David Baldacci - Buena Suerte

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Creo que con este es el tercer libro que leo de David Baldacci. Hasta ahora los libros que he leído suyos eran de intriga, pero este es totalmente distinto. En este caso es una novela que describe el cambio de vida que tienen que llevar a cabo dos hermanos, que se trasladan con su abuela a las montañas de Virginia. La novela transcurre en la época de la guerra mundial y refleja de una manera bastante realista lo dura que es la vida en las montañas, tanto para los agricultores y ganaderos como la gente que explotaba las minas de carbón.
La novela está bien escrita y disfrutas de la historia, en la que es importante meterse en la piel de los protagonistas. Como unos niños viven las circunstancias que les han tocado vivir y como se adaptan a una vida tan distinta a la que llevaban hasta ese momento en la ciudad.
Un libro entrañable, en el que las relaciones familiares tienen gran importancia. No comento nada del final para no chafar la novela.
Buen libro para descansar de la traca de novelas negras que os estaba metiendo ultimamente.

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– No, Dickens. Quiero ir a Dickens.

– Podríamos ir en taxi -sugirió Oz.

– Si llegamos al puente de McKenzie's -conjeturó Lou- entonces es posible que alguien nos lleve hasta Dickens. ¿Cuánto se tarda en llegar a pie al puente?

Diamond caviló al respecto.

– Bueno, por carretera cuatro horas largas. Es lo que se tarda en bajar, luego hay que volver. La verdad es que es una forma bastante cansada de pasar el día libre.

– ¿Hay otro camino que no sea por carretera?

– ¿De verdad quieres ir allá abajo? -preguntó Diamond.

Lou respiró hondo.

– Sí, Diamond -respondió.

– Bueno, entonces vámonos. Conozco un atajo. Llegaremos en un santiamén.

Desde la época de la formación de las montañas el agua había continuado erosionando la piedra caliza, creando entre ellas barrancos de cientos de metros de profundidad. La línea de cordilleras se desplazaba a su lado mientras caminaban. El barranco al que llegaron era ancho y aparentemente infranqueable, pero Diamond los condujo hasta un árbol. Los álamos amarillos eran tan gigantescos que se medían con un calibrador que calculaba en metros y no en centímetros. Muchos eran más gruesos que la altura de un hombre y alcanzaban los cuarenta y cinco metros de altura. Un solo álamo proporcionaría una cantidad de madera desorbitada. Un ejemplar en buenas condiciones hacía de puente sobre el barranco.

– Por aquí se ataja mucho -informó Diamond.

Oz se asomó al borde y no vio sino rocas y agua al final de una larga caída y retrocedió como una vaca atemorizada. Lou también parecía vacilante. Sin embargo, Diamond se dirigió hacia el tronco con paso decidido.

– No pasa nada -dijo-. Es grueso y ancho. Mecachis, se puede cruzar con los ojos cerrados. Venga, vamos. -Pasó al otro lado sin siquiera mirar hacia abajo. Jeb le siguió corriendo-. Venga, vamos -los apremió al llegar a tierra firme.

Lou puso un pie sobre el álamo pero no dio paso alguno.

– No mires abajo. Es fácil -gritó Diamond desde el otro lado del abismo.

Lou se volvió hacia su hermano.

– Quédate aquí, Oz. Yo lo comprobaré.

Lou apretó los puños y comenzó a caminar sobre el tronco. No apartó la mirada de Diamond ni por un instante y, al poco, llegó al otro lado. Los dos miraron a Oz, quien no hizo ademán de dirigirse hacia el tronco y clavó la mirada en la tierra.

– Sigue, Diamond. Me vuelvo con Oz -dijo Lou.

– No, no. ¿No has dicho que querías ir a la ciudad? Bueno, maldita sea, pues entonces vamos a la ciudad.

– No pienso ir sin Oz.

– No te preocupes.

Diamond volvió corriendo por el puente de álamo tras decirle a Jeb que no se moviera. Hizo que Oz se le subiera a la espalda y Lou vio, no sin admiración, cómo cruzaba el puente cargado con Oz.

– Qué fuerte eres, Diamond -declaró Oz al tiempo que se deslizaba con cuidado hasta el suelo con un suspiro de alivio.

– Vaya, eso no es nada. Un oso me persiguió una vez por ese árbol y llevaba a Jeb y un saco de harina a la espalda. Y era de noche. Y llovía tanto que parecía que Dios estaba berreando. No veía nada. Estuve a punto de caerme dos veces.

– Vaya, santo Dios -dijo Oz.

Lou disimuló una sonrisa.

– ¿Qué le pasó al oso? -preguntó, como si aquello realmente le fascinara.

– Me perdió de vista, se cayó al agua y nunca más volvió a molestarme -respondió.

– Vamos a la ciudad -dijo Lou mientras le tiraba del brazo- antes de que el oso regrese.

Atravesaron otro puente similar, hecho de cuerda y listones de cedro. Diamond les contó que los piratas, los colonos y luego los refugiados confederados habían hecho aquel viejo puente y lo habían reparado en varias ocasiones. Les explicó que sabía dónde estaban enterrados pero que había jurado mantener el secreto a una persona que no pensaba nombrar.

Descendieron por unas laderas tan empinadas que tenían que sujetarse de los árboles, los matojos y los unos de los otros para no caer de cabeza. Lou se detenía de vez en cuando para contemplar el paisaje mientras se agarraba con fuerza de algún árbol joven. Resultaba emocionante bajar por aquel terreno empinado y disfrutar del vasto panorama. Cuando la inclinación disminuyó y Oz comenzó a cansarse, Lou y Diamond se turnaron para llevarlo.

Al pie de la montaña toparon con otro obstáculo. Había un tren que transportaba carbón, de al menos cien vagones; estaba detenido y obstaculizaba el paso. A diferencia de los vagones de los trenes de pasajeros, éstos estaban demasiado juntos para permitir pasar entre ellos. Diamond cogió una piedra y la arrojó contra uno de los vagones. Golpeó el nombre estampado en el mismo: Southern Valley Coal and Gas.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Lou-. ¿Trepamos? -Observó los vagones cargados y los escasos asideros y se preguntó si sería posible.

– Qué va -replicó Diamond-. Por debajo. -Se metió la gorra en el bolsillo, se tumbó boca abajo y se deslizó entre las ruedas de los vagones. Lou y Oz lo siguieron de inmediato, al igual que Jeb. Emergieron por el otro lado y se sacudieron el polvo.

– El año pasado un chico murió cortado por la mitad haciendo lo mismo -informó Diamond-. El tren arrancó cuando aún estaba debajo. Bueno, yo no lo vi, pero he oído decir que el espectáculo no fue nada agradable.

– ¿Por qué no nos lo has dicho antes de que nos arrastráramos por debajo? -preguntó Lou, asombrada.

– Porque si os lo hubiera dicho no habrías pasado, ¿a qué no?

En la carretera principal un camión Ramsey Candy se detuvo y les llevó en dirección a Dickens. El conductor, regordete y de uniforme, les dio una chocolatina Blue Banner a cada uno.

– Corred la voz -les dijo-. Son de primera.

– Sin duda -convino Diamond al tiempo que mordía la chocolatina. La masticó lenta y metódicamente, como si fuera un entendido en chocolates buenos probando una remesa nueva-. Si me da otra haré correr la voz el doble de rápido, señor.

Tras un trayecto largo y repleto de baches, el camión les dejó en el centro de Dickens. Diamond tocó el asfalto con los pies descalzos y, acto seguido, comenzó a apoyarse en un pie y luego en otro, alternando.

– ¡Qué raro! -exclamó-. No me gusta.

– Diamond, estoy segura de que caminarías sobre clavos sin rechistar -comentó Lou mientras miraba alrededor. Dickens no era ni un bache en la carretera comparado con lo que Lou estaba acostumbrada a ver, pero tras pasar un tiempo en la montaña le parecía que era la metrópoli más sofisticada que había visto en su vida. Aquel sábado por la mañana las aceras estaban repletas de personas, si bien algunas también caminaban por la calzada. La mayoría vestía bien, pero resultaba fácil identificar a los mineros ya que se avanzaban pesadamente, encorvados, y tosían sin cesar.

En la calle habían colgado una pancarta enorme que rezaba «EL CARBÓN ES EL REY» en letras tan negras como el mineral. Debajo de una viga que sobresalía de uno de los edificios a la cual se había atado la pancarta se encontraba una oficina de la Southern Valley Coal and Gas. Había una hilera de hombres entrando y otra saliendo, todos muy sonrientes y aferrándose unos al dinero en metálico y los otros a la promesa de un buen trabajo.

Los hombres, vestidos con terno y sombrero flexible de fieltro, arrojaban monedas de plata a los niños que esperaban impacientes en la calle. El concesionario de automóviles vendía más que nunca y las tiendas estaban repletas de artículos de calidad y de personas deseosas de comprarlos. Resultaba evidente que la prosperidad se había apoderado de aquel pueblo situado al pie de la montaña. En el ambiente se respiraba felicidad y energía, lo que provocó que Lou añorara la ciudad.

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