David Baldacci - Buena Suerte

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Creo que con este es el tercer libro que leo de David Baldacci. Hasta ahora los libros que he leído suyos eran de intriga, pero este es totalmente distinto. En este caso es una novela que describe el cambio de vida que tienen que llevar a cabo dos hermanos, que se trasladan con su abuela a las montañas de Virginia. La novela transcurre en la época de la guerra mundial y refleja de una manera bastante realista lo dura que es la vida en las montañas, tanto para los agricultores y ganaderos como la gente que explotaba las minas de carbón.
La novela está bien escrita y disfrutas de la historia, en la que es importante meterse en la piel de los protagonistas. Como unos niños viven las circunstancias que les han tocado vivir y como se adaptan a una vida tan distinta a la que llevaban hasta ese momento en la ciudad.
Un libro entrañable, en el que las relaciones familiares tienen gran importancia. No comento nada del final para no chafar la novela.
Buen libro para descansar de la traca de novelas negras que os estaba metiendo ultimamente.

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– Es un pozo de los deseos, no un pozo encantado. Es un pozo de los deseos, no un pozo encantado.

Se detuvo y observó la construcción de ladrillo y mortero, luego se escupió en una mano y se la frotó en la cabeza para darse suerte. Después observó su querido osito durante largo rato y, finalmente, lo colocó con suavidad junto a la boca del pozo y retrocedió.

– Adiós, osito. Te quiero, pero tengo que entregarte. Ya sabes por qué.

Oz no sabía muy bien cómo seguir. Al final, se persignó y entrelazó las manos como si rezara, pensando que aquello satisfaría hasta al más exigente de los espíritus que concedían deseos a los jovencitos que los necesitaban más que nada en el mundo.

– Deseo que mi madre despierte y vuelva a quererme -añadió alzando la vista al cielo. Hizo una pausa y luego añadió con solemnidad-: Y a Lou también.

Se quedó allí, expuesto al viento y a los peculiares sonidos que llegaban de todas partes y eran, estaba seguro de ello, diabólicos. No obstante, a pesar de todo ello, Oz no tenía miedo: había cumplido su misión.

– Amén, Jesús -concluyó.

Poco después de que se volviera y se marchara corriendo, Lou salió de entre los árboles y siguió a su hermano con la mirada. Se dirigió hacia el pozo, se agachó y recogió el osito.

– Oz, mira que eres tonto -susurró para sí.

Lou no lo había dicho de corazón, y se le quebró la voz. Irónicamente, fue Lou, la dura y no el bueno de Oz quien se arrodilló en el suelo húmedo y sollozó. Finalmente, se enjugó la cara con la manga, se puso en pie y le dio la espalda al pozo. Con el osito de Oz apretado contra el pecho comenzó a alejarse de aquel lugar. Algo la hizo detenerse, sin embargo, aunque no sabía exactamente el qué. Pero, sí, el viento inclemente parecía arrastrarla de vuelta hacia lo que Diamond Skinner había llamado «pozo de los deseos». Se volvió y lo miró, y a pesar de que la luna parecía haberlos abandonado por completo, tanto a ella como al pozo, el ladrillo resplandecía como si estuviera envuelto en llamas.

Lou no perdió el tiempo. Volvió a dejar el osito en el suelo, introdujo la mano en el bolsillo del peto y la extrajo: la fotografía en que aparecían su madre y ella, todavía enmarcada. Lou depositó la preciada imagen junto al querido osito, retrocedió y, tras sacar una página del libro de su hermano, entrelazó las manos y alzó la vista hacia las alturas. Sin embargo, a diferencia de Oz, no se molestó en persignarse ni en hablar en voz alta y clara al pozo o al cielo. Movió la boca pero no se oyeron palabras, como si no acabara de creer en lo que hacía.

Cuando terminó, giró sobre sus talones tras su hermano, aunque procuró guardar una distancia prudencial. No quería que Oz supiera que lo había seguido, si bien sólo lo había hecho para vigilarlo. Tras ella, el osito y la fotografía yacían tristes junto a los ladrillos, como si fueran una especie de santuario temporal a los muertos.

Como Louisa había predicho Lou y Hit llegaron a un acuerdo. Louisa, no sin orgullo, había visto a Lou ponerse en pie cada vez que Hit la derribaba; en vez de tenerle más miedo tras cada encontronazo con el astuto animal, Lou se mostraba más decidida y sagaz. «Venga, a arar, mula», decía Lou, y se movía con soltura.

Oz, por su parte, se había convertido en un experto en guiar la enorme grada que Sam arrastraba por los campos. Puesto que Oz era poco voluminoso, Eugene había apilado piedras a su alrededor. Los grandes terrones de tierra cedían y se rompían bajo el constante arrastre y la grada acababa suavizando el campo como si fuera la cobertura de una tarta. Tras semanas de trabajo, sudor y músculos agotados, los cuatro se apartaron y evaluaron el terreno que ya estaba preparado para ser plantado.

El doctor Travis Barnes había venido desde Dickens para comprobar el estado de Amanda. Era un hombre corpulento, de rostro rojizo y piernas cortas, con patillas canosas, e iba vestido de negro. A Lou le parecía más un empleado de la funeraria que venía a enterrar un cadáver que un hombre versado en el arte de proteger la vida. Sin embargo, resultó ser amable y estar dotado de un sentido del humor que hizo todo más llevadero dadas las circunstancias. Cotton y los niños esperaron en el salón y Louisa se quedó con Travis durante el reconocimiento. Cuando Travis regresó al salón movía la cabeza y sujetaba con firmeza su maletín negro. Louisa le seguía e intentaba que su semblante resultara alentador. El médico se sentó a la mesa de la cocina y toqueteó la taza de café que Louisa le había servido. Clavó la mirada en la taza durante unos instantes, como si intentara encontrar palabras de consuelo flotando entre los restos de los granos de café y las raíces de achicoria.

– Las buenas nuevas -comenzó a decir- son que, por lo que veo, vuestra madre está bien desde un punto de vista físico. Las heridas han cicatrizado por completo. Es joven y fuerte y puede comer y beber, y mientras le ejercitéis las piernas y los brazos, los músculos no se le debilitarán. -Hizo una pausa, dejó la taza sobre la mesa y añadió-: Pero me temo que también hay malas noticias ya que el problema reside aquí -dijo mientras se tocaba la frente-. Y no podemos hacer gran cosa al respecto. Desde luego, es algo que yo no estoy en condiciones de remediar. Sólo podemos rezar y confiar en que un día salga del estado en que se encuentra. Oz se tomó aquello con calma y su optimismo apenas se vio mermado. Lou asimiló la información como si ésta corroborara algo que ya sabía.

En la escuela se habían producido menos problemas de los que Lou había imaginado. Ella y Oz se dieron cuenta de que los niños montañeses se mostraban mucho más abiertos que antes de que Lou se enfrentara a Billy. Lou tenía la sensación de que nunca entablaría amistad con ellos, pero al menos la hostilidad había disminuido. Billy Davis no volvió a la escuela durante varios días. Cuando lo hizo, los moretones habían desaparecido casi por completo, si bien había otros más recientes que, a juicio de Lou, se los había causado el terrible George Davis. En cierto modo, Lou se sintió culpable. En cuanto a Billy, la evitó como si fuera una serpiente venenosa, pero así y todo Lou no bajó la guardia. Sabía cómo era el mundo: cuando menos uno se lo esperaba, los problemas le tendían una emboscada.

Estelle McCoy también se contuvo al lado de la muchacha. Resultaba evidente que Lou y Oz estaban mucho más adelantados que los otros niños. Sin embargo, no alardeaban de ello, y Estelle McCoy lo apreciaba. Asimismo, nunca más volvió a llamarla Louisa Mae. Lou y Oz habían donado a la biblioteca una caja de libros suyos, y los niños, uno a uno, se lo habían agradecido. Así pues, se había producido una tregua digna de admiración.

Lou se levantaba antes del alba, realizaba las tareas que le correspondían y luego iba a la escuela y cumplía con sus obligaciones. A la hora del almuerzo se tomaba el pan de maíz y la leche con Oz bajo el nogal, en el cual estaban grabados los nombres y las iniciales de quienes habían estudiado en aquella escuela. Lou nunca había sentido el impulso de hacerlo ya que implicaba una permanencia que no estaba, ni mucho menos, dispuesta a aceptar. Volvían a la granja por la tarde para trabajar y luego se acostaban, exhaustos, poco después de la puesta del sol. Era una vida monótona pero en aquellos momentos Lou lo agradecía.

Los piojos se habían adueñado de Big Spruce, y tanto Lou como Oz habían tenido que restregarse la cabeza con queroseno.

– No os acerquéis al fuego -les había advertido Louisa.

– Es asqueroso -dijo Lou al tiempo que se toqueteaba el pelo apelmazado.

– Cuando fui al colegio y me contagiaron los piojos me pusieron azufre, manteca y pólvora en el pelo -les contó Louisa-. No soportaba el olor y tenía miedo de que alguien encendiera una cerilla y la cabeza me estallara.

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