Denise Mina - Muerte en Glasgow

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente.
A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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– ¿Entonces fue ella quien recogió la lista en el Northern?

Maureen le dio una calada al cigarrillo.

– Creo que está intentando encontrar al tipo que cometió los asesinatos y creo que está poniendo en peligro la vida de mucha gente inocente.

– Eso es ridiculo -dijo, y se sonrojó-. No soy estúpida, Joe. Nunca haría eso. Lo que ocurre es que tengo mala suerte, eso es todo.

Maureen vio cómo a McEwan se le contraían los huesos de la mandíbula al apretar los dientes, molesto.

– Hemos seguido todos y cada uno de sus pasos, Maureen. Incluso si no hubiera sido así, habríamos sabido lo que tramaba. ¿Le suena el nombre de Jill McLaughlin? Acabamos de llamarla. Nos dijo que usted la telefoneó y le hizo todo tipo de preguntas.

Maureen clavó la mirada en una marca pegajosa que había en el respaldo del asiento del pasajero.

– Le hice preguntas sobre ella -dijo Maureen malhumorada.

– Le preguntó por la sala Jorge I.

– De todas formas, no me contó nada.

McEwan la miró un instante.

– ¿Y qué me dice de Daniel House? ¿Qué me contesta a eso?

– ¿Daniel House?

– Estuvo allí para preguntar por Douglas, ¿verdad? La vimos entrar y salir. Anoche una de las enfermeras vio una foto de Douglas en la televisión. Nos llamó y nos dijo que él había estado allí, que nos lo contaba por si era importante, y que alguien había ido hasta allí para preguntar por él, una mujer joven de ojos azules.

Maureen no quería mirarle. Hablaba con una voz tan dulce que estaba convencida de que McEwan se estaba preparando para gritarle.

– Maureen -le dijo McEwan en voz baja-, extraoficialmente, ese tío es un hijo de puta depravado. No he visto nada parecido desde hace mucho tiempo. Tiene que dejarlo. Es una locura, no sabe lo que hace.

Maureen le miró. McEwan no estaba enfadado, sino preocupado.

– Ahora ya sabemos lo que ocurrió en el Northern y estamos siguiendo la pista de los hombres que estuvieron ingresados allí, así como del personal médico masculino que tenía acceso a las salas. Estamos vigilando a un firme sospechoso de los asesinatos, así que lo tenemos todo bajo control.

– ¿Se trata de Benny?

McEwan le dirigió una mirada de desaprobación.

– Déjelo. ¿Me promete que va a dejarlo?

McEwan se lo estaba pidiendo y lo hacía con buenas maneras.

– De acuerdo -le contestó ella fingiendo que lo decía de mala gana-. Está bien, lo dejaré. Sólo dígame si se trata de Benny o no sabré si tengo que pulsar la alarma si viene a verme.

McEwan sacudió la cabeza despacio. Se tomaba su tiempo para considerar las consecuencias que tendría decírselo. No habría tardado tanto en contestar si no se tratara de Benny.

– De acuerdo, no tiene que decirlo, ya lo he captado.

– Bien -dijo él-. Bueno, hasta que procedamos al arresto, está usted en peligro. Quiero que se quede en casa. Si es posible no salga, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Y ciérrese con llave.

– Muy bien, Joe.

McEwan se inclinó por delante de ella para abrir la puerta, pero Maureen levantó la mano y le detuvo.

– Siento haber estado tan maleducada el otro día, cuando le dije… lo que le dije, pero es difícil dejar a un lado tu propia vida y que otros se encarguen de solucionarla, ¿sabe? Supongo que la mayoría de la gente no reacciona con naturalidad.

McEwan se recostó en su asiento y la miró.

– En eso se equivoca. La mayoría de la gente sí que reacciona con naturalidad -dijo McEwan con un tono de reproche en su voz que Maureen nunca hubiera imaginado en él-. ¿Todavía tiene el busca?

– Sí -dijo dándose una palmadita en el bolsillo-. Lo tengo.

– Utilícelo a la más mínima sospecha. ¿De acuerdo?

– Sí.

McEwan le cogió el cigarrillo a Maureen y le dio una calada.

– Joe, ¿usted fuma o no?

– Lo he dejado -dijo, se lo devolvió y se inclinó para abrir la puerta.

– Sé que esta mañana estaba fingiendo -le dijo Maureen-. Sé que ha aparentado ser simpático. Le habría dado la lista de todas formas, no tenía por qué hacerlo.

McEwan parecía sorprendido, pero no dijo nada.

– Ha sonreído cuando me ha ayudado a ponerme el abrigo -le explicó Maureen-. Eso le ha traicionado. Ahora ha estado mejor, la forma en que me ha tratado.

McEwan tosió.

– No la estoy tratando de ninguna forma -dijo, y miró por la ventanilla.

Se quedaron allí sentados en un silencio sepulcral.

– Muy bien -dijo Maureen con dificultad-. Bueno, de todas formas, así es mucho mejor.

Maureen se bajó del coche, dio cuatro pasos y se le cayó la bufanda. McAskill se adelantó y la recogió del suelo.

– El armario del recibidor -le susurró-. Sus huevos. Se los cortó y los puso allí dentro.

McAskill volvió a sentarse en el asiento del conductor y Mc-Mummb detrás, junto a McEwan. El coche bajó de la acera, recorrió el callejón sin salida y salió a la carretera principal. Maureen les observó mientras doblaban la esquina. McEwan le decía algo serio a McMummb.

– Y diles que no la pierdan de vista ni un segundo -dijo McEwan.

– Sí, señor -dijo McMummb, y anotó la orden en su libreta.

– Tenías razón -le susurró Maureen a Leslie-. Lo hizo un hombre.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó Leslie.

– A Douglas le cortaron los huevos. Eso es lo que había en el armario.

– ¿Y por eso tuvo que hacerlo un hombre?

– Una mujer le habría cortado la polla. Para nosotras, los huevos no tienen una carga simbólica especial, ¿no crees?

– No lo sé -dijo Leslie-. No puedo hablar por todas las mujeres. ¿Crees que se trata del violador del Northern?

– Sí.

– ¿Se lo dijiste?

– No.

– Y entonces, ¿qué vas a hacer?

– Voy a ir a por ese cabrón -dijo Maureen, se puso el casco y se lo ató fuerte.

Maureen se sentó en el asiento trasero de la moto y cerró los ojos mientras Leslie la llevaba al centro. Se agarró a su cintura y sintió el ronroneo del motor debajo de ella y el aire frío en su rostro. La nuca le escocía. Oyó el ruido lejano del tráfico a través del casco.

En otros tiempos, su cara caliente descansaba sobre el muslo húmedo de Douglas. Él le acariciaba el pelo con suavidad. La polla todavía mojada le colgaba a un lado y se le contraía involuntariamente; sus huevos se encogían y adoptaban la forma de un corazón.

29. El niño

La pelota de fútbol rebotaba con fuerza contra la pared. Diez, once, ocho, siete, diez, once, ocho, tres, cuatro, y seguía. El hombre llevaba unos zapatos muy caros. Pasó a su lado y subió las escaleras. Dentro de un minuto, la cena estaría lista, la tele encendida y la casa, caliente. Los golpes en el piso de arriba sólo eran alguien que llamaba a la puerta.

Pensó en el dinero. ¿Qué era, otra libra si el hombre intentaba pegarla o aunque no lo intentara? No se acordaba pero el ruido venía de arriba.

Dejó la pelota en el suelo con cuidado, asegurándose de que no se iba rodando hacia fuera. No le dejaban salir y si la pelota se iba rodando tendría que esperar a que mamá la fuera a buscar. Subió las escaleras sigilosamente a cuatro patas y sacó la cabeza por la barandilla lo justo para verle los pies. El hombre estaba en la puerta. Oía unos arañazos. Al hombre le temblaban las piernas. El niño subió un poquito más las escaleras y vio que con las manos movía algo en la cerradura. Lo metía y lo sacaba deprisa. Pero no estaba aporreando la puerta como si fuera a darle una paliza a la mujer. El niño bajó al vestíbulo y miró fuera, con los pies dentro y sujetándose a la pared. Se asomaba para buscar a su madre. Pasaba gente todo el rato pero ella no estaba ahí fuera. Sólo era gente que volvía de trabajar o de hacer recados.

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