– Hay que ser tonto para morir en una explosión como ésa -dijo un muchacho mofletudo que Lou no conocía.
– ¡Entrar en una mina con dinamita encendida! -exclamó otro-. Dios mío, qué tontería.
– Claro que nunca fue a la escuela -apuntó una muchacha de pelo oscuro que llevaba un caro sombrero de ala ancha con un lazo alrededor y un vestido de volantes a todas luces costoso. Lou sabía que se trataba de Charlotte Ramsey. Su familia no era de granjeros sino la propietaria de una de las minas de carbón más pequeñas, y las cosas le iban muy bien-. Así que el pobre probablemente no diera para más.
Tras oír aquello, Lou se abrió paso entre el grupo. Había crecido desde que vivía en la montaña y era más alta que los demás niños, aunque todos tuvieran aproximadamente su misma edad.
– Entró en esa mina para salvar a su perro -declaró.
El muchacho mofletudo se echó a reír.
– Arriesgar su vida para salvar a un chucho. Hay que ser tonto.
Lou le propinó un puñetazo y el muchacho cayó al suelo agarrándose uno de los mofletes que, de repente, estaba un poco más hinchado. Lou se marchó indignada.
Oz vio lo que había ocurrido, recogió la pelota y los guantes y la alcanzó. No dijo nada, pero siguió caminando en silencio a su lado para darle tiempo a tranquilizarse. Se estaba levantando viento y las nubes que se formaban en la cima de las montañas amenazaban tormenta.
– ¿Vamos a volver a casa andando, Lou?
– Si quieres puedes ir con Cotton y Eugene.
– ¿Sabes, Lou?, con lo inteligente que eres no hace falta que vayas por ahí pegando a la gente. Puedes golpearlos con palabras.
Lou le lanzó una mirada y fue incapaz de contener una sonrisa al oír ese comentario.
– ¿Desde cuándo eres tan maduro?
Oz caviló al respecto por unos instantes.
– Desde que cumplí ocho años.
Siguieron caminando.
Oz se había colgado los guantes al cuello con un cordel e
iba lanzando la pelota al aire con despreocupación. De pronto, la pelota cayó al suelo, y él no se agachó para recogerla.
George Davis había surgido del bosque con sumo sigilo. A los ojos de Lou, su ropa buena y la cara limpia no servían para ocultar su maldad. Oz se sintió rápidamente intimidado, pero Lou le habló con fiereza.
– ¿Qué quieres?
– Sé lo del gas. ¿Louisa va a vender?
– Eso es asunto suyo.
– ¡Y mío! Apuesto algo a que también hay gas en mis tierras.
– Entonces, ¿por qué no vendes tu propiedad?
– El camino que va a mi finca cruza sus tierras. No pueden llegar a la mía si ella no vende la suya.
– Bueno, eso es problema tuyo -le espetó Lou, disimulando una sonrisa porque pensaba que quizá Dios se había decidido a darle un escarmiento a ese hombre.
– Dile a Louisa que si sabe lo que le conviene, mejor que venda.
– Y tú, mejor que no te acerques a nosotros.
Davis levantó la mano.
– ¡Maldita niña respondona!
Con la rapidez del rayo, alguien agarró el brazo de Davis y lo detuvo en el aire. Cotton estaba allí de pie, conteniendo aquel brazo fornido y mirando fijamente al hombre.
Davis se soltó con un movimiento brusco y apretó los puños.
– Ahora vas a enterarte de lo que es bueno, abogado.
Davis lanzó un puñetazo, pero Cotton interceptó el puño en el aire y lo sostuvo. Esta vez Davis no pudo desasirse, aunque lo intentó con todas sus fuerzas.
Cotton habló en un tono tranquilo que hizo que Lou sintiera una enorme satisfacción.
– En la universidad me especialicé en literatura americana pero también fui capitán del equipo de boxeo. Si vuelves a levantarle la mano a estos niños, te daré una paliza que te dejará al borde de la muerte.
Cotton le soltó el puño y Davis retrocedió, sin duda intimidado tanto por el temple de su contrincante como por la fuerza de sus manos.
– Cotton, quiere que Louisa venda sus tierras para que él también pueda vender -explicó Lou-. Se estaba poniendo un poco pesado, -explicó Lou.
– Louisa no quiere vender -dijo Cotton con firmeza-, de modo que no hay más que hablar.
– Pasan muchas cosas que hacen que la gente quiera vender.
– Si es una amenaza, podemos informar al sheriff. A menos que quieras arreglarlo conmigo ahora mismo.
George Davis se marchó, rojo de furia e indignación.
Cuando Oz recogió la pelota de béisbol, Lou dijo:
– Gracias, Cotton.
Lou estaba en el porche intentando zurcir calcetines, pero la tarea no le agradaba demasiado. Lo que más le gustaba era trabajar al aire libre, y estaba ansiosa por sentir el sol y el viento en su cuerpo. El trabajo en el campo implicaba un orden que le atraía. En opinión de Louisa, había aprendido rápidamente a comprender y respetar la tierra. Cada día refrescaba más, y llevaba un grueso jersey de lana que Louisa había tejido para ella. Al levantar la vista, vio el coche de Cotton bajar por la carretera, y agitó la mano. Cotton la vio, le devolvió el saludo, dejó el coche y se unió a ella en el porche. Los dos se pusieron a contemplar el campo.
– Está bonito en esta época del año -observó él-. La verdad es que no hay nada comparable.
– ¿Por qué piensas que mi padre nunca regresó aquí?
Cotton se quitó el sombrero y se frotó la cabeza.
– Bueno, he oído hablar de escritores que han vivido en un sitio en su juventud y que luego escribieron sobre él durante el resto de su vida sin volver a pisarlo. No sé, Lou, quizá temiera que si volvía y veía el sitio con nuevos ojos ya no podría contar sus historias.
– ¿Como si el hecho de regresar contaminara sus recuerdos?
– Quizá. ¿Qué opinas? ¿No vas a volver a tus raíces para poder ser una gran escritora?
Lou no tuvo que reflexionar demasiado al respecto. -Creo que es un precio demasiado alto.
Antes de acostarse cada noche, Lou intentaba leer por lo menos una de las cartas que su madre le había escrito a Louisa. Una noche, mientras abría el cajón del escritorio donde las había guardado, éste no se deslizó bien y se quedó atascado. Lou introdujo la mano en el interior del cajón para hacer palanca y rozó con los dedos algo que había en la parte inferior del mismo.
Se arrodilló y miró, al tiempo que introducía más la mano. Al cabo de unos segundos extrajo el sobre que se había quedado atascado. Se sentó en la cama y lo observó. No había nada escrito en el exterior, y lentamente extrajo las hojas que contenía. Estaban viejas y amarillentas, al igual que el sobre. Leyó la pulida escritura de las páginas, y antes de terminarla las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. A tenor de la fecha en que había sido escrita, su padre tenía quince años por entonces.
Lou se acercó a Louisa y se sentó con ella junto al fuego, le explicó lo que había encontrado y le leyó las páginas con la voz más clara posible.
Me llamo John Jacob Cardinal, aunque me llaman Jack para abreviar. Hace ya cinco años que murió mi padre; y mi madre… pues espero que le vaya bien allá donde esté. Crecer en una montaña deja huella en todos aquellos que comparten tanto su munificencia como sus privaciones. La vida aquí también es bien conocida por producir historias que divierten y también hacen llorar. En las siguientes páginas explico un cuento que mi padre me contó poco antes de morir. Desde entonces he pensado en sus palabras todos los días, pero sólo ahora he sido capaz de armarme del valor suficiente para escribirlas. Recuerdo el cuento con claridad, y aunque quizás algunas de las palabras sean de mi propia cosecha y no de mi padre, creo que he sido fiel al espíritu de su historia.
El único consejo que puedo dar a quienquiera que encuentre estas páginas es que las lea detenidamente y que se forme su propio criterio sobre las cosas. Quiero las montañas casi tanto como quería a mi padre, aunque sé que un día me marcharé de aquí, y cuando lo haga dudo que regrese. Dicho esto, es importante entender que creo que podría ser muy feliz aquí el resto de mi vida.
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