Denise Mina - Muerte en Glasgow

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente.
A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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No era fuerte, pero lo oyó. Era una mujer con voz asustada. Conocía el sonido a la perfección. Venía del piso de arriba.

Se asomó fuera, abrió la boca y se puso a gritar. Se inclinó hacia adelante por el esfuerzo que estaba haciendo. Gritaba mucho y tan fuerte como podía y la cara se le puso roja. No decía nada, sólo gritaba.

Algunas mujeres que pasaban por la calle se acercaron corriendo y le sujetaron la cara entre sus manos. Le acariciaban e intentaban que se calmase pero no iban a poder consolarle. No paró de gritar hasta que el hombre de los zapatos caros pasó por detrás de las mujeres y salió a la calle. No se calló hasta que él se hubo marchado. De repente, dejó de gritar. La señora Hatih le dio un caramelo. Su padre le decía que no aceptara nada de los paquistaníes pero lo necesitaba porque le dolía la garganta de tanto gritar.

Leslie dejó a Maureen en el centro y volvió a casa de Siobhain. Duke Street, la carretera que va hacia el este, estaba colapsada. Se quedó en el carril exterior, serpenteando entre el tráfico inmóvil y disfrutando del balanceo y la energía de la moto.

Un niño pequeño estaba jugando con una pelota de fútbol en el vestíbulo del piso de Siobhain. Dejó de jugar cuando Leslie entró, sujetó la pelota con el brazo delgaducho y la miró.

– Hijo -le dijo Leslie-, ¿una mujer te ha dado una libra hace un rato?

– Sí -contestó el niño sonriendo-. Y he gritado muy fuerte.

– ¿Ha venido un hombre?

– Sí -dijo con una sonrisa ancha-. Se ha puesto a hacer algo en la puerta.

Leslie le dejó allí y subió corriendo los peldaños de las escaleras de dos en dos.

Aporreó la puerta de Siobhain y la llamó a gritos. El niño la siguió hasta el rellano. Miraba la puerta y agarraba el pantalón de piel de Leslie por la parte de atrás de las rodillas. La placa metálica de la cerradura tenía unos arañazos recién hechos, como si alguien hubiera intentado meter algo puntiagudo en el ojo.

– ¡Siobhain! -gritó Leslie-. Soy Leslie, la amiga de Maureen, nos vimos anoche. ¡Déjame entrar! ¡Abre la puerta!

Oyeron unos arañazos nerviosos mientras Siobhain descorría el pestillo. La puerta se abrió un centímetro y Siobhain miró fuera cuando vio que era Leslie quien llamaba, retrocedió y dejó que la puerta se abriera sola. Tenía los ojos vidriosos. Leslie entró en el recibidor, rodeó a Siobhain con sus brazos y le dio unas palmaditas en la espalda. El niño miró a Siobhain de arriba abajo.

– No le ha pegado, ¿no? -le preguntó a Leslie negando con la cabeza.

– ¿Cómo?

– Que no le ha pegado, ¿verdad?

La pregunta desconcertó a Leslie.

– No, hijo, no le ha pegado -dijo ella, y le cerró la puerta en las narices.

Leslie cogió una bolsa de plástico de la cocina y metió dentro unas braguitas, un cepillo de dientes y un jersey. Fue al tocador y echó dentro los botes de pastillas. Se aseguró de que Siobhain tuviera la llave del piso y le puso un abrigo grueso.

– ¿Has ido en moto alguna vez, Siobhain?

Ella no respondió. Leslie le abotonó el abrigo.

– Tú relájate y no te pasará nada, ¿vale?

Leslie puso las manos en las caderas de Siobhain y las movió de un lado a otro.

– Relájate y no nos pasará nada, ¿vale? Deja que sigan los movimientos de la moto.

Ayudó a Siobhain a bajar las escaleras.

– Ven aquí, hijo. La mujer me pidió que te diera esto.

Leslie le dio una libra.

– He hecho que parara-dijo con una expresión culpable en su mirada.

Leslie le dio un beso en la cabeza.

– Ya lo sé, hombretón -le dijo Leslie-. Ya lo sé.

Le ató el casco a Siobhain y la ayudó a pasar la pierna por encima del asiento. Siobhain estaba tan asustada que tenía el cuerpo rígido. Sería como llevar una nevera en la moto.

30. Paulsa

Maureen llamó a casa de Leslie por si había llevado allí a Siobhain. Leslie contestó casi de inmediato. Le contó que habían intentado forzar la cerradura pero que el hombre no había entrado y que el niño le había dicho que le había asustado con sus gritos.

– Dios mío -dijo Maureen-. Creía que se trataba de un recuerdo.

– No, estuvo allí, a no ser que el niño sea un pequeño timador.

– Entonces, ¿parecía que habían intentado forzar la cerradura?

– Sí -contestó Leslie-. Y a juzgar por el estado en que se encuentra Siobhain, estoy segura de que él ha estado en el piso. No habla y no sé si es capaz de ver bien. Iría a buscarte pero me da miedo dejarla sola.

– No te preocupes. Estaré en tu casa dentro de un par de horas.

– De acuerdo, y trae algo de beber.

– ¿Qué?

– Algo barato y fuerte.

De camino a casa de Paulsa, Maureen se detuvo en un cajero automático e insertó su tarjeta. Sacó doscientas libras del dinero de Douglas y se las metió en el bolsillo de atrás de los pantalones para guardarlas aparte. No tenía la sensación de que ese dinero fuera suyo en absoluto. Todavía no sabía por qué se lo había dado.

Paulsa vivía en Saltmarket. El piso estaba al lado de un pub unionista que tenía la bandera inglesa pintada en una de las ventanas. Maureen nunca había estado en casa de Paulsa, ni en casa de cualquier otro camello aparte de la de Liam, y no sabía qué esperar. Pero la gente entraba y salía de las casas de los camellos continuamente, se dijo a sí misma, y no la mataban o violaban en el umbral. Y, de todas formas, era la hermana pequeña de Liam y Paulsa necesitaba aliados.

El piso tenía portero automático. Supuso que el timbre más sucio sería el de Paulsa y lo pulsó. El altavoz hizo un ruido y oyó una voz distante.

– ¿Sí? -contestó la voz.

– ¿Está Paulsa? -dijo Maureen, bajando el tono e intentando poner una voz áspera.

– ¿Paulsa? ¿Quién es Paulsa?

– Soy la hermana pequeña de Liam O'Donnell.

La puerta soltó un zumbido emocionado. Maureen la abrió de un empujón y subió al primer piso. Cuando estaba en el rellano, una de las puertas se abrió despacio. Paulsa la miró de arriba abajo. Tenía la cara de un color amarillo pálido, incluso el blanco de los ojos tenía un matiz amarillento. Llevaba unos vaqueros azul oscuro, unas zapatillas Nike último modelo y una camiseta Adidas naranja con una mancha marrón de comida. Tenía el aspecto de ser la última persona en el mundo que necesitara llevar ropa deportiva: no parecía que fuera a estar mucho tiempo entre los mortales. Sonrió despacio con la mandíbula abierta y Maureen le vio los dientes, los cuales, por cierto, estaban en muy mal estado: tenía el esmalte picado con manchas negras a intervalos regulares. Maureen se sintió como una de esas mujeres bienintencionadas de las parroquias que van a ayudar a los pobres.

– Eres la hermana pequeña de Liam -dijo Paulsa arrastrando las palabras.

– Sí.

– Te vi en el periódico. La camiseta que llevabas era muy elegante.

Paulsa volvió a sonreír a cámara lenta y su cabeza describió un círculo pequeño. Probablemente intentaba asentir. A este paso iban a pasarse toda la noche en el rellano. Maureen se acercó y él retrocedió despacio para dejarla entrar en el piso.

El salón tenía las paredes pintadas de un bonito color verde claro y un sofá y dos sillas marrones que parecerían nuevos, si no fuera por las quemaduras de cigarrillos que tenían en los brazos. Había una mesita de cristal llena de paquetes de papel de fumar, trozos de papel de aluminio, cerillas y cajetillas de tabaco vacías y rasgadas. En medio de aquel caos, como si fuera un centro de flores, había un encendedor de mesa de ónice cursi y absurdo. En el suelo y junto a un inmenso y llenísimo cenicero, había un par de cajas de pizza.

Paulsa entró en el salón cautelosamente de puntillas como si fuera un enfermo de Parkinson. Se dejó caer en el sofá, levantó la cabeza y le sonrió.

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