Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– No es verdad -replicó Telamón haciendo una mueca intentando vencer el profundo cansancio que le dominaba-. Más que nada, una cuestión de pura lógica y sentido común: no se me ocurrió hasta mucho después.

Telamón apoyó la cabeza en la pared. La joven mujer sentada con tanta elegancia delante suyo se había transformado en una asesina por la fuerza de una pasión que se había convertido en odio. Se maravilló para sus adentros ante el caos y la destrucción causados por Filipo, Olimpia y Alejandro.

– El asesinato de los guías -añadió el físico- fue algo relativamente sencillo. El primero murió al borde del acantilado. Probablemente sentía nostalgia de su tierra. Se encontró con Selena o Aspasia. La que fuese de las dos atacó en el acto, rápida como una serpiente. Tendrían que haber encontrado el cadáver en la cima, pero supongo que en la agonía resbaló y fue a estrellarse contra las piedras. ¿Quién podía sospechar de una de tus muchachas con su rostro angelical?

– ¿Qué me dices del segundo guía?

– Pues lo mismo. Él y los demás estaban comiendo a cuatro carrillos y emborrachándose alrededor de la hoguera. Tú estabas ocupada conmigo en el pabellón de Alejandro. Selena y Aspasia seguramente no tuvieron problemas para escabullirse. Lo hizo una de las dos.

– ¿Cómo? -le provocó Antígona.

– ¿Tu curiosidad es cierta? -replicó Telamón.

– ¡Los centinelas afirmaron que ambas estaban dormidas!

– ¡Ah! Ahora llegamos al tema de las tiendas -apuntó Telamón antes de hacer una pausa-. No hacía ni un par de horas que había llegado al campamento de Alejandro cuando me enteré de que mi tienda se había incendiado. Las tiendas no son nada baratas; las cubiertas de cuero, las cuerdas y las estructuras valen dinero. Tú, o una de tus ayudantes, originó aquel incendio. En la confusión, tú robaste nueve o diez trozos del cordel que se utiliza para sujetar los trozos de cuero a los postes. Necesitabas conseguirlos allí porque, como en cualquier otro ejército, los furrieles guardan celosamente el material que administran. Necesitabas un cordel del mismo color y textura que los empleados en las otras tiendas del campamento. Para montar una tienda, hay que ser muy hábil y experto. Cuando se colocan las piezas de cuero sobre la estructura, hay que atarlas de una cierta manera para mantenerlas tensas y, por supuesto, evitar que vuelen.

Antígona se mordía el labio inferior al tiempo que lo miraba con una expresión sardónica.

– Tú, Selena o Aspasia robasteis los trozos de cordel, pegasteis fuego a mi tienda para ocultar vuestro robo y, a continuación, comenzasteis vuestra campaña. No sé exactamente lo que sucedió la noche que asesinaron al primer guía, pero tuvo que ser un trabajo sencillo. Nadie vigilaba. Después del asesinato, tuvisteis que ir con más cuidado. Fuiste al pabellón de Alejandro mientras Selena y Aspasia simulaban estar dormidas. Tenían bajada la tela de entrada de la tienda y el centinela se cuidó mucho de que no le acusaran de espiar a las doncellas del templo. Una de tus ayudantes se levantó, se calzó las sandalias y se vistió con la capa y la capucha. Cortó el cordel que unía dos pies al poste y se escabulló al amparo de la oscuridad. La otra se quedó de guardia. Utilizó el cordel robado para sujetar las dos piezas sueltas. Los guías continuaban bebiendo y compartiendo sus cuitas alrededor de la hoguera. Uno de ellos se apartó para hacer sus necesidades. Tu cómplice lo siguió. El hombre estaba borracho: de pie en la oscuridad, atontado y medio dormido de tanto vino, apenas se aguantaba. Selena, o Aspasia, no perdió la oportunidad y actuó rápida y silenciosa como una sombra fugaz en la noche. La daga celta le llegó al corazón y la muerte fue instantánea. La asesina dejó el mensaje y se coló entre los centinelas para regresar al campamento. Las calles entre las tiendas son oscuras. ¿Quién se iba a fijar? ¿A quién le importaría? Regresó a la tienda, aflojó el cordel que había colocado la otra, se deslizó por el agujero y lo ató con un nudo idéntico. Sospecho que fue Aspasia, ya que parecía la más fuerte de las dos -sugirió antes de hacer una pausa al escuchar un sonido que venía del interior del templo.

– No es más que el portero -precisó Antígona sonriendo-. No tendrás miedo, ¿verdad Telamón? No llevo armas. Tu vino no contenía ni una gota de veneno y los hombres del macedonio no están muy lejos. ¿Por qué sospechaste de Aspasia?

– Fui a visitarte a su tienda después de su muerte. Tenía empaquetadas sus pertenencias. Me fijé que había utilizado el mismo nudo que se utiliza en los cordeles de las tiendas. Me pareció una extraña coincidencia: es de una clase muy particular, con una doble vuelta muy apretada, y resulta muy difícil de deshacer. Por lo común, tienes que utilizar un cuchillo. Estoy seguro de que las tres estudiasteis a fondo el arte de hacer nudos.

– ¿Qué me dices de Critias?

– Una vez más, tu asesino se escabulló en la noche. Cortó el cordel de la tienda de Critias y entró. El dibujante de mapas estaba cansado, borracho; es probable que a esa hora siempre lo estuviese. Después de todo, tú le contrataste -apuntó extendiendo las manos-. Conocías sus costumbres. Fue sencillo cortarle la garganta, clavarle la daga entre las costillas y marcharse de la tienda. Una vez en el exterior, Aspasia, si era ella, se arrodilló. Seguramente sólo había cortado dos o tres trozos de cordel para entrar; los reemplazó y luego se fue tan silenciosamente como había venido. Para todos, la muerte de Critias, aparentemente, había sido causado por alguna fuerza malévola o la furia de los dioses.

– ¿Cómo explicas la destrucción de los mapas?

El físico sonrió.

– Un detalle muy astuto. Aspasia llevó con ella un pequeño cofre lleno de ceniza que era idéntico al de Critias. No tuvo más que reemplazar uno por otro.

– ¿Cómo sabes que era idéntico?

– Porque vi que los vendían en uno de los tenderetes del mercado que está aquí mismo, delante del templo. Compraste dos y le diste uno a Critias para que guardara sus mapas.

Antígona se dio unos golpecitos en los labios con las puntas de los dedos. Miraba un punto por encima de la cabeza de Telamón.

– ¿Alejandro está enterado de todo esto?

– Se enterará. Las cosas comenzaron a ir mal, ¿no es así? Aspasia era la verdadera asesina. Ágil y letal con una daga. Siguió a Hércules cuando salió del campamento y lo mató. Un rápido golpe en la cabeza. Lo cargó con piedras y lo arrojó a la ciénaga para que muriera ahogado. Regresó allí una mañana…

– ¿Por qué?

– Tenía que deshacerse del pequeño cofre de Critias. Lo ocultó en un cesto y se dirigió al campo con la excusa de que iba a recolectar flores y hierbas medicinales. Las Furias no estaban muy lejos. Aspasia estaría desesperada, inquieta, ansiosa por desprenderse de la prueba que podía condenarla. Cometió un error. Dejó el cesto en el suelo, sacó el cofre y se resbaló o quizá se le quedaron enganchados los dedos en el asa del cofre. Perdió el equilibrio y cayó en la ciénaga. Esto explicaría las marcas en la piel de los dedos, mientras que el chichón probablemente se lo hizo cuando se golpeó la cabeza contra el cofre que intentaba ocultar. Entonces se aturdió. El cofre se deslizó de sus manos y se hundió hasta el fondo. Aspasia luchó para salir del fango que se la tragaba y, cuanto más luchaba, peor era el resultado. El fango le tapó la nariz y la boca. Murió en cuestión de minutos y su cadáver quedó flotando en la superficie de la ciénaga.

– No era más que una muchacha tonta -afirmó Antígona-. Cometió un error estúpido y nos puso en peligro a todas.

– Estabas muy preocupada. Aspasia se había librado del cofre, pero Selena no tenía consuelo: era la más débil de vosotras tres. Sólo los dioses saben lo que hubiese podido hacer llevada por la histeria. Eres una zorra con un corazón de hielo, Antígona. Decidiste utilizar a tu propia doncella para que hubiese más derramamiento de sangre y aumentar la inquietud. Diste a Selena una copa de vino bien cargado con una pócima somnífera. Se acostó en su cama, en el extremo más alejado de la tienda y junto a la pared, de espaldas a la entrada. Antes de marcharte a la fiesta de Alejandro, te inclinaste sobre ella para darle un beso de buenas noches y, mientras lo hacías, le clavaste entre las costillas una de aquellas dagas celtas compradas a un vendedor ambulante. Profundamente dormida, con la boca cerrada por tus labios traidores, Selena no opuso casi resistencia y luego yació inmóvil. Dejaste el mensaje y te marchaste. Para todos los demás, Selena, la doncella del templo, estaba profundamente dormida en su cama, de espaldas al centinela.

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