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Paul Doherty: Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Paul Doherty Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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En el corazón del palacio real, rodeada por tres enormes muros y defendida por puertas revestidas con planchas de bronces y flanqueadas por mástiles, estaba la Apanda, la Casa de la Adoración en la Sala de las Columnas. El más sagrado entre los sagrados era vigilado por los inmortales, la guardia personal del Rey de Reyes, vestidos con corazas tachonadas en bronce sobre faldas de tela roja y polainas a rayas: se cubrían la cabeza con gorros que tenían unos largos protectores faciales; éstos se podían anudar sobre la boca y la nariz para proteger al usuario cuando marchaba y se tragaba el polvo del Señor de Señores. Los inmortales permanecían en silencioso despliegue en los pórticos, a lo largo de las columnatas, en los patios y los jardines. Inmóviles como estatuas, sostenían en sus manos las rodelas y las largas lanzas, valiéndoles como contrapeso las manzanas doradas que habían dado origen a su apodo: los «imperiales portadores de manzanas».

Había anochecido. La corte persa, los oficiales y los chambelanes, el portador del abanico y el matamoscas imperial, los medos y los magos, todos sabían que, esta noche, su Señor de Señores mostraría su rostro: había accedido a conceder una audiencia a su favorito, el renegado griego, el general Memnón de Rodas. Habían estado murmurando al respecto durante todo el día. Se habían congregado en las salas para saborear la noticia. Algunos más precavidos de la legión de espías de su amo se reunieron en los perfumados huertos de los fértiles paraísos, los elegantes jardines donde cada flor y cada planta del imperio crecían en la ubérrima tierra negra importada especialmente desde Canaán. Todos y cada uno de los que susurraban coincidían en una cosa: el Rey de Reyes estaba preocupado. Una sombra oscura había aparecido en los confines de su imperio. La noticia estaba en boca de todos: ¡venía Alejandro de Macedonia! Alejandro, hijo de Filipo el Tirano y Olimpia la Reina Bruja. Alejandro, a quien Demóstenes de Atenas había despreciado por ser un «mozalbete», «un niñato». Alejandro parecía contar con todo el apoyo del mundo subterráneo. Se había abierto paso hasta la cumbre, había aplastado a los conspiradores, había crucificado a los rebeldes y había extendido su dominio sobre aquellas tribus salvajes que Darío había sobornado generosamente para que asaltaran las fronteras de Macedonia. Ahora estos mismos bárbaros habían agachado la cabeza, habían aceptado el pan y la sal, y habían hecho grandes y solemnes juramentos de lealtad a Alejandro de Macedonia. Todo el mundo le había dado por muerto en los sombríos y helados bosques de Tesalia, pero había vuelto como un lobo hambriento para destrozar a sus enemigos. Atenas había sido aplastada. Sus principales ciudadanos, a quienes el Rey de Reyes había sostenido con daraicas de oro, se escondían en lugares desiertos o se refugiaban como perros apaleados en cualquier aldea que aceptara acogerlos. Incluso Tebas, la ciudad de Edipo, no era más que una ruina devastada, un lugar sangriento donde cazaban los carroñeros y las nubes de moscas negras zumbaban alrededor de los cadáveres insepultos.

Ahora Alejandro de Macedonia había dirigido su mirada al este. Capitán general de Grecia, había hecho sagrados juramentos de librar una guerra eterna, con el fuego y la espada, por mar y tierra, contra el Rey de Reyes. Los espías ya habían llegado a todo galope. Alejandro había dejado Pella y marchaba hacia el este. Alejandro estaba en el Helesponto y miraba hambriento a través de las rápidas y azules aguas a las glorías de Persépolis. Algunos decían que marchaba a la cabeza de un gran ejército. Personas más sensatas sostenían que no podían ser más de treinta o cuarenta mil hombres y, sin duda, el gran Rey de Reyes podía derrotar a semejante chusma. Desde luego la armonía de Darío estaba perturbada. Había intentado mantener a raya a Macedonia con oro, pero ahora el lobo olisqueaba delante de su puerta. Darío había mandado a llamar a Memnón de Roda, convencido de que hacía falta un lobo para combatir a otro lobo. Memnón había sido rehén en la corte macedónica; había estudiado las almas de Filipo y su hijo; había visto como las falanges macedónicas, con sus escudos cortos y lanzas largas, destrozaban un ejército griego tras otro. Memnón había logrado escapar de Macedonia y ahora contaba con el favor del Rey de Reyes. Memnón lo sabía todo de aquellos lobos. Había luchado valerosamente contra Parmenio, el veterano general macedónico que había cruzado el Helesponto para establecer una cabeza de puente.

Sin embargo, en aquella noche particular, mientras aguardaba en la antecámara al pie de las escaleras que conducían al Apanda, Memnón no se sentía especialmente favorecido. Esperaba con su sirviente mudo Diocles y su general de la caballería, Lisias, y golpeaba el suelo nerviosamente con su sandalia como muestra de su impaciencia por la demora. El calor en la antecámara era agobiante, abarrotada como estaba por los «portadores de manzanas”, cortesanos y chambelanes, medos -no persas-, con sus brillantemente decoradas túnicas y pantalones bombachos, los rostros con una gruesa capa de cosméticos y pendientes en los lóbulos de las orejas. Ellos también percibían la inquietud de este bárbaro y se movían nerviosos, y el ruido de los tacones de sus botas era como un martilleo. Se detenían una y otra vez para mirar de soslayo y con profunda desconfianza a Memnón. No les gustaban los griegos, cualesquiera que fuesen, pero en especial Memnón, con su cabeza calva brillante de aceite, el rostro esculpido a cincel, curtido por los elementos, requemado por el sol, la nariz chata, quebrada, y un tanto torcida, los labios exangües y la mirada cruel.

«Nunca confíes en un griego», decía el proverbio persa. ¡No había excepciones!

– ¿Cuánto tiempo más? -preguntó Memnón en griego, con un tono de voz duro y discordante, que perturbó a las aves canoras en sus jaulas de oro colgadas con cadenas de plata de las vigas de cedro.

– Tened paciencia, mi señor.

El compañero de Memnón, el príncipe persa Arsites, sátrapa de Frigia occidental, sonrió discretamente y se inclinó al tiempo que levantaba una mano para taparse la boca como si estuviera rascándose su bien aceitada barba y bigote. Si hubieran permitido que Aristes se saliera con la suya, ya hubieran arrojado a Memnón, al estúpido Diocles y al ladino Lisias al estanque de los cocodrilos; sin embargo, Memnón era el favorito. Había sido agasajado con grandes honores cuando llegó la noche anterior. Mientras lo escoltaban en su recorrido por las lujosas y perfumadas habitaciones del harén de Darío, Memnón había sido anunciado como «amigo del Rey de Reyes» y saludado solemnemente por las mujeres de Darío, que iban vestidas de sedas y telas magníficas y brillaban como luciérnagas, con los cuellos, los tobillos y las muñecas resplandecientes con preciosas joyas. Habían hundido platos en sus sacos de oro y llenado el cofre que un eunuco había cargado junto a Memnón. El griego debía llevárselo como muestra de la amistad y el placer del emperador. Memnón también había contemplado el tesoro imperial, la Casa Roja, con las paredes y los techos de piedra color rojo sangre, donde decenas y decenas de miles de talentos de oro se amontonaban en baúles, cofres y cestos.

Arsites volvió su rostro cetrino y se secó elegantemente la gota de sudor caída sobre el duro borde del cuello de su casaca. Darío había sido demasiado generoso. El sátrapa jugó con la cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. Se acercó a la pared como si le interesara el grabado de un cortesano meda que olía una flor de loto. Arsites recordó las palabras de Darío: «Muestra a Memnón mi favor. Muestra a Memnón mi poder y, por encima de todo, muéstrale mi terror». Arsites bajó la cabeza. Había hecho las tres cosas. Había llevado a Memnón a los paraísos, con sus fuentes y sus umbrías grutas, para disfrutar de la fresca sombra de los tamarindos, los sicómoros y los terebintos, y saborear la fragancia de los huertos de pomelos, manzanos y cerezos. De pronto, sin previo aviso, había entrado en un jardín que se encontraba directamente debajo del Apanda, una larga extensión de césped, pero no bordeada por flores o hierbas aromáticas, sino por una hilera de cruces en las que Darío crucificaba a aquellos que habían provocado su ira. En esta ocasión, una unidad de caballería, culpables de cobardía y traición; cada uno de los soldados había sido desnudado, castrado y después crucificado en los maderos. Unos pocos habían muerto inmediatamente; otros agonizarían durante días. ¡Oh sí, Memnón había visto el terror!

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