– ¿De dónde son? -preguntó Telamón, con la mirada puesta en la muchacha que dormía-. Me refiero a Selena y Aspasia.
– Son de Tesalia, pero las considero como de mi familia -respondió la sacerdotisa, mientras miraba a Casandra, que se había acercado a la entrada de la tienda.
– ¿Cuánto tiempo han estado contigo?
– Cuatro o cinco años. Las primeras ofrendas de Tesalia. El rey Filipo las escogió personalmente y pagó su viaje a Troya.
– Entonces, ¿por qué habéis venido aquí? ¿Por qué a este lugar de guerra?
– Te lo dije. Alejandro me lo ordenó -respondió Antígona sonriendo-. Bueno, yo quería venir. Hacía años que no veía a Alejandro y tenía que traer a los guías, además de al pobre Critias.
– ¿Crees que los guías desertarán? -preguntó el físico.
Antígona hizo una mueca al escuchar la pregunta.
– Es posible. Están dominados por el miedo. Creen que están marcados. Aristandro no les pierde de vista, cuando no está llorando por la desaparición de aquel enano.
– ¿Conocías a Hércules?
– Era peor que un tábano, Telamón. Irritaba a los soldados, sobre todo a Ptolomeo. Hércules tenía algunos hábitos repugnantes, incluido espiar a los demás cuando hacían el amor. No es precisamente un rasgo que te haga popular con los demás.
Telamón dejó el taburete para acercarse a Selena. Le apoyó una mano en la mejilla, que estaba tibia y un tanto enrojecida.
– Perdicles le dio una pócima para dormir -comentó Antígona-. Se recuperará con el paso del tiempo. Nunca imaginé que se pondría tan histérica. Ella y Aspasia estaban muy unidas. Introduje a ambas en los misterios.
– Aquellas doncellas, las de Tesalia que presuntamente tenían que ir a tu templo en Troya… ¿A cuántas mataron?
Antígona entrecerró los párpados.
– Filipo reintrodujo la costumbre: el castigo para las tribus tesalias que había derrotado -respondió dejando ir una risa muy aguda-. Filipo no creía en los dioses, pero creía en la suerte. Tenía claro que algún día su ejército pasaría por Troya. Quería complacer a todos los dioses, incluida Atenea.
– ¿Asesinaron a todas las doncellas?
– Creo que no lo has entendido bien -contestó la sacerdotisa sonriendo-. No sabemos si llegaron a venir. No -se corrigió-, sabemos que llegaron las últimas dos. Después de todo, yo misma traje a Alejandro a la superviviente, pero ¿las otras? -se encogió de hombros-. Se dicen muchas cosas, pero casi no hay hechos.
Casandra llamó desde la entrada de la tienda.
– Telamón, viene un mensajero.
Un paje entró en la tienda.
– Se requiere tu presencia -anunció pomposamente-. El rey ha reunido al consejo.
– ¿A nosotros dos? -preguntó Antígona.
– A vosotros dos, pero a ella no. -Señaló con el pulgar por encima del hombro-. ¡No a la yegua pelirroja!
Casandra se le echó encima dispuesta a darle un bofetón. El chico era mucho más ágil. Evitó la mano y, muerto de risa, escapó de la tienda.
– ¡Aquello que Alejandro quiere, Alejandro lo consigue! -murmuró Antígona señalando con un gesto a Selena-. Di al rey que iré enseguida. Quiero a un centinela en la entrada.
Telamón se despidió de la mujer y se marchó en compañía de Casandra.
– ¿Qué opinas de ella? -le preguntó el físico en cuanto estuvieron lejos de la tienda.
– Una devota sacerdotisa que está furiosa por la muerte de su acólita. Se adivina por el tono, por las poses que adopta.
– Ve a la tienda -le dijo Telamón-. Alejandro tiene el bocado entre los dientes; nos marcharemos del campamento con las primeras luces del amanecer. Mantente apartada de ellos -apuntó señalando a su alrededor, donde el bullicio y los ruidos crecían por momentos-. Lo estarán celebrando.
Casandra se detuvo y agitó un dedo en el aire.
– Vaya, no te preocupes. ¡Te olvidas, Telamón, que he visto las celebraciones de los macedonios!
* * *
En el pabellón real Alejandro, bañado y cambiado, estaba arrodillado en el suelo, con los generales a su alrededor, muy atareados con los mapas, las listas de tropas y otros documentos que se pasaban de mano en mano. El rey levantó la cabeza cuando entró Telamón.
– Nos marchamos mañana, Telamón. Con el alba -manifestó Alejandro guiñándole un ojo-. Quiero que estés conmigo, por dos razones. Primero, quiero sacrificar un toro en el mar, mi ofrenda a Poseidón; más valdrá que sea aceptable. Segundo, y esto no es un ningún secreto, me mareo. Quiero tenerte cerca. No me hace nada feliz la idea de que mis hombres vean a Alejandro de Macedonia vomitando hasta las tripas.
– En todo un verdadero descendiente de Aquiles.
– En todo -repitió Alejandro-. ¡Aquiles redivivo! Ahora, Telamón, siéntate. Nos marchamos mañana. Quiero que te asegures de que todo vaya bien con el toro de marras. Nada de fallos. Tú te encargarás del cruce de tropas desde Sestos a Abidos y la marcha hacia el sur -ordenó a Parmenio-. Nos reuniremos en la llanura de Troya. Lo traerás todo contigo: las máquinas de asedio y los carros.
– ¿Qué debemos hacer luego? -preguntó Ptolomeo, que masticaba un trozo de carne.
– Marchar durante horas bajo un sol de fuego y entre nubes de polvo, y comer lo que tengamos a mano -respondió Alejandro con sequedad-. Buscaremos al ejército persa, le plantearemos batalla y lo destrozaremos hasta el último hombre. ¡Cuanto más pronto, mejor! Ah, mi señora.
Alejandro se levantó cuando Antígona, vestida con las túnicas de las sacerdotisas, entró en el pabellón. El rey dio un puntapié a Seleuco para que se apartara, acercó un taburete y, con un gesto galante, la invitó a sentarse.
– No soy un soldado, Alejandro -dijo Antígona con una sonrisa.
– No, mi señora, pero eres la sacerdotisa de Troya' -respondió el rey, que mostraba el rostro arrebolado de excitación y sus ojos tan brillantes que Telamón se preguntó si tenía algo de fiebre-. Aquiles está enterrado cerca de tu templo, ¿no es así?
– En un promontorio que mira al mar -asintió ella-. Al oeste de la ciudad.
– ¿Tu templo guarda sus armas?
– Así es. Agamenón las trajo para dedicarlas a la diosa.
– ¡Imposible! -exclamó Ptolomeo-. ¡El óxido las habrá destruido!
– Todas están en perfecto estado -replicó la sacerdotisa-. Guardadas en telas impregnadas en brea. Yo os las enseñaré.
– Las reclamo como descendiente de Aquiles -manifestó Alejandro-. ¡Como capitán general de Grecia, para ejecutar la venganza de Zeus contra la soberbia de los persas!
– ¡Tú eres todopoderoso! -exclamó Antígona repitiendo las palabras del oráculo de Delfos-. ¡Tú eres topoderoso, Alejandro de Macedonia!
– A cambio -proclamó Alejandro-, dedicaré mis propias armas a Atenea. ¡Le pedirás su bendición para esta sagrada expedición!
El entusiasmo de Alejandro era contagioso. Ahora que habían desaparecido los nervios y la desconfianza de atravesar el Helesponto, se mostraba dominado por los sueños de gloria, convencido de que era la reencarnación de Aquiles, el escogido de los dioses. Volvió a estudiar los mapas, dio instrucciones precisas a cada uno de los comandantes y descartó sin más trámites cualquier amenaza de la flota persa. Se sirvió el vino y las discusiones se hicieron más vivas y vocingleras. Alejandro propuso la reconstrucción de Troya para mayor gloria del templo de Atenea. Hizo una pausa para sonreír a Telamón.
– Ya puedes marcharte.
Telamón se levantó. Antígona hizo lo mismo.
– ¿Me acompañarás hasta mi tienda? -le preguntó.
Ptolomeo murmuró un comentario salaz. Uno de sus comandantes, Sócrates, se echó a reír a carcajadas y Alejandro le hizo callar con una mirada. Telamón no les hizo caso y se dirigió a la salida, con Antígona del brazo.
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