facilidad en su cuenta bancaria, se paseó por ella y vio lo que Jeffrey había ahorrado por si llegaban las vacas flacas: casi seis millones.
La hora de la verdad se aproximaba muy deprisa, sin duda mucho más que la llegada de ese fotógrafo del New York Magazine.
Pero cada cosa a su tiempo.
Quedaban algunos cabos por atar en Briarcliff Manor, y todos ellos guardaban relación con cierto agente de seguros y los resultados de unas pruebas. ¿Qué habría hecho el viejo Hitchcock en tal caso?
«Seguro que habría erizado el pelo de más de uno con la escena del cementerio», pensó Nora sin poder evitar esbozar una sonrisa.
El pobre Turista estaba inquieto, descontento y molesto. Había al menos cien lugares donde prefería estar, pero era aquí -en este hogar temporal lejos de su casa- donde tenía que quedarse.
Todavía no comprendía el asunto de las cuentas en paraísos fiscales. Era obvio que las personas que aparecían en el archivo evadían sus impuestos, ¿cierto? Pero ¿quiénes eran? ¿Cuál era el precio para formar parte de esa lista? ¿Y por qué el archivo había costado la vida de una persona?
Ya había leído el periódico y terminado una gruesa novela de Nelson DeMille sobre Vietnam. Ahora estaba sentado en el sofá, leyendo el último número de Sports Illustrated. En mitad de un artículo sobre las esperanzas de la temporada para los apagados colores de los Red Sox de Boston, el silencio de la noche se quebró en la sala de estar.
Había alguien tras la puerta.
En silencio, cogió la Beretta que tenía al lado y se levantó. Se dirigió a la ventana y apartó la persiana para ver la entrada principal. Fuera había un tipo con una caja plana y cuadrada en la mano. Detrás de él, en el camino de entrada, había un Toyota Camry con el motor en marcha. El Turista sonrió. La cena estaba servida.
Se guardó la pistola en la espalda, por debajo de la camisa, abrió la puerta y saludó a un repartidor de la pizzeria Pepes House. Ya había pedido media docena desde que estaba allí.
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