– No quieres decírmelo -dijo Shan-. ¿No quieres decirme sus nombres?
Maureen negó con la cabeza, apretó el peine y se clavó otra púa en la piel de la mano. Por los altavoces anunciaron la salida del puente aéreo a Manchester. Shan se apoyó en la mesa y acercó su cara a la de Maureen. Ella se habría apartado para distanciarse de él pero estaba tan tensa que no sabía si habría sido capaz de reclinarse con naturalidad en su silla; podría parecer que iba a largarse.
– Iona no tenía ninguna aventura -dijo Shan en voz baja-. Te lo dijo la mujer de la limpieza, ¿verdad? ¿Susan, la bocazas?
Maureen asintió. Era mentira, pero si intentaba hablar su voz sonaría alta y temblorosa y no quería que él supiera lo asustada que estaba.
– Susan vio cómo violaban a Iona. Lo vio por la ranura de la persiana. La estaban violando en el despacho de uno de los psiquiatras y sólo porque no le golpeaba ni gritaba, Susan decidió que tenían una aventura -le aclaró Shan, y todavía con el ceño fruncido, se llevó la lata a la boca, bebió un trago largo de soda y la volvió a dejar sobre la mesa-. No fumarás por casualidad, ¿verdad?
– Sí -su voz sonaba como la de una ardilla.
– ¿Tienes un cigarrillo?
– Sí.
Tuvo que soltar el peine para coger el bolso con la mano izquierda. Su palma rehuyó la superficie metálica del peine como lo harían unos muslos desnudos al sentarse en el asiento de un coche expuesto al sol. Cogió la mochila con manos temblorosas por la descarga de adrenalina que le había provocado el escalofrío. Sacó el paquete y prefirió echarlo sobre la mesa que pasárselo a Shan por si notaba que le temblaban las manos. La cajetilla se deslizó por la superficie pulida y chocó contra la taza de café, lo que hizo que el líquido marrón se vertiera sobre la mesa blanca. Shan alargó la mano rápidamente, con tranquilidad, y apartó el paquete del café derramado. Cogió un cigarrillo y lo encendió con un Zippo de latón nuevo que había sacado del bolsillo.
Los que fuman sólo de vez en cuando no tienen encendedores Zippo porque son caros e incómodos de llevar. Shan debía de tener tabaco. Quizá había visto que Maureen cogía el peine de la bolsa, quizá le había pedido un cigarrillo para que ella lo soltara y se quedara indefensa. Acercó la mano temblorosa al paquete y lo cogió otra vez. Él la miraba.
Shan le dio la primera calada al cigarrillo y retuvo el humo en los pulmones. Echó la ceniza debajo de la mesa con un gesto afectado y miró el pitillo. Shan tenía un Zippo porque fumaba mucho hachís. La miró y relajó el semblante.
– No tienes por qué tenerme miedo -le dijo-. Voy a contarte todo lo que sé y luego puedes marcharte antes que yo, después, o venirte conmigo. Lo que te haga sentir más segura.
– Bien -dijo Maureen.
– Lo siento si te he asustado, olvidé lo que te ha pasado. Ni siquiera sabes quién soy. Supongo que para ti podría ser cualquiera.
– No sé si se puede fumar aquí -dijo Maureen cambiando de tema.
– Sí, bueno, a la mierda -dijo Shan sin alterarse.
Maureen cogió el paquete y sacó un cigarrillo para ella. Shan le dio fuego con su Zippo.
– Venga, sigue.
– Sí, vale -dijo Shan, volvió la cabeza hacia la ventana para mirar la autopista y siguió con la mirada las luces de los coches que pasaban-. Lo de Iona y las violaciones de la sala Jorge I, lo hizo la misma persona…
Lo dijo en voz baja pero Maureen oyó el nombre. Hizo un esfuerzo por respirar y absorbió el humo del tabaco tan profundamente que le dolió.
– ¿Estás seguro?
– Sí -dijo Shan, y echó la ceniza del cigarrillo debajo de la mesa con tranquilidad-. ¿Me crees?
– Por Dios, ¿por qué crees que fue él?
– Es una larga historia.
Maureen apagó el cigarrillo, aplastándolo bien, y se levantó.
– Necesito un trago -dijo ella-. Voy a por una cerveza. ¿Quieres una?
Shan levantó la cabeza y la miró.
– ¿Qué? ¿Algo con alcohol?
– Sí.
Shan metió la mano en el bolsillo de su chaqueta.
– No, no, yo pago -dijo Maureen-. ¿Qué quieres?
– ¿Whisky? Vaya, no, mejor no, tengo que conducir.
Maureen se encogió de hombros.
– Tú decides. Uno sí que podrás tomar, ¿no?
– Bueno -dijo, se notaba que le apetecía-. Bueno, venga, tráeme un whisky si hay.
Maureen serpenteó entre las mesas, dio la vuelta a las mamparas de cristal y se dirigió a la zona de comida desierta del centro de la cafetería. Compró una mini botella de whisky y una lata fría de Kerslin, una cerveza extra fuerte de sabor amargo debido a la dosis de alcohol aumentado artificialmente. Cuando pasó por la caja, cogió dos tazas de plástico y cuatro sobres de azúcar y se los metió en el fondo del bolsillo, debajo del busca.
Shan estaba apoyado pesadamente en la mesa, con la barbilla sobre una mano, mirando el tráfico de la autopista. Le cogió la botellita de whisky, se lo sirvió en la taza de plástico y tomó un sorbo con cuidado. Maureen sonrió y se sentó.
– No bebes mucho, ¿verdad? Yo me lo habría bebido de un solo trago.
Shan miró la lata de cerveza de Maureen.
– ¿Cómo coño puedes beberte esa mierda? Sabe a etanol.
– Sí -dijo Maureen-. Por eso me gusta. ¿Cómo sabes todo esto, Shan?
– Como te he dicho, es una larga historia -dijo él, y bajó la cabeza hacia el vaso de whisky, disfrutando del aroma. Soltó un suspiro y miró por la ventana-. Fue hace poco, fui a trabajar un día y antes de ponerme el uniforme, una de las limpiadoras entró corriendo en la sala de personal. Alguien estaba llorando en los servicios. Entré. -Shan hablaba deprisa y en voz baja como si estuviera haciendo el informe de un caso-. Era Iona. Estaba en uno de los servicios. No pude hacerla salir. Trepé por la pared. Estaba sentada en el suelo con las bragas bajadas hasta los tobillos. Se estaba rascando, se rascaba el coño. Conseguí que parara y le dije que iba a llevarla arriba a que la viera un médico. Empezó a rascarse otra vez.
Shan cogió otro de los cigarrillos de Maureen sin pedírselo, lo encendió y se acabó lo que le quedaba de whisky antes de sacar el humo.
– ¿Cuándo fue eso? -le preguntó Maureen.
– Hace ocho… -dijo, y se rascó la frente mientras pensaba en ello-. ¿Ocho? No, hace nueve semanas.
– ¿Siete semanas antes de que mataran a Douglas? -dijo Maureen.
– Sí. Conocía a Iona del Northern. Yo trabajaba en la sala Jorge I cuando se produjeron las misteriosas violaciones. Nos trasladaron a todos, incluso al personal femenino. A los que estaban contratados a través de una oficina de empleo los mandaron a sus casas y no volvieron a trabajar más. Ése fue el caso de Jill McLaughlin. Iban a darle un trabajo de jornada completa en el Northern y no volvió a trabajar.
– Por eso se puso tan nerviosa cuando la llamé.
– Sí. Sólo se quedó el personal con más antigüedad, ellos no quedaron estigmatizados. No sabíamos que habían violado a Iona. No tenía marcas de cuerdas, nadie sospechó nada. Supongo que sabes a qué me refiero cuando hablo de marcas de cuerdas.
– Yvonne Urquhart todavía tiene una en el tobillo.
– ¿Yvonne? -dijo, y se le iluminó la cara-. ¿Cómo está? ¿La has visto?
– Será mejor que no te cuente cómo está Yvonne…
Shan la miró atentamente.
– Ya, de todas formas puedo imaginármelo -dijo, y su voz se volvió un susurro-. Yvonne tuvo una apoplejía… después… Así que, bueno, Iona no quiso subir conmigo. Me dijo que quería irse a casa, sólo decía eso, que quería irse a casa. Decidí llevarla a su casa, y quedarme con ella hasta que le pasara el ataque de pánico, limitar el dolor. No hablaba. Cuando llegamos a su casa, me dijo que él le había hecho daño. Ella sabía a qué se refería y yo sabía lo que me estaba contando. Le pregunté si quería que fuéramos a la policía y empezó a rascarse la piel otra vez, así que la llevé a la Clínica Dowling a que la viera Jane Scoular. Allí todo son mujeres y la ingresaron de urgencia. Al día siguiente, se colgó en los servicios del personal.
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