– ¿Cuál es tu segundo nombre? ¿Alguna ayuda por ese lado?
El titubeó.
– Ninguna, me temo. Es Randolf.
Stacy se echó a reír y le hizo señas para que entrara. Se sentó al borde de su mesa. El tomó aliento en un sillón, frente a ella.
– ¿Siempre has sido profesor privado?
– Siempre he sido educador -puntualizó él-. Pero esto está mejor pagado, y se trabaja menos. Y los estudiantes son mejores.
– Eso me sorprende. ¿Dónde has dado clase?
– En varias universidades.
Ella arqueó las cejas.
– ¿Y prefieres esto?
– Suena raro, pero es un privilegio trabajar con un intelecto como el de Alicia. Es emocionante.
– Pero, si enseñabas en la universidad, seguramente muchos de tus alumnos…
– No como Alicia. Su mente… -hizo una pausa como si buscara la descripción adecuada-… me deja pasmado.
Stacy no sabía qué decir. Suponía que una persona tan corriente como ella no podía llegar a comprender un intelecto semejante.
Dunbar se inclinó un poco hacia delante con expresión malévola.
– La verdad es que soy un poco hippy. Me gusta la libertad que me ofrece dar clases privadas. Nosotros mismos fijamos las clases y los horarios. Nada es rutinario.
– A veces la rutina está bien.
Él asintió con la cabeza y se recostó en el sillón.
– Ahora estás hablando de tu propia experiencia. Una ex detective de homicidios convertida en asesora técnica. Apuesto a que ahí hay una buena historia.
– Sólo una chica dura que se ha vuelto blanda.
– ¿Te cansaste de sangre y vísceras?
– Algo parecido -miró su reloj y se incorporó-. Odio dejarte así, pero…
– Tienes clase -dijo él-. Y yo también -sonrió con cierta melancolía-. Puede que alguna vez podamos hablar sobre los escritores románticos.
Al separarse, Stacy tuvo la clara sensación de que Clark Dunbar quería algo más de ella que hablar de literatura.
Pero ¿qué era?
Martes, 8 de marzo de 2005
9:30 p.m .
Stacy estaba sentada a una mesa de la segunda planta de la biblioteca de la Universidad de Nueva Orleans, rodeada de libros. Uno de ellos era una edición de Alicia en el País de las Maravillas . Había leído las 224 páginas del relato y se había puesto luego a hojear unos pocos ensayos críticos sobre el autor y su obra más célebre.
Había descubierto que Lewis Carroll era considerado por algunos el Leonardo da Vinci de su tiempo. Aquello le pareció interesante, ya que su nuevo jefe se consideraba un moderno Da Vinci. Se reservó aquella idea y fijó de nuevo su atención en las cosas que había aprendido acerca del autor decimonónico. A pesar de que en principio no había sido más que un cuento ideado para divertir a una muchacha durante un paseo por el parque, y de que sólo posteriormente había sido puesto por escrito, aquella historia se había convertido en un clásico.
Y no sólo en un clásico, sino en una obra analizada casi hasta el hartazgo. Según los ensayos críticos, Alicia en el País de las Maravillas distaba mucho de ser una fantasía infantil acerca de una niña que se cae en la madriguera de un conejo y aparece en un mundo rocambolesco, y ahondaba en temas como la muerte, el abandono, la esencia de la justicia, la soledad, la naturaleza y la educación.
Nada que ver, por tanto, con un alegre pasatiempo.
Stacy se preguntaba si los críticos y estudiosos inventaban aquellas cosas para justificar su propia existencia. Frunció el ceño al pensarlo. Aquellas ideas no serían del agrado de sus profesores.
Ya había conseguido que el profesor Grant la incluyera en su lista negra. Había llegado tarde a clase y Grant se había enfadado. Para colmo, no iba preparada y el profesor se había percatado de ello enseguida y le había dejado bien claro que el departamento esperaba algo más de sus estudiantes de licenciatura.
Stacy dejó el bolígrafo y se frotó el puente de la nariz. Estaba cansada, hambrienta y desilusionada consigo misma. La universidad era su oportunidad de cambiar de vida. Si la echaba a perder, ¿qué haría? ¿Volver a la policía?
No. Eso nunca.
Pero tenía que atrapar al canalla que había matado a Cassie. Se lo debía a su amiga. Si por ello le bajaban las notas, que así fuera.
Volvió a fijar su atención en el ensayo que tenía ante ella. La idea subyacente de un mundo en el que la locura es cordura y las normas de…
Las letras se emborronaron. Le escocían los ojos. Intentó contener las lágrimas, el deseo de llorar. No había llorado desde aquella primera noche, al encontrar los cuerpos. Y no lloraría. Era fuerte, podía evitarlo.
De pronto cobró conciencia de lo silenciosa que estaba la biblioteca. Tuvo la sensación de haber vivido ya aquel momento y un escalofrío le erizó la nuca. Cerró los dedos alrededor del bolígrafo.
Aguardó. Escuchó. Como en una repetición de la noche del jueves anterior, oyó un ruido tras ella. Una pisada, un susurro.
Se levantó de un salto y se giró bruscamente, con el bolígrafo en la mano.
Malone. Sonriéndole como el maldito Gato de Cheshire de Carroll.
El levantó las manos en un gesto de rendición. Llevaba un ejemplar de las Notas de Cliff sobre Alicia en el País de las Maravillas .
Estupendo, los dos pensaban lo mismo. Ahora sí que tenía ganas de llorar.
Spencer señaló el bolígrafo.
– Tranquila. Voy desarmado.
– Me has asustado -repuso ella, irritada.
– Perdona.
Él no parecía sentirlo en absoluto.
Stacy dejó el bolígrafo en la mesa.
– ¿Qué haces merodeando por la biblioteca?
El enarcó las cejas.
– Lo mismo que tú, por lo visto.
– Que Dios se apiade de mí.
Spencer se echó a reír, retiró una silla, le dio la vuelta y se sentó a horcajadas frente a ella.
– A mí también me gustas.
Stacy sintió que se sonrojaba.
– Yo nunca he dicho que me gustaras, Malone.
Antes de que Spencer pudiera contestar, a ella le sonaron las tripas.
Él sonrió.
– ¿Tienes hambre?
Ella se llevó una mano al estómago.
– Y además estoy cansada y tengo un dolor de cabeza que me está matando.
– Tienes bajo el nivel de azúcar, seguro -metió la mano en el bolsillo de su chubasquero y sacó una chocolatina. Se la ofreció-. Tienes que cuidarte más.
Ella aceptó la chocolatina. La abrió, dio un mordisco y dejó escapar una exclamación de placer.
– Gracias por tu interés, Malone, pero estoy perfectamente.
Dio otro mordisco. El azúcar surtió un efecto casi inmediato sobre su dolor de cabeza.
– ¿Siempre llevas chocolatinas en el bolsillo?
– Siempre -dijo él solemnemente-. Para pagar a los soplones.
– O para sonsacar información a mujeres hambrientas y con jaqueca.
El se inclinó hacia delante.
– Corre el rumor de que pasas mucho tiempo con Leo Noble. ¿Te importa decirme por qué?
– ¿A quién estás siguiendo? -replicó ella-. ¿A Leo o a mí?
– ¿Por qué ha contratado Noble a una ex detective de homicidios? ¿Para protegerse? Y, si es así, ¿de quién?
Ella no negó que trabajara para Noble. De todas formas, no serviría de nada. Malone ya lo sabía.
– Asesoramiento técnico. Está escribiendo una novela.
– Chorradas.
Ella cambió de tema y miró el libro que sostenía Malone.
– Estoy impresionada. Parece que estás haciendo tus deberes. Aunque sean los de literatura.
Él esbozó una sonrisa.
– No te hagas ilusiones. Aún no lo he leído.
– ¿Demasiado para ti?
– No está bien morder la mano que te da de comer. Y tienes chocolate en los dientes.
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