– Entonces comprendí que no sólo había sido seducida sino también engañada.
– ¿Animaste a Pausanias para que asesinara a Filipo?
– No, no. Fue Olimpia quien encendió el fuego -aclaró Antígona desviando la mirada-. Pero, los dioses me perdonen, fui yo quien avivó las llamas: un momento de odio que después lamenté. También decidí volver el juego en contra de Filipo. Todo el mundo viene a Troya. El rey de reyes, Darío, tiene a un hombre muy cerca de su mano derecha.
– ¿Quién? -preguntó Telamón, llevado por la curiosidad.
– Darío lo llama Mitra y lo mantiene bien oculto. Le escribí a Darío para ofrecerle compartir secretos. Le di el nombre de Naihpat y dije que me encontraría en Troya. Luego me senté a esperar. A su debido tiempo, bueno, ya te puedes imaginar lo que pasó. Apareció Mitra, disfrazado como un mercader. Preguntó en el mercado. Los vendedores, por supuesto, lo enviaron al templo. ¿Sabía yo quién era Naihpat? Me prometió protección, talentos de oro y, cuando lo deseara, un lugar de honor en la corte persa. Pero, mientras tanto -continuó apartándose un mechón de pelo que le caía sobre el rostro-, estaría a su servicio y al de su amo. Sólo ellos dos conocerían mi existencia. A cambio, le prometí que le daría toda la información posible sobre el rey Filipo, la corte macedonia y, sobre todo, la proyectada invasión a Asia. En cuanto Filipo envió a Parmenio con la orden de establecer una cabeza de puente, mi utilidad aumentó proporcionalmente. Los macedonios venían a visitarme con frecuencia. Yo, como era de recibo, visitaba su campamento. Me trataban con la consideración debida a una pariente de Filipo, una sacerdotisa de Atenea, una griega. Me dieron su confianza y me revelaron secretos.
– ¿Todo eso se lo comunicaste a Mitra?
– ¡Por supuesto!
– ¿Cómo lo hacías? ¿Por carta?
– Algunas veces. Otras, él venía a visitarme.
– ¿Cómo es posible? -preguntó Telamón-. Parmenio tenía sus espías. Sin duda el templo estaba vigilado.
– Troya es una ciudad muy antigua. Hay un pasadizo subterráneo que sale del templo y se comunica con las cuevas que están mucho más allá de los muros de la ciudad.
Telamón entrecerró los párpados.
– Enseñé a Mitra las entradas. El pasadizo, muy antiguo y construido en la roca viva, es un camino seguro. Podía ir y venir a su antojo. Siempre se mostraba complacido con la información suministrada. Las intenciones de Filipo, las intrigas en la corte macedonia, el número y la preparación de las tropas, los movimientos y los suministros -manifestó encogiéndose de hombros-. Por encima de todo lo demás, las intrigas de Olimpia contra su marido, el asesinato de Filipo y mi valoración de Alejandro.
– ¿Qué me dices de las doncellas tesalias? -preguntó el físico-. Las ofrendas al espíritu de Casandra.
– Una de las ideas más extravagantes y locas de Filipo. Quería que fundara un colegio de sacerdotisas y las utilizara como espías.
– Claro que, a ti, eso no te interesaba en lo más mínimo, ¿no es así?
– Tuve suerte. Selena y Aspasia fueron las primeras en llegar. No sabía qué hacer. Se amaban con locura. Eran lo que tú llamarías elegantemente «seguidoras de Safo de Lesbos» -aclaró echándose a reír-. Ambas se enamoraron de mí. Fue un amor a primera vista. Pronto me las hice mías. Estaban más que dispuestas. Hacían todo lo que yo les pedía, y les advertí del peligro que significaba que otras se nos unieran. Al segundo año, no vino nadie, pero, al año siguiente, vinieron dos…
– ¿Y este año?
– Las estábamos esperando. Delante de las cuevas, en aquel camino solitario que conduce a Troya. La leyenda dice que las doncellas deben hacer el trayecto solas.
– ¿No tuviste reparos?
– Al principio, sí. Pero, después del primer asesinato, ninguno. Teníamos que matarlas o seríamos traicionadas. Las invitamos a entrar en la cueva. La apariencia de Selena y Aspasia las engañaron. Eran dos asesinas natas. Matamos a las doncellas. Encontrarás sus cuerpos enterrados en el túnel. Hay una fosa un poco más allá de la entrada.
– Sin embargo, este año, una de ellas escapó, ¿no es así?
– Sí. Alejandro continuó con la costumbre. Una vez más las cien familias locrenses eligieron dos doncellas para enviarlas a nuestro templo. Naturalmente, estábamos avisadas. Les salimos al paso, sólo que esta vez, por pura casualidad, una consiguió escapar. El resto ya lo sabes. La encontraron y la trajeron al templo. Si algo le ocurría aquí, se habrían despertado las sospechas. La verdad es que la muchacha estaba confusa, desorientada.
– Supongo que el uso de vino drogado hizo que la confusión fuera todavía mayor.
– Efectivamente -admitió Antígona-. Aspasia y Selena querían matarla sin más, pero, tal como he dicho, había que evitar cualquier sospecha. Al mismo tiempo, Alejandro hacía notar cada vez más su presencia. Había masacrado a los tebanos, se había autoproclamado capitán general de Grecia y mantenía una comunicación regular con Parmenio y conmigo. Achacó la falta de éxito de Parmenio al escaso conocimiento del terreno. Me dijo que estaba reuniendo su ejército en Sestos y me indicó que contratara guías que conocieran bien la costa occidental de Asia. Dijo que necesitaba a alguien que supiera confeccionar mapas; me ordenó que los reuniera y los llevara a su campamento en Sestos. Me equivoqué al juzgar a Alejandro, ¿verdad? -advirtió haciendo girar el vino en la copa y sonriendo-. Supongo que todos se equivocaron. Tiene más caras que un dado. Un hombre de máscaras. Me escribió a menudo, siempre interpretando el personaje del rey joven e inexperto. Ansioso por iniciar la invasión de Asia, pero asustado por los problemas prácticos y la manera de asegurarse el favor de los dioses.
– Así que fuiste a Sestos. Te llevaste contigo a la doncella, junto con Critias y los demás.
– Sí. Había hablado con Mitra. Me dijo que hiciera todo lo posible por confundir a Alejandro, propagar la inquietud y poner las cosas difíciles. Una de las cosas con las que no había contado -su rostro mostró una expresión desagradable- fue con aquella estúpida muchacha tesalia. Alejandro me ordenó llevarla conmigo; de lo contrario, la hubiese dejado en Troya. Selena y Aspasia estaban muy inquietas -apuntó volviendo a llenar la copa de vino y sonriendo a Telamón-. No estuve de acuerdo con ellas hasta que te conocí. Me dije: «Aquí tenemos a un físico que sumirá a esta muchacha en un sueño profunda, calmará sus humores, tranquilizará su mente, aplacará su alma y despertará recuerdos» -Antígona hizo una pausa-. Incluso en su confusión, desconfiaba de mí. ¿Sospechabas que la había matado?
– No hasta más tarde, cuando reuní más pruebas. Recordé aquella noche en tu tienda -advirtió señalando la copa de vino que no había tocado-. Había tazas y copas en un pequeño cofre. Sin embargo, tú fuiste a buscar una copa al fondo de la tienda y la llenaste con el vino.
La sonrisa de Antígona se ensanchó. -Sin embargo, tú y yo bebimos de la copa.
– Así es, y quizás otros la tocaron. Era un copa envenenada. Me han hablado y he visto esa clase de copas; tienen un falso fondo, un pequeño disco que se puede abrir y cerrar con un mecanismo secreto, cosa que permite que cualquier polvo colocado debajo se mezcle con la bebida. Eso fue lo que hiciste antes de que bebiera la doncella. Nunca pensé que la respuesta pudiese estar en la propia copa. -Telamón cogió su copa y derramó el vino en el suelo de piedra negra-. En realidad, tú tienes dos copas, ¿no es así? Ambas idénticas. La envenenada, la escondiste o la tiraste. La segunda, sin el mecanismo, fue la que ofreciste para que la inspeccionáramos.
– ¡Muy agudo!
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