Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– No creo que regresemos a casa nunca más.

Una gaviota cruzó la proa en vuelo rasante. Telamón recordó una historia que le había contado su padre sobre cómo las gaviotas eran las almas de los marineros muertos.

– Si Alejandro derrota a los persas, continuará la marcha hasta los confines del mundo -añadió.

– ¿Y si es derrotado? -quiso saber la pelirroja.

– Las naves persas vigilarán estas aguas y aquellos de nosotros que hayan conseguido escapar tendrán que seguir el ejemplo de Leandro y cruzar a nado al otro lado para salvar sus vidas -declaró haciendo una pausa-. En cualquier caso, encontraremos que no hay persas en Troya y Alejandro podrá entretenerse a placer interpretando a Aquiles.

El físico se alejó. Antígona estaba sentada a la sombra de una toldilla de cuero instalada a popa. La sacerdotisa parecía tranquila y sosegada, un tanto pálida, con las manos cruzadas sobre el regazo y los ojos cerrados, al parecer ensimismada en sus plegarias. Telamón miró la nave más cercana, con la proa en forma de grifo, que hendía las olas a una velocidad considerable. Alejandro había montado en cólera cuando le comunicaron la muerte de Selena. El asesinato de una sierva de Atenea era un mal presagio; habían mantenido en secreto el crimen y habían incinerado el cadáver aquella misma noche. Tanto Aristandro como Telamón habían sido objeto de una muy severa reprimenda por su falta de progresos en las investigaciones.

Alejandro los había llamado y, con el entrecejo fruncido, había escuchado sus explicaciones. Ptolomeo, junto con los otros dos físicos, Perdicles y Nikias, acompañaban al rey. Los tres parecieron disfrutar con el mal trago de Telamón.

«¿Qué es esto? -había gritado el monarca, con el rostro rojo de furia-. ¿Este asesino es un agente de Némesis? ¿Es capaz de volar por mi campamento y tocar con sus negras alas a quien desee? ¿Estás tú detrás de estas muertes, Aristandro?»

Los había acusado y criticado hasta que su cólera se apaciguó. Luego había levantado las manos en una última muestra de reproche y se había marchado. Si su intención había sido la de espantar a Aristandro, lo había conseguido. El custodio de los secretos del rey había proclamado su inocencia a voz en cuello, pero, tal como había confesado a Telamón en un aparte, no había encontrado ninguna lógica, ni la más mínima explicación, a la muerte de Selena. Antígona se había mostrado profundamente conmovida pero había recuperado la compostura. El centinela que había montado guardia a la entrada de la tienda aquella noche había negado vehementemente cualquier responsabilidad en los acontecimientos.

«La señora sacerdotisa se marchó -les había explicado-. De vez en cuando, levanté la solapa para asomar la cabeza. La joven doncella dormía profundamente de espaldas a mí. No aprecié nada que me llamara la atención. Nadie se acercó a la tienda.»

Telamón había estudiado la escena del crimen. La tienda sólo tenía una entrada y, como había ocurrido en los otros asesinatos, era imposible que el asesino hubiese podido pasar por debajo o entre las piezas de la tienda. Selena había sido brutal y expertamente asesinada; la daga se había deslizado con gran exactitud a través de las costillas para atravesarle el corazón. El cadáver se había enfriado y la sangre se había coagulado. Telamón había calculado que la muchacha llevaba muerta al menos una hora, o incluso más, cuando la encontraron. El centinela había relatado el descubrimiento del cuerpo. La señora Antígona había llegado a la tienda. Él había levantado la tela de la entrada y ambos habían visto el cuerpo tumbado en el suelo. Las prendas de Selena estaban empapadas en sangre, lo mismo que las sábanas de lino y el jergón de paja. No había ninguna señal de lucha, de que la víctima hubiese ofrecido resistencia. Sólo el horror de la muerte, la boca abierta llena de sangre, los párpados entreabiertos, la daga y, debajo de la cama, el ya habitual trozo de pergamino con el mensaje con las palabras un tanto cambiadas: «El toro está preparado para el sacrificio, el matarife aguarda, todo está preparado».

Telamón, acompañado por Aristandro, había interrogado a fondo a Antígona y al centinela: sus declaraciones habían coincidido. Selena dormía cuando Antígona se marchó de la tienda. Nadie más se había acercado al lugar. Cuando regresó la sacerdotisa, había encontrado el cadáver tumbado en el suelo. El centinela había sido incapaz de recordar cuándo había mirado en el interior por última vez.

«Me daba reparo hacerlo -había manifestado sonriendo nervioso-. Quiero decir que ella era una doncella del templo. No quería que me acusaran de espiarla.»

Telamón se frotó los ojos y salió de su ensimismamiento; se secó el rocío del mar que le empapaba el rostro. Ayer había visto algo que le tenía intrigado. No obstante, notaba un gran cansancio mental. Era incapaz de recordar los detalles. Era como mirar un manuscrito; leía las palabras, pero no conseguía entender el significado. Se sobresaltó al escuchar el grito de aviso del vigía a proa. Los acantilados de Roeteo estaban a la vista: allí se encontraba la famosa ensenada de los aqueos. Alejandro se puso al timón y la nave insignia se enfiló como una flecha hacia la costa. Los encargados de las sondas situados a proa lanzaron los cabos lastrados con piedras para saber a qué profundidad estaba el fondo; se dieron nuevas órdenes. Cesaron los golpes bajo cubierta. Ahora sólo se utilizaba una bancada de remeros y las otras embarcaciones permanecían a la espera. Telamón percibió la excitación: esto era Asia, la fabulosa Troya, ¡el tesoro de Persia!

Alejandro, ayudado por el timonel, guió la nave. El cómitre Domenicus transmitió la orden del capitán y se levantaron los remos; cuando la quilla del trirreme rozó el fondo de arena y piedras, se produjo una sacudida y la nave comenzó a perder velocidad. El rey cedió el puesto al timonel y cruzó la cubierta a la carrera. Hefestión le esperaba en la proa, jabalina en mano. Alejandro cogió el venablo y lo lanzó con todas sus fuerzas. La jabalina trazó un arco muy alto y se clavó en la arena de la playa, en medio de las ovaciones de la tripulación, que fueron repetidas por las tripulaciones de las demás naves.

– ¡Acepto Asia como un regalo de los dioses! -gritó Alejandro-. ¡La recompensa ganada con mi lanza!

Nuevos gritos rubricaron esta afirmación. Ahora la quilla se hundía cada vez más, y la proa salió del agua y abrió un profundo surco en la arena. La nave se detuvo completamente, con sólo la popa en el agua y las olas imprimiéndole un leve balanceo. Alejandro, vestido con su uniforme de batalla, desenvainó la espada, saltó desde la proa y caminó como un héroe en son de conquista a través de la playa para reclamar su jabalina. La recogió y emprendió el camino de regreso, con los brazos en alto, la jabalina en una mano, la espada en la otra y, en definitiva, con toda la apariencia de lo que quería ser: el nuevo Aquiles, el dios de la Guerra, el capitán general de Grecia, que había venido a reclamar lo que era suyo. Estos gestos tan teatrales provocaron nuevas manifestaciones de entusiasmo. El estrépito de las armas resonaba por toda la pequeña ensenada y ahuyentaba las aves marinas. Los capitanes de Alejandro observaban atentamente lo alto de los acantilados, pero nadie salió a su encuentro: ningún escuadrón de caballería ni compañía de infantería alguna, ni sombra del revuelo de una capa persa ni el resplandor de un estandarte. ¡La costa estaba desierta! El resto de la flota se acercó. Bajaron los mástiles y recogieron los remos. Dos barcos naufragaron cuando sus cascos se abrieron al chocar contra unos escollos sumergidos, pero no hubo pérdidas: los hombres, los animales y la carga fueron transportados a tierra sin problemas.

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