– Se ha exaltado y ha sufrido una crisis nerviosa -dijo mientras le cogía la mano-. ¿Verdad, cielo? -y señaló el vestíbulo de la recepción-. Casi mata a la pobre Gurtie del susto.
Maureen le cogió la mano a Siobhain.
– ¿Quieres ir a casa y echarte un ratito?
Siobhain cerró los ojos y asintió con la cabeza.
El hombre del pelo oscuro la ayudó a ponerse la cazadora. Maureen cogió su abrigo de las manos de la mujer del traje pantalón y agarró a Siobhain del brazo. Salieron del Centro de Día.
Podía tratarse de un recuerdo del pasado; era improbable que el violador hubiera entrado en el Centro a plena luz del día. El personal no había visto a nadie en la sala exceptuando a Gurtie. Por su propia experiencia con los recuerdos del pasado, Maureen sabía lo difícil que era diferenciarlos de la realidad y sabía que la tensión podía desencadenarlos. Quizás este episodio fuera un efecto secundario de la entrevista con Joe McEwan. Maureen echó un vistazo a la calle para ver si veía algún peatón o algún coche ocupado. El único coche que había era un Ford azul, pero dentro había dos personas y estaban hablando tranquilamente.
Maureen y Siobhain caminaban despacio y torcieron la esquina.
– No fue Gurtie -susurró Siobhain.
– Sé que no fue Gurtie a quien viste, cariño. ¿Puedes decirme su nombre?
Siobhain se dobló hacia adelante y se quedó rígida. Cerró con fuerza los ojos y vomitó trozos blancos de pan y escupió sobre sus zapatos.
Maureen la ayudó a ponerse derecha.
– Lo siento, Siobhain, lo siento.
Maureen se paró junto al bordillo y esperó a que el tráfico se detuviera para cruzar hacia la cabina, pero Siobhain le tiró de la manga.
– Iba a llamar a Leslie -le dijo Maureen.
– A casa -dijo Siobhain-. A casa.
– Pero no puedo estar contigo todo el día y creo que alguien tendría que hacerte compañía.
Siobhain no le hizo caso y siguió tirándole de la manga.
– A casa -repitió, y siguió caminando hacia su casa.
En el vestíbulo había un niño pequeño que llevaba un corte de pelo de doble capa y sujetaba una pelota de fútbol. Llevaba una camiseta del Manchester United. Se pegó contra la pared para dejarlas pasar y se quedó mirando a Siobhain mientras ésta subía las escaleras arrastrando los pies. Cuando acabaron de pasar, el niño se puso a jugar de nuevo: le daba cabezazos a la pelota contra la pared del vestíbulo. Intentaba que la pelota no tocara el suelo y dejaba marcas de barro redondas en la pared color crema. Tendría seis o siete años, era demasiado pequeño para salir solo.
El olor a brezo no era tan penetrante como recordaba Maureen: estaría acostumbrándose a él. Le preparó a Siobhain una taza de té mientras oía el golpeteo rítmico de la pelota del niño contra la pared del vestíbulo de abajo. Sacó la bolsa de té de la taza y le añadió tres terrones de azúcar.
Siobhain bebió un buen trago.
– Azúcar -dijo.
– Es bueno para cuando una sufre un shock -dijo Maureen, y agarró la taza por la base y la acercó a la boca de Siobhain.
Con la vista fija en la moqueta, Siobhain se bebió el té rápido, tomando largos tragos. Esbozó una sonrisa. El té le había dejado una mancha marrón en la comisura de los labios. Maureen cogió la taza y la dejó en el suelo.
– Siobhain, de verdad creo que tendrías que ir a casa de Leslie, no deberías quedarte sola. Lo único malo es que tendrías que subirte a la moto…
– No -susurró Siobhain, sacudiendo despacio la cabeza-. No.
– Siobhain, no puedo quedarme contigo todo el día y creo que ahora no deberías de estar sola.
– Quédate.
– No puedo, de verdad. Tengo que hacer unas cosas.
Siobhain apretó los labios, volvió la cabeza hacia Maureen y se quedó mirándola con una expresión dolida y enfadada en sus ojos.
– Quédate.
– No puedo quedarme, Siobhain. ¿Puedo llevarte a casa de Leslie?
Siobhain volvió la cabeza hacia el otro lado.
– Quédate.
– Siobhain, puedo quedarme un par de horas pero no todo el día.
La cara de Siobhain se volvió roja y empezó á temblar de rabia e impotencia. Tenía el cuello tenso y abrió la boca para soltar un grito sordo y terrible. Se levantó y caminó arrastrando los pies mientras tiraba del brazo de Maureen, sacudiéndolo para que se levantara. Arrastrándola, empujándola y dándole codazos, obligó a Maureen a ir hacia el recibidor. Abrió la puerta y la empujó hacia el rellano. Cerró la puerta y Maureen se quedó quieta, sorprendida de estar en el descansillo frío. Oía a Siobhain respirar al otro lado de la puerta.
– Siobhain, al menos enciérrate con llave, joder.
Siobhain corrió el pestillo y se apoyó contra la puerta.
– Esperaré aquí fuera, ¿vale? -dijo Maureen en dirección a la puerta-. ¿Vale?
Siobhain no respondió. Maureen oyó que volvía hacia el salón arrastrando los pies. Abajo, el niño pequeño dejó de jugar y subió los tres primeros peldaños. Miró a Maureen a través de la barandilla. Esbozó una sonrisa ancha. Se le habían caído los dos dientes de delante. Maureen le devolvió la sonrisa y el niño bajó los escalones y se puso a jugar otra vez.
Maureen se sentó en el último peldaño y se fumó un cigarrillo para calmarse. En el piso de Siobhain no se oía nada. Llamó a la puerta, sin hacer mucho ruido para no asustarla, y abrió la ranura del correo.
– Siobhain, ¿estás ahí?
El recibidor oscuro estaba en silencio. La luz procedente del salón, y que se reflejaba en la moqueta, estaba quieta. Siobhain no se movía
– ¿Estás ahí?
El niño pequeño dejó de jugar de nuevo y volvió a mirarla a través de la barandilla. Le sonrió. Maureen inclinó la cabeza.
– ¿Estás bien, enano?
El niño levantó la pelota de fútbol para que Maureen la viera.
– Qué chula. Ahora baja las escaleras y sigue jugando un ratito.
El niño volvió a desaparecer. Maureen abrió la ranura del correo otra vez.
– ¿Siobhain?
Oía que Siobhain decía algo. Hablaba en voz muy baja en el salón, casi susurraba. Pegó la oreja a la puerta y tuvo que concentrarse mucho para entender lo que decía. Siobhain estaba recitando la programación televisiva del sábado.
Maureen llamó a Leslie al trabajo.
– Cielo -le dijo-, soy yo. Ha habido una emergencia de la hostia. Siobhain ha tenido un ataque de pánico. Cree haber visto al hombre del Northern. No sé si se trata de un recuerdo o qué. Necesito que me lleves a casa de Benny y que te quedes con Siobhain mientras yo me ocupo de unos asuntos. ¿Puedes escaparte?
– ¿Dónde estás?
– En la cabina de debajo de casa de Siobhain. Quizá no te deje ni entrar. Puede que tengas que quedarte sentada en las escaleras. A mí me echó.
– ¿Cuánto tiempo estará así?
– Días, semanas, un mes. No lo sé.
Leslie se quedó pensando en ello unos momentos.
– Voy para allá -dijo, y colgó.
Maureen salió de la cabina. Tenía que irse con Leslie unos veinte minutos y no quería dejar sola a Siobhain, por si se daba la posibilidad remota de que no se tratara de un recuerdo del pasado. Pensó en el niño pequeño. Cruzó deprisa la carretera y echó un vistazo al vestíbulo. Todavía estaba allí.
– Eh, coleguita -le dijo-. ¿Cuánto rato vas a estar aquí?
– Hasta la hora de la cena -le contestó.
– ¿Y a qué hora cenas?
El niño la miró sin entenderla. Tendría seis o siete años, por Dios, no sabría ni decir la hora.
– Oye, no importa -le dijo Maureen, y sacó un billete de una libra del bolsillo y se lo puso delante-. Si ves a un hombre que entra y sube a casa de la chica e intenta echar la puerta abajo, sales fuera y empiezas a gritar para que venga gente. ¿Podrás hacer eso, hombretón?
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