– Nuestro chico es bueno, ¿eh, jefe? -dijo Linda Sánchez mirando admirativa a Gillette.
– Parece que todo marcha -respondió Bishop.
Diez minutos antes, mientras estaban ojeando el recorrido del mensaje de Phate y habían comprobado que Interpost era un chainer , Gillette había tenido una corazonada: que todo eso era una estratagema.
Gillette intuyó que el asesino, como cualquier experto en los juegos MUD, les había hecho una encerrona y que no había colgado las fotos para burlarse de ellos o amenazarlos sino para conseguir la dirección de la UCC y así poder introducirse en su ordenador.
Gillette se lo explicó al equipo y añadió:
– Y vamos a dejar que lo haga.
– Para poder rastrearlo nosotros a él -intuyó Bishop.
– Eso mismo -confirmó Gillette.
– Pero no podemos permitir que se infiltre en nuestro sistema -protestó Stephen Miller, señalando las máquinas de la UCC.
– Claro que no -repuso Gillette-. Voy a transferir todos los datos reales a unas cuantas copias de seguridad y los reemplazaré por archivos encriptados. Y mientras esté tratando de decodificarlos lo ubicaremos.
Bishop estuvo de acuerdo y Gillette transfirió toda la información reservada, como los archivos referentes al personal, a cintas y las reemplazó con ficheros codificados.
Acto seguido Gillette inició la búsqueda de Interpost y, cuando llegaron los resultados, vinieron acompañados del demonio Trapdoor.
– Es como un violador -dijo Linda Sánchez al ver cómo las carpetas del sistema se abrían y cerraban.
La profanación será el crimen del nuevo siglo.
– ¡Venga, venga! -daba ánimos Gillette a su programa HyperTrace, que soltaba un lánguido ping de sonar cada vez que identificaba un nuevo enlace en la cadena de conexión.
– ¿Y qué pasa si está usando un anonimatizador? -preguntó Bishop.
– Dudo que lo esté haciendo. Si estuviera en su pellejo andaría deprisa, y me conectaría lo más seguro desde un teléfono público o desde una habitación de hotel. Y usaría una máquina caliente.
– ¿Qué es eso? ¿Qué es una máquina caliente?
– Un ordenador que se usa una vez y luego se abandona -le explicó Nolan-. Y que no contiene nada que pueda servir para localizarte.
– Así que podría salir corriendo en cualquier momento.
– Podría, pero no creo que se huela que andamos tras él. Él no nos envía pings . Si nos movemos con rapidez quizá seamos capaces de dar con él.
Gillette se inclinó hacia delante, mirando con fijeza la pantalla del ordenador mientras las líneas del Hyper-Trace iban desde la UCC hacia Phate. Por fin se detuvieron en un enclave situado al nordeste de donde se encontraban.
– ¡Tengo su proveedor de servicios! -gritó, leyendo la información que aparecía en su pantalla-. Está conectado a ContraCosta On-Line en Oakland -se volvió hacia Stephen Miller-: Llama ahora mismo a Pac Bell.
La compañía telefónica completaría el rastreo desde ContraCosta On-Line hasta la misma máquina de Phate. Miller habló con el servicio de seguridad de Pac Bell con urgencia.
– Sólo unos pocos minutos -dijo Patricia Nolan con un matiz de tensión en su voz-: Sigue conectado, sigue conectado… Por favor.
Y entonces Stephen Miller, que estaba al teléfono, se puso rígido de repente y esbozó una sonrisa. Dijo:
– Pac Bell lo ha pillado. Está en el motel Bay View, en Freemont.
Bishop sacó el móvil. Llamó a la operadora de la Central y pidió que alertaran al equipo táctico.
– Quiero una operación silenciosa -ordenó-. Que los agentes se presenten allí en cinco minutos. Lo más seguro es que esté sentado frente a la ventana, sospechando el ataque, y tenga el coche en marcha en el aparcamiento. Dígaselo a los chicos del SWAT.
Luego llamó a Huerto Ramírez y a Tim Morgan y les dijo que se dirigieran también al motel.
Tony Mott veía todo esto como una nueva oportunidad de hacer de poli de verdad. No obstante, esta vez Bishop lo sorprendió:
– Vale, agente. Ahora se viene con nosotros. Pero se mantendrá en segundo plano.
– Sí, señor -dijo el joven con gravedad y sacó del armario una nueva caja de munición.
– Creo que con esos dos cargadores que lleva colgando -le comentó Bishop, aludiendo a su cinturón- será más que suficiente, agente.
– Claro. Vale -aunque esperó a que Bishop mirara en otra dirección para introducir un puñado de balas en el bolsillo de su impermeable.
– Tú te vienes conmigo -dijo Bishop a Gillette-. Antes pasaremos a recoger a Bob Shelton. Nos pilla de camino. Y ahora vamos a cazar a un asesino.
* * *
El detective Bob Shelton vivía en un barrio modesto cercano a la autovía de San José.
Los patios de las casas estaban llenos de juguetes de plástico de los más jóvenes, y las aceras de coches baratos: Toyotas, Fords, Chevys…
Frank Bishop condujo hasta la casa. No salió de inmediato sino que parecía que se lo estaba pensando. Por fin, habló:
– Quiero decirte una cosa sobre la mujer de Bob… ¿Recuerdas que su hijo murió en un accidente de coche? Ella nunca lo ha superado. Bebe demasiado. Bob dice que ella está enferma. Pero ésa no es la cuestión.
– Entiendo.
Caminaron rápidamente hasta la casa. Bishop llamó al timbre. No se oyó el sonido dentro, pero podían percibir voces lejanas. Voces enfadadas.
Y luego un grito.
Bishop miró a Gillette, dudó un instante y luego comprobó la puerta. No tenía echada la llave. La abrió, con la pistola en la mano. Gillette entró después de él.
La casa estaba hecha un asco. Llena de platos sucios, revistas y ropas amontonadas en la sala. Dentro olía a algo agrio: a una mezcla de ropa sucia y alcohol. Sobre la mesa había una comida que nadie había tocado: dos sandwiches de queso. Era la hora del almuerzo, las doce y media, pero Gillette no supo si los habían preparado para hoy o eran sobras de algún día anterior. No vieron a nadie pero en una habitación contigua oyeron que algo se rompía y luego unos pasos.
Tanto a uno como a otro los sacudió un grito, una voz pastosa de mujer que clamaba:
– ¡Estoy de puta madre! Crees que puedes controlarme. No sé por qué diantres piensas eso: tú tienes la culpa de que yo no esté bien.
– Yo no… -dijo la voz de Bob Shelton. Pero sus palabras fueron apagadas por otro estallido de algo que se había caído, o que tal vez le había arrojado su esposa-. Señor -murmuró él-. Mira lo que has hecho.
Desamparados, el hacker y el detective estaban de pie en la sala, sin saber qué hacer una vez que se habían metido en aquel berenjenal doméstico.
– Ya lo limpio yo -murmuró la esposa de Shelton.
– No, ya lo…
– Déjame en paz. No te enteras de nada. Nunca lo has hecho. No puedes entenderlo.
Gillette se fijó en el hueco que abría una puerta a medio volver en una habitación más allá del pasillo. Miró con atención. La habitación era oscura y de allí le llegaba un olor lúgubre. Sin embargo, lo que había llamado su atención no era el olor sino lo que había cerca de la puerta. Una caja de metal cuadrada.
– Mira eso.
– ¿Qué es? -preguntó Bishop.
Gillette se agachó y lo examinó. Dejó escapar una carcajada.
– Es una vieja CPU Winchester. Una grande. Ahora nadie las usa pero hace unos años eran lo mejor de lo mejor. La mayor parte de la gente las usaba para mantener tablones de anuncios en las primeras websites. Creía que Bob no sabía nada de ordenadores.
Bishop se encogió de hombros y no pareció pensar más en la caja cuadrada. La respuesta a la pregunta de por qué Bob Shelton tenía un disco de servidor nunca se disipó, pues en ese mismo momento el detective caminó por el pasillo y puso cara de susto cuando advirtió la presencia de Bishop y de Gillette.
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