La inquietud, sin embargo, duró poco. Elizabeth seguía desplegando ante ella una dulzura motivada por su complejo de culpabilidad. No podría haberse mostrado más amable.
– Me tenías preocupada -dijo-. ¿Va todo bien?
Nora sonrió para sí misma.
– Gracias, Elizabeth, voy tirando. Agradezco mucho tu interés, de veras. ¿Sabes? Al principio era reacia a quedarme aquí. No quiero abusar de tu hospitalidad.
– Oh, por favor, espero que no creas que te he llamado por eso -dijo-. Nada más lejos de mis intenciones.
– ¿Estás segura?
– Segurísima. Además, no tendría tiempo de ocuparme de la venta de la casa ni aunque quisiera.
– Supongo que estás muy atareada con tu trabajo.
– Sí. Ahora mismo se están construyendo dos edificios diseñados por mí, y están a punto de empezar un tercero.
– La sofisticada vida del arquitecto, ¿eh?
– Ojalá -dijo con un suspiro-. No, me temo que sólo me ajusto al tópico en cuanto a la cantidad de horas que trabajo. Tal vez porque es la mejor manera de mantener mi mente apartada de Connor.
– Lo sé -dijo Nora-. Yo he aceptado tres clientes más sólo en el último mes… tres más de los que mi agenda puede sobrellevar.
Ambas continuaron hablando durante unos minutos.
No hubo nada forzado en la conversación, ningún momento de duda. Cada frase parecía fluir con naturalidad.
– ¿Sabes? No hay derecho -dijo Elizabeth.
– ¿Porqué?
– Por las circunstancias en las que nos hemos tenido que conocer. Tú y yo tenemos muchas cosas en común.
– Tienes toda la razón.
– Tal vez, cuando tus negocios te lo permitan, podamos comer juntas o algo parecido. ¿O quizá podamos vernos cuando tenga que ir a Nueva York?
– Me gustaría -dijo Nora-. Me gustaría mucho. Tomo nota.
«En tus sueños, Lizzie.»
Poco antes de las doce y media, me metí por el camino de entrada de la casa de Connor Brown; así es como siempre llamé a aquel lugar: la casa de Connor Brown. Antes de detenerme, Nora apareció por la entrada principal.
Llevaba un vestido veraniego liviano, sin mangas, y con un estampado de flores rojas y verdes que realzaba maravillosamente su bronceado, por no hablar de sus piernas. Se subió a mi coche y me dijo que estaba muerta de hambre.
– Ya somos dos -afirmé.
Fuimos hasta el pueblo de Chappaqua, donde había un restaurante llamado Le jardin du roi.
Era selecto sin ser lujoso, y supongo que la combinación del lino blanco con las vigas de madera permitiría calificarlo de provincianamente chic. Pedimos una mesa para dos en el rincón más apartado.
La mitad de la clientela era gente de negocios, y la otra mitad, damas que habían quedado para comer. Yo con mi traje y Nora con su vestido estival, parecíamos cubrir los dos sectores. Aunque, sin lugar a dudas, Nora era la mujer más atractiva del restaurante, como lo confirmó el hecho de que la totalidad de la trajeada clientela masculina volviera la cabeza a su paso.
Se acercó un camarero.
– ¿Puedo traerles algo para beber?
Nora se inclinó sobre la mesa.
– ¿Te meterás en líos si bebemos vino? -preguntó.
– Depende de la cantidad -repliqué con una sonrisa. Cuando ella me la devolvió, le aseguré-: No, no violaré ninguna norma de la empresa.
– Bien. -Cogió la carta de vinos y me la tendió.
– No, adelante -dije-. Decide tú.
– Si insistes…
– ¿Quieren que vuelva dentro de un minuto? -preguntó el camarero.
– No, no será necesario -contestó Nora.
Se acercó la carta de vinos y recorrió la página con el dedo índice, deteniéndose hacia la mitad.
– Un Châteauneuf du Pape-anunció.
Lo había decidido en menos de seis segundos.
– Una mujer que sabe lo que quiere -dije, mientras el camarero asentía y se alejaba.
Nora se encogió de hombros.
– Al menos cuando se trata de vinos.
– Hablaba en general.
Me dirigió una mirada curiosa.
– ¿Qué quieres decir?
– Tu carrera, por ejemplo. Tengo la firme convicción de que desde joven sabías que querías ser decoradora de interiores.
– No es cierto.
– ¿Quieres decir que no estabas siempre cambiando de lugar los muebles de la casa de tu Barbie?
Se rió; parecía que lo pasaba bien.
– De acuerdo, es verdad -dijo-. Pero ¿qué hay de ti? ¿Siempre supiste lo que querías ser?
– No, yo sólo vendía limonada en un puesto de limonadas. Nada de pólizas de seguro.
– Creo que es eso a lo que me refiero realmente -continuó-. No lo tomes a mal, pero en cuanto a ti, yo tengo la impresión opuesta: como si tal vez estuvieras hecho para alguna otra cosa.
– ¿Como cuál? Dame un ejemplo. ¿Cómo me ves, Nora? ¿Qué debería estar haciendo?
– No lo sé. Algo…
– ¿Más interesante?
– No es eso lo que iba a decir.
– Sí, sí lo es, y no me importa. No me siento ofendido.
– No tienes motivos. De hecho, deberías tomarlo como un cumplido.
Me reí entre dientes.
– Ahora estás tentando a la suerte.
– No, lo digo en serio. Hay algo especial en ti, una especie de fuerza interior. Además, eres divertido.
Me ahorré tener que contestar, ya que el camarero regresó con la botella de vino. Mientras la abría, Nora y yo intercambiamos algunas miradas por encima de nuestros menus. ¿Estaba flirteando conmigo?
«No, Einstein; estamos flirteando el uno con el otro.»
Después de agitar la copa y beber un sorbo, Nora dio su aprobación al Châteauneuf du Pape. El camarero escanció. Cuando se fue, ella propuso un brindis.
– Por Craig Reynolds. Por haber sido tan increíblemente bueno conmigo durante toda esta pesadilla.
Le di las gracias y entrechocamos las copas, sin dejar de mirarnos a los ojos. Yo aún no sabía que la auténtica pesadilla estaba a punto de empezar.
Los hombres de negocios se habían marchado y también las damas que habían quedado para comer. Sólo quedaban dos rezagados de la clientela de aquella tarde: Nora y moi. El paté de la casa y la ensalada de palmitos, el salmón al horno y las coquilles Saint Jacques… lo habíamos devorado todo, si bien con mucha tranquilidad. Lo único que quedaba en nuestra mesa del rincón eran los últimos sorbos de vino.
De nuestra tercera botella de Châteauneuf du Pape.
Por supuesto, no entraba en mis planes beberme medio viñedo a la hora de comer. Sin embargo, en cuanto empezamos, mis planes fueron sufriendo varias modificaciones. Después de todo, el alcohol era un estupendo suero de la verdad. ¿Qué mejor manera de descubrir algo sobre Nora que ella quisiera ocultar? Cuanto más hablásemos, más aumentarían mis oportunidades. Al menos, éste era el cuento que me repetía a mí mismo.
Al fin, me volví hacia el personal del restaurante, que preparaba las mesas para la cena. Un ayudante de camarero pasaba perezosamente la escoba junto a la barra. Volví a girarme hacia Nora:
– ¿Sabes? Hay una línea muy fina entre entretenerse y holgazanear, y creo que puede afirmarse que nosotros la hemos cruzado.
Miró a su alrededor para averiguar de qué estaba hablando.
– Tienes razón -dijo con una tímida sonrisa-. Será mejor que nos vayamos, antes de que alguien nos barra junto con las migas de pan.
Pedí la cuenta a nuestro relajadísimo camarero. La propina del treinta por ciento que dejé nos permitió marcharnos sintiéndonos menos culpables, ya que no más sobrios. De Nora me lo esperaba: después de todo, era delgada como una espiga. Pero aunque yo pesaba unos treinta y cinco kilos más que ella, también podía sentir los efectos.
– ¿Por qué no caminamos un rato? -propuse cuando salimos.
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