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Paul Doherty: Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Paul Doherty Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Arsites se acercó a la ventana. Habían encendido linternas y faroles en los jardines. Disfrutó con el perfume de las flores en la brisa vespertina, pero en el fondo era un soldado. Permanecía con sus cinco sentidos atentos, hasta que finalmente captó el olor acre de la sangre y los débiles gemidos de aquellos que aún estaban vivos.

– ¿El Gran Rey escuchará mi plan?

Arsites suspiró; miró rápidamente a uno de los chambelanes y apenas sacudió la cabeza para advertirle secretamente que no reprochara a Memnón. Después de todo, el rodio era un bárbaro. No conocía el protocolo y la etiqueta de la corte del Divino: que se debía respetar el silencio para que uno pudiera preparar el corazón y el espíritu para el gran favor del que pronto sería objeto.

– No sé lo que hay en la mente de mi señor -replicó Arsites, que se apartó de la ventana-. Sin embargo, cuando abra su corazón a nosotros, verás su sabiduría -al decir esto, la mirada de Arsites se fijó en Lisias-. ¡Y su justicia!

Memnón sintió el pinchazo de la inquietud. Había estado de campaña, ocupado en reunir tropas, en contratar mercenarios. Lo había hecho bien: tenía a miles de hoplitas dispuestos a empuñar las armas; veteranos de mil y una guerras, una horda guerrera bien entrenada… Sin embargo, algo fallaba. Si sólo pudiera actuar por su cuenta… Pero, allí donde iba, los espías del Rey de Reyes le seguían. Memnón había escuchado los rumores y las habladurías. Sus oficiales persas sostenían que los traidores acechaban en el campamento griego. Memnón se negaba a creerlo. Ahora, sin embargo, mientras esperaba en esta cámara sombría, rodeado por guardias silenciosos y cortesanos de mirada aviesa, se preguntaba si había algo que no iba bien. Memnón sabía que no era querido. Contaba con el favor de Darío por dos razones. Primero, había demostrado su lealtad. Segundo, había derrotado a los macedonios. Así y todo, ¡el propio Darío era un demonio! Volátil y a veces cruel hasta lo indecible, se había abierto paso hasta el trono imperial. Había matado a todos sus rivales y luego había hecho lo mismo con quienes le habían ayudado: había cortado nances, arrancado ojos, amputado pies y manos. Darío no había matado a todos. Había permitido que algunas de sus víctimas deambularan como horribles fantasmas por el palacio: una advertencia para todos aquellos que quizá quisieran aspirar al trono dorado. Darío podía ser gentil y bondadoso, incluso generoso como el que más, pero, para mantener controlado a este gran imperio, se embarcaba en súbitas orgías de terror, como el rayo en el cielo de verano. ¡Que los dioses se apiadaran de aquellos que Darío había señalado para la destrucción!

– ¡Él espera!

La voz de un chambelán resonó en la habitación. Memnón inspiró profundamente y se secó las manos sudorosas en la túnica blanca, el vestido obligatorio para la ocasión. Arsites caminó a su lado y los chambelanes detrás. Los inmortales se volvieron formando una silenciosa fila a cada lado mientras subían las empinadas escaleras que conducían a la sala de audiencias. Memnón tenía la sensación de estar subiendo al Olimpo, la montaña sagrada, para ir a la corte de los dioses. Centenares de antorchas, sujetas a los muros, chisporroteaban y bailaban con la corriente de aire y daban vida a los impresionantes frisos que adornaban las paredes. Las pinturas mostraban a Darío y sus antepasados en victoriosas batallas contra los enemigos extranjeros; aparecían incluso los demonios del mundo subterráneo, sobre todo el grifo de cabeza de león y la salvaje esfinge. Memnón resbaló y maldijo en voz baja. Olió las flores de loto que cubrían los escalones sagrados. Miró a su izquierda. El rostro de Diocles estaba sudoroso y el mudo miró rápidamente a su amo con la mirada furtiva de una gacela acorralada. Memnón mostró una sonrisa forzada. Tenía dos grandes amores: su esposa Barsine y este sirviente que daría la vida por él. Memnón estiró la mano y tocó suavemente la muñeca de Diocles, un gesto para que éste mantuviera la calma. Lisias, a su derecha, mantenía la cabeza , sin demostrar la menor emoción y limitándose, de vez en cuando, a rascarse la bien recortada barba blanca o, más subrepticiamente, a enjugarse una gota de sudor de la frente.

– Nos aguarda una gran gloria -susurró Memnón-. ¡No mostréis vuestro temor!

Llegaron a lo alto de las escaleras. Se abrieron las puertas forradas con placas de bronce y Memnón entró en la sala de audiencia, que resplandecía por la luz. Recordó el protocolo. En el suelo de mármol, casi tocando el umbral, comenzaba una ancha alfombra color rojo sangre que conducía hasta el hogar donde se alzaba la llama sagrada de su base de troncos. Éste era el fuego sagrado de Ahura-Mazda, el dios de los persas. Lo atendían los sacerdotes y había de arder continuamente durante la vida del rey: no se extinguiría hasta su muerte. La alfombra era sagrada y sólo podía pisarla Darío. Memnón y su grupo se arrodillaron a un lado. Más allá, pasado el fuego sagrado, debajo de un estandarte plata y rojo con el emblema del ala de águila y el disco solar, se encontraba Darío sentado en su trono de oro. Bebía agua hervida, comía tortas de cebada y tomaba vino de una copa de oro con forma de huevo, vigilado por los ministros y miembros de su familia. El recinto real estaba ahora cerrado por un grueso velo blanco; delante había tres filas de inmortales en uniforme de combate. Memnón esperó. Centenares de cestos de flores colocados junto a las paredes perfumaban el aire. Desde uno de los pasillos que desembocaban en la sala, llegaban los suaves acordes de las melodías interpretadas por los músicos de la corte.

– ¡Agachad las cabezas! -tronó la voz de un chambelán-. ¡Mirad ahora! ¡Darío, Rey de Reyes, Señor de Señores, amado de Ahura-Mazda el poseedor de los cuellos de los hombres!

Memnón levantó la mirada. Los inmortales habían desaparecido. El velo de gasa blanca había sido descorrido. Darío estaba sentado en su trono de oro, con la vara blanca del cargo en una mano y en la otra el matamoscas con el mango cubierto de joyas. Vestía túnicas de plata y púrpura debajo de una pesada capa bordada con hilos de oro; sus tobillos y la garganta resplandecían con las gemas que reflejaban la luz de la llama sagrada. Un sombrero alto rojo y sin alas cubría la cabeza del rey, y sus pies, que descansaban en un reposapiés de plata, estaban calzados con sandalias acolchadas de satén rojo.

– ¡Adoradle! -ordenó el chambelán detrás de Memnón.

Memnón agachó la cabeza. El tiempo pasó lentamente. Cesó la música y Memnón escuchó el suave rumor de las zapatillas. Desde el paraíso que había debajo, llegó un grito de agonía como el de un animal atrapado entre las zarzas.

– ¡Podéis acercaros!

Memnón exhaló un suspiro y se puso de pie. Darío había ahora prescindido de la ceremonia. Ya no sostenía la vara blanca y el matamoscas. Le habían quitado la capa bordada. Ahora estaba sentado en un diván de cojines casi junto a la llama sagrada. Precedidos por Arsites, Memnón y sus dos compañeros se acercaron, presentaron sus respetos y se sentaron en los cojines que les indicaron. Una pequeña mesa los separaba del rey. En la mesa, había tres copas de vino y platos con frutas y trozos de ganso asado. Memnón tenía la garganta seca, pero, de acuerdo con la etiqueta de la carne, no probaría nada hasta que Darío diera la señal. La sala parecía vacía; los inmortales permanecían en las sombras, en los huecos de las ventanas y en los largos pasillos, preparados para actuar a la menor señal de peligro para su amo.

– Amigo mío -dijo Darío con su voz profunda y sonora-, puedes mirar mi rostro.

Memnón así lo hizo. Darío parecía sereno: su cabello ensortijado negro, el bigote y la barba estaban empapados del más exquisito perfume; su piel morena relucía con el aceite facial. El rodio suspiró aliviado. Había ocasiones en las que los ojos de Darío eran dos rajas de obsidiana, pero ahora brillaban en una cordial bienvenida.

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