Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Se enviaron exploradores. Se trajeron los cuencos con el fuego y se encendieron las hogueras. Algunos soldados emprendedores habían aprovechado el viaje para pescar y ahora asaban el pescado en las brasas. Alejandro permitió a los hombres que se recuperaran del mareo mientras preparaban los trirremes para que se hicieran a la mar en cuanto cambiara el viento. Se escuchó un toque de corneta y los alguaciles recorrieron el campamento para comunicar que los exploradores habían regresado sin ver al enemigo.

– Ha sido una faena limpia -comentó Ptolomeo, que precedía a Alejandro en la subida por el sinuoso sendero que llevaba a lo alto de los acantilados-. ¡Los dioses sean alabados! ¡Hasta un grupo de mujeres, armadas con bastones, nos podría haber detenido!

Telamón se alegró de abandonar la playa. Se sintió mucho más tranquilo en cuanto vio los árboles en la llanura barrida por el viento donde se levantaba Troya. El paisaje se veía absolutamente desierto, como si todos los seres vivos aprovecharan para dormir la siesta y escapar del tórrido calor. No se veía otra cosa que campos de pastoreo, olivares y robles. Las plantas y las flores, algunas desconocidas para él, eran espectaculares con su brillante colorido primaveral. Ahora que estaba lejos del mar, veía la cumbre nevada del monte Ida, los espesos bosques a cada lado, los reflejos de un río y una débil columna de humo negro que debía proceder de la cocina de alguna granja invisible.

Alejandro estaba entusiasmado a más no poder, caminaba de aquí para allá, recitaba estrofas de la Ilíada de Hornero y señalaba diferentes lugares del entorno. Después de mucho bregar, Hefestión consiguió que se tranquilizara un poco y que se quitara la armadura. Trajeron los caballos y, protegidos por una compañía de exploradores desplegados en la vanguardia, Alejandro guió a su ejército por el blanco y polvoriento camino que avanzaba por entre los árboles, cruzaba la llanura, subía la colina y luego bajaba hasta las ruinas de Troya. A medida que se acercaban, fueron apareciendo los campesinos, cargados con cestas de pan y fruta o simplemente mirándolos con ojos donde se mezclaban la curiosidad y la incredulidad. Alejandro los saludó como si fuera su salvador y ellos le respondieron levantando las manos y algunos vítores de compromiso.

Por fin llegaron a los aledaños de las ruinas: los cimientos de los gruesos muros, las calles, las puertas rotas, los pilares y trozos de pavimento. En algunos lugares, las ruinas estaban ocultas por la maleza o cubiertos de un espeso musgo verde.

Alejandro seguía eufórico. Señaló a lo lejos donde estaba el río Escamandro y el lugar en el que se había librado un famoso duelo de la legendaria batalla. La propia Troya era una desilusión, poco más que una mísera aldea de casas mal hechas y chozas levantadas entre las ruinas. Telamón fue incapaz de ver nada que le pareciera ni remotamente heroico, homérico o excepcional, pero, como todos los demás, se guardó la opinión mientras Alejandro continuaba con las citas de la Ilíada.

Por fin llegaron a la plaza del pueblo, bordeada por las ruinas y casas desmoronadas. Algunos de los habitantes hablaban un griego macarrónico y estaban más interesados en lo que podían vender que en la llegada del ejército. Alejandro desmontó y luego ayudó a Antígona a apearse de su caballo. Levantó una mano para llamar a Telamón.

– ¿Estás segura de encontrarte bien, mi señora?

Antígona, con los ojos ensombrecidos y el rostro pálido, con los labios tan apretados que parecían una línea exangüe, asintió en silencio y se cubrió la cabeza. con la capucha de la capa.

– ¿Hay algo que Telamón pueda hacer por ti? -añadió el rey, solícito.

Una vez más la sacerdotisa sacudió la cabeza. Alejandro hubiese continuado con las preguntas, pero un grupo apareció por una de las calles laterales, precedido por un anciano sacerdote, que llevaba un bastón en una mano y un bol de humeante incienso envuelto en un trapo en la otra. Lo escoltaba un niño que hacía sonar una campana. El extraño cortejo cruzó la plaza mientras se escuchaban las primeras risas entre la comitiva de Alejandro, acalladas de inmediato por las furiosas miradas del rey. El jefe del pueblo se acercó cargado con un cojín raído donde descansaba una corona de laurel pintada de color dorado y saludó a Antígona con una reverencia. Con los ojos llorosos, intentó pronunciar un discurso, pero su lengua parecía no querer moverse. Telamón sospechó que el personaje se había preparado para la ocasión bebiendo todo el vino que su considerable barriga podía contener. Se balanceaba peligrosamente. Hefestión se abrió paso entre la concurrencia. Antígona dijo unas palabras con un tono severo. El hombre se apresuró a ofrecer el cojín con la corona a Hefestión. El compañero del rey cogió la corona dorada y la levantó como si fuese la sagrada diadema de Asia, antes de colocarla con mucha ceremonia en la cabeza de Alejandro. El rey se la encasquetó firmemente y volvió a montar en su caballo. Animados, los ciudadanos y los campesinos se acercaron. Alejandro desenvainó la espada y con voz sonora anunció que había venido para liberarlos de la tiranía de Persia, restaurar la democracia y defender a todos los griegos amantes de la paz. Los lugareños, dirigidos por su jefe, respondieron con una aclamación de circunstancias. Ptolomeo y los demás mantenían las cabezas gachas, aunque sus hombros temblaban de la risa mal contenida. Telamón tuvo que mirar con expresión de enfado a Casandra, que se mordía el labio inferior con verdadera desesperación para no soltar la carcajada. Incluso Antígona mostraba una sonrisa desdeñosa. Alejandro, sin embargo, sólo vivía para la gloria del momento.

– Mi señora, vamos a tu templo -solicitó señalando la angosta calle por la que había llegado la procesión-. ¡Allí rendiremos culto a la diosa!

Alejandro tiró de las riendas y, con Antígona a su lado, cabalgó por la angosta calle adoquinada. Aquí y allá había casas, así como los restos de paredes y palacios derruidos cubiertos de musgo. Resultaba difícil imaginar la gloria y el orgullo de la corte de Príamo o los carros dorados de Héctor circulando a gran velocidad a través de aquellas ruinas. La calle desembocaba en una plaza que albergaba un bullicioso mercado, donde los comerciantes negociaban frenéticamente con los campesinos y granjeros. El aire estaba cargado con los olores del estiércol de caballo, las especias, las comidas que se preparaban y la fruta podrida.

Alejandro hizo una señal; el heraldo levantó la corneta y tocó tres notas agudas. En el mercado se hizo el silencio. Todas las miradas se dirigieron a la entrada de la calle. El rey desmontó y, mientras los pajes se apresuraban a sujetar las riendas del caballo, encabezó solemnemente a su comitiva a través de la plaza hasta el templo de Atenea: un modesto edificio con una escalinata ruinosa que conducía a un pórtico con una columnata; encima, un tímpano donde aparecía Atenea como guerrera. Cuando se abrieron las puertas de este lugar sombrío, quedaron a la vista las ayudantes del templo, que continuaban con los preparativos. Tan rápida e inesperada había sido la llegada de Alejandro que una de ellas todavía estaba barriendo los escalones.

Antígona precedió al monarca. Los ciudadanos saludaron a su sacerdotisa con vítores y aplausos; Alejandro interpretó las aclamaciones como una muestra de apoyo a su persona. Telamón y los demás lo siguieron en su paso por la antecámara y luego por el santuario rectangular, con una hilera de cruceros a cada lado y, al fondo, una estatua de Atenea armada con yelmo, lanza y escudo.

Alejandro se apresuró a quemar el incienso ante la estatua, más interesado en las voluminosas bolsas de tela embreada colgadas a cada lado de la peana. A una orden de Antígona, las ayudantes cogieron las bolsas, desataron los cordones y sacaron una impresionante armadura. Las armas ofrecían un tremendo contraste con el entorno miserable. Admiraron una coraza de oro que trazaba el contorno de los músculos pectorales con las correas con tachones de plata y asimismo provista de hombreras, espinilleras con los bordes de plata y oro forradas con un cuero muy suave y una falda de guerra roja sobre un forro de tela blanca, con discos de plata en cada una de las tiras de cuero. El escudo, hecho de cinco capas de oro batido, también estaba forrado con un cuero muy suave y tenía las correas de plata; en el centro de su bruñida superficie, había un medallón de plata que mostrada la cabeza decapitada y la cabellera ondulante de la Medusa. El espléndido yelmo era corintio, con un penacho trenzado con crin de caballo y sujeto en la base con un aro de plata; los protectores de la nariz y las orejas no eran metálicos, sino que estaban hechos de un cuero rojo oscuro.

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