Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Procesamiento de Datos

Funciones Administrativas

Fuerzas Especiales

Crímenes Mayores

Departamento Legal

Gestión de Sedes

Órdenes de Capturas Sobresalientes

Phate no necesitó perder ni un segundo para tomar una decisión. Sabía exactamente dónde quería ir.

* * *

Los artificieros habían sacado la caja gris fuera del motel Bay View y la habían desmantelado, para toparse con que estaba llena de arena.

– ¿Cuál puede ser su propósito? -saltó Shelton-. ¿Forma parte de sus putos juegos? ¿Quiere liarnos?

Bishop se encogió de hombros.

Los artificieros también habían pasado detectores de nitrógeno al ordenador de Phate y declararon que no contenía explosivos. Entonces, Gillette le echó un rápido vistazo. La máquina contenía cientos de ficheros: abrió algunos de forma aleatoria.

– Son morralla.

– ¿Están codificados? -preguntó Bishop.

– No: tan sólo son trozos de libros, páginas web, gráficos. Todo relleno -Gillette miró al techo, guiñando los ojos y tecleando en el aire-. ¿Qué significa todo esto? ¿Para qué la falsa bomba, el chatterbot , los ficheros morralla?

– Phate ha montado todo esto para sacarnos de la oficina -dijo Tony Mott, quien se había desprendido del casco y del chaleco antibalas-, para tenernos ocupados. ¿Por qué?…

– Dios santo -cayó en la cuenta Gillette-: ¡Sé la razón!

También lo sabía Frank Bishop. Miró al hacker y dijo con rapidez:

– ¡Trata de meterse en ISLEnet!

– ¡Sí! -confirmó Gillette. Agarró un teléfono y llamó a la UCC.

– Crímenes Computarizados. Sargento Miller al habla.

– Soy Wyatt. Escucha…

– ¿Lo habéis encontrado?

– No. Escúchame. Llama al administrador de sistemas de ISLEnet y dile que suspenda todo el sistema. Ahora mismo.

Una pausa.

– No lo harán -dijo Miller-. Es…

– ¡Tienen que hacerlo! ¡Ahora! Phate trata de meterse en él. Es probable que esté dentro. Que no lo cierre: que lo suspenda. Eso me dará una oportunidad para evaluar los daños.

– Pero todo el Estado lo utiliza…

– ¡Tienes que hacerlo ahora mismo!

– ¡Es una orden, Miller! ¡Ahora! -dijo Bishop, que le había arrancado el teléfono de las manos a Gillette.

– Vale, vale. Llamaré. No les va a gustar nada, pero les llamaré.

Gillette colgó.

– No hemos pensado con detenimiento. Todo esto era una encerrona: desde colgar la foto en la red, hasta traernos aquí, pasando por meterse en el ordenador de la UCC. Mierda, pensaba que le llevábamos la delantera.

Linda Sánchez registró todas las pruebas, a las que adhirió tarjetas de custodia policial, y cargó los discos y el ordenador en las cajas de cartón plegables que, como si se tratara del servicio de mudanzas del Mayflower, se había traído consigo. Guardaron todas sus herramientas y salieron de la habitación.

Cuando Frank Bishop y Gillette caminaban hacia su coche, el primero de ellos divisó la figura de un hombre delgado con bigote que los estaba observando desde un extremo del aparcamiento.

Le sonaba de algo y en un segundo recordó quién era: Charles Pittman, detective del condado de Santa Clara.

– No puedo permitir que meta la nariz en nuestras operaciones -dijo Bishop-. La mitad de esos tipos del condado creen que hacer vigilancia equivale a irse de fiesta -caminó hacia Pittman pero el agente ya se había metido en su coche de paisano. Arrancó y se fue.

Bishop sacó el móvil y marcó el teléfono de la oficina del sheriff del condado. Le pasaron con el contestador de Pittman y dejó un mensaje pidiéndole que lo llamara sin falta. Dejó su número de móvil.

Bob Shelton recibió una llamada, escuchó y luego colgó.

– Era Stephen Miller. El administrador de sistemas está que rabia pero ha suspendido ISLEnet -el policía gritó a Gillette-: ¡Dijiste que ibas a cerciorarte de que él no pudiera tener acceso a ISLEnet!

– Y me cercioré -respondió Gillette con calma-. Saqué el sistema de la red y borré cualquier referencia a nombres de usuario o contraseñas. Lo más seguro es que haya conseguido entrar en ISLEnet porque tú volviste a conectarte desde la UCC para investigarme. Habrá encontrado el número de identificación de la máquina para pasar por el cortafuegos y luego se habrá infiltrado con tu nombre de usuario y tu contraseña.

– Imposible. Los borré.

– ¿Borraste todo el espacio vacío del disco? ¿Sobreescribiste los ficheros temp y slack ? ¿Codificaste las anotaciones de actividades y las sobreescribiste?

Shelton estaba sin habla. Dejó de mirar a Gillette y observó los rápidos jirones de nube que iban en dirección de la bahía de San Francisco.

– No, no lo hiciste -dijo Gillette-. Así es como ha podido conectarse. Arrancó un programa antiborrado y obtuvo todo lo que necesitaba para introducirse en ISLEnet. Así que no me eches tu mierda a mí.

– Bueno, si no hubieras mentido sobre Valleyman y no te hubieras callado que conocías a Phate, no me habría conectado -respondió Shelton, a la defensiva.

Gillette se dio la vuelta enfadado y prosiguió su camino hacia el Crown Victoria. Bishop estaba a su lado, ausente.

– ¿A qué tendría acceso Phate, de estar en ISLEnet? -le preguntó Gillette al detective.

– A todo -dijo Bishop-. Tendría acceso a todo.

Gillette salió del coche antes de que Bishop lo detuviera del todo en el aparcamiento de la UCC. Entró corriendo.

– ¿Informe de daños? -preguntó. Tanto Miller como Patricia Nolan estaban en sendas terminales, pero él había dirigido su pregunta a Patricia Nolan.

– El administrador de sistemas ha cambiado las claves y la dirección y ha añadido nuevos cortafuegos -respondió ella-. Siguen desconectados de la red, pero uno de sus ayudantes ha traído un disco log de anotación de actividades. Lo estoy examinando ahora mismo.

Los ficheros log retienen información sobre el número de usuarios que se han conectado a un sistema, por cuánto tiempo lo han hecho y si han accedido a otro sistema mientras estaban conectados.

Gillette se puso manos a la obra y comenzó a teclear con furia. Abstraído, asió la taza de café de la mañana, dio un sorbo y sintió un escalofrío provocado por el líquido amargo y frío. Dejó la taza y volvió a mirar la pantalla, golpeando las teclas mientras se adentraba en los ficheros log de ISLEnet.

Un instante más tarde se dio cuenta de que Patricia Nolan se había sentado a su lado. Ella le acercó una taza de café recién hecho. Él la miró:

– Gracias.

Ella le brindó una sonrisa y le devolvió la mirada, que mantuvo más de lo normal. Al tenerla sentada tan cerca, Gillette pudo advertir que ella tenía tensa la piel de la cara, y supuso que quizá se había tomado tan en serio lo de su plan por mejorar de aspecto que se había realizado una intervención de cirugía plástica. Intuyó que si ella se aplicara menos maquillaje, comprara ropas mejores y dejara de echarse el pelo hacia la cara cada pocos minutos podría resultar atractiva. No sería ni bella ni fina, pero sí guapa.

Volvió a la pantalla y siguió tecleando. Sus dedos percutían con enfado. No dejaba de pensar en Bob Shelton. ¿Cómo alguien que sabía de ordenadores lo bastante como para tener un disco servidor Winchester podía ser tan descuidado?

Por fin, se dejó caer sobre el respaldo de su silla y anunció:

– No es tan grave como creíamos. Se metió en ISLEnet, pero sólo cuarenta segundos antes de que Stephen Miller hiciera suspender el sistema.

– Cuarenta segundos -dijo Bishop-. ¿Eso es tiempo suficiente como para conseguir algo útil?

– Ni hablar -respondió el hacker-. Habrá echado una ojeada a los menús principales y conseguido un par de ficheros, pero en todo eso no hay nada que temer. Para entrar en los ficheros clasificados tendría que haberse agenciado contraseñas, y para ello habría necesitado arrancar un programa de cracking . Y eso no lleva menos de media hora.

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