Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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«Mamá, cómo me gustaría oírte contar esos secretos ahora.»

Kate se levantó y, en la penumbra del piso a oscuras, fue hasta la puerta, alargó la mano hacia el pesado pestillo… y lo corrió.

25

– Kate -susurró Tom O'Hearn, y alargó la mano hacia ella-. Vete a casa. -La rodeó con el brazo; estaban los dos sentados en el banco de la UCI -. Se te ve agotada. Esta noche no pasará nada. Ya sé que quieres estar aquí, pero vete a casa y duerme un poco.

Kate asintió. Se daba cuenta de que tenía razón. En los últimos dos días no había dormido ni seis horas. Tenía el azúcar bajo. No había ido a trabajar. Básicamente, desde que habían disparado a Tina, no había estado en ningún sitio que no fuera el hospital.

– Te lo prometo -dijo mientras la acompañaba hasta el ascensor y le daba un abrazo-: si hay novedades te llamaremos.

– Lo sé.

Habían trasladado a Tina a la sala de traumatología craneal del hospital Bellevue, en la calle Veintisiete, el mejor de la ciudad. Kate bajó al vestíbulo y salió a la Primera Avenida. Había oscurecido; eran más de las seis de la tarde. Llevaba todo el día allí. Al no ver ningún taxi, caminó hasta la Segunda y cogió el autobús al centro.

«Bueno, todo va bien.» Kate encontró sitio en la parte trasera y, sólo por un instante, cerró los ojos. Tom tenía razón, estaba agotada. Necesitaba dormir.

Esa mañana había salido del piso sin inyectarse la insulina. Greg volvía a hacer turnos de dieciséis horas, y eso la inquietaba. Sería la primera vez desde que habían disparado a Tina que estaría sola en el piso.

Kate dormitó un poco. El trayecto del autobús pasó en un abrir y cerrar de ojos. Se despertó justo a tiempo de bajar en la Novena, a un par de manzanas de casa. Casi se le había pasado la parada.

En cuanto bajó del autobús y empezó a caminar por la penumbra de la Segunda Avenida, Kate tuvo la sensación de que ocurría algo.

Tal vez fuera el hombre que acababa de apartarse de un edificio justo enfrente de la parada del autobús y, tirando el cigarrillo a la acera, había echado a andar detrás de ella a poca distancia. El ritmo del ruido de sus pasos en la acera coincidía con el de los suyos. Se ordenó a sí misma no mirar atrás.

«Kate, estás paranoica y punto. Esto es Nueva York. El East Village. Está abarrotado. Pasa a todas horas.»

Alcanzó a verlo en el reflejo de un escaparate. Seguía detrás de ella, con las manos en los bolsillos de la chaqueta negra de cuero y una gorra calada hasta los ojos.

¡No estaba paranoica! Esta vez no. No como en el piso. El corazón empezó a latirle cada vez más rápido. Un escalofrío de miedo le recorrió la espina dorsal.

«Acelera el paso -se dijo a sí misma-. Vives a pocas manzanas.»

Kate cruzó la avenida que llevaba a la Séptima. Ahora sentía cómo los latidos de su corazón desbocado le golpeaban las costillas.

Giró y se adentró en su calle. Sentía la presencia de su perseguidor a pocos metros. Más adelante había un supermercado donde compraba a veces. Se dirigió hacia allí obligándose a no mirar a su alrededor y entró casi corriendo.

Durante un instante se sintió segura. Cogió una cesta y se metió en uno de los pasillos, rezando para que no entrara. Metió unas cuantas cosas fingiendo necesitarlas: leche, yogur, pan integral. Pero lo único que hacía era esperar, con la mirada clavada en el escaparate. Aquí había gente. Empezó a calmársele el corazón.

Sacó al monedero y se acercó al mostrador. Sonrió algo nerviosa a Ingrid, la cajera, y reprimió un presentimiento estremecedor. «¿Y si ella fuera la última persona en verme con vida?»

Kate volvió a salir. Durante un breve instante, se sintió aliviada. Gracias a Dios. Ni rastro.

Entonces se quedó petrificada.

¡El tipo seguía ahí! Apoyado en un coche aparcado al otro lado de la calle, hablando por teléfono. Lentamente, sus ojos se encontraron. Eso no se lo esperaba.

«Muy bien, Kate, ¿qué diablos es lo que sabes?»

Se echó a correr. Primero disimuladamente, luego más deprisa, con los ojos clavados en su edificio, en el toldo verde, sólo a unos metros.

El hombre siguió sus pasos a buen ritmo. Una descarga eléctrica le recorrió la columna vertebral. El corazón se le desbocó.

«Por favor, Dios mío, sólo unos metros más.»

Poco antes de llegar, Kate emprendió la carrera. Sus dedos hurgaron en el bolso en busca de la llave. La metió en la cerradura del portal; la llave giró. Kate se lanzó a abrir la puerta, esperando que el hombre fuera ahora a por ella. Volvió a mirar a la calle: el hombre de la gorra se había cambiado de acera y se había detenido unos portales más atrás.

Kate se precipitó al interior del portal mientras las puertas exteriores hacían clic y la cerradura encajaba, afortunadamente. «Ahora ya está. ¡Gracias a Dios!» Kate apoyó la espalda en la pared del vestíbulo. La tenía empapada en sudor. Y el pecho encogido de alivio.

«Esto se tiene que acabar. -Era consciente de ello-. Tienes que decírselo a alguien, Kate.»

Pero ¿a quién?

¿A su familia? «Tu familia se ha ido, Kate. Asúmelo, se ha ido para siempre.»

¿A Greg? Por mucho que lo quisiera, ¿qué iban a hacer, coger los bártulos y marcharse? ¿En el último año de carrera de él?

¿A la policía? «Y ¿qué les dirás, Kate? ¿Que les has estado mintiendo, ocultando cosas? ¿Que tu mejor amiga está en coma con una bala en el cerebro, una bala que era para ti?»

Ahora ya no había tiempo, ya no había tiempo para nada de eso.

Entró en el ascensor y pulsó el botón de la séptima planta.

Era uno de esos pesados, de tipo industrial, que traqueteaba al pasar por cada planta.

Sólo quería llegar a su piso y echar el pestillo de la puta puerta.

En el séptimo, el ascensor se detuvo con chirrido. Kate agarró la llave con fuerza y abrió la pesada puerta exterior del ascensor.

Había dos hombres de pie frente a ella.

«¡Oh, no!»

El corazón le dio un brinco. Kate retrocedió y trató de gritar. Pero ¿para qué? Nadie la oiría.

Sabía para qué estaban allí.

Entonces uno de los hombres se adelantó.

– ¿Señora Raab? -Alargó las manos para asirla por los hombros.

– Kate.

Ella levantó la mirada. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Lo reconoció. Rompió a sollozar, mirando su cabello canoso.

Era Phil Cavetti. El agente del WITSEC.

26

Kate se abalanzó literalmente sobre él, con el cuerpo petrificado de miedo.

– Tranquila, Kate -dijo él, y la estrechó con cuidado entre sus brazos.

Kate asintió, con la cara pegada a la chaqueta de él.

– Creí que me seguían. Creí…

– Lo siento. -Cavetti la abrazaba con fuerza-. Seguramente era uno de mis hombres. El de la parada del autobús. Sólo queríamos asegurarnos de que fueras para casa.

Kate cerró los ojos y cogió aire, temblorosa, sintiendo una indescriptible mezcla de nerviosismo y alivio. Notó cómo se calmaban los latidos de su corazón y se separó de él, tratando de recobrar la compostura.

– ¿Cómo es que han venido?

– Éste es James Nardozzi -dijo Cavetti, presentándole al hombre que lo acompañaba: delgado, de mandíbula pronunciada, vestido con impermeable, traje gris liso y corbata roja también lisa-. Es del Departamento de Justicia.

– Sí -asintió Kate, algo apesadumbrada-. Lo recuerdo del juicio.

El abogado sonrió fríamente.

– Tenemos que hacerte algunas preguntas, Kate -dijo el agente, del WITSEC.

– Claro. Aún le temblaban algo las manos. Le costó un poco acertar a meter la llave en la cerradura y descorrer el pestillo. Fergus estaba en la puerta, ladrando-. Tranquilo, chico…

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