Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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– Seguro que le amó. -La voz de aquella muchacha tan gorda se convirtió en un susurro-. No puede odiarse lo que nunca se ha amado, sólo puede sentirse antipatía y evitarlo. El verdadero odio, al igual que el verdadero amor, nos consume. -Con un gesto brusco y aquella amplia palma de la mano borró la horca de la ventana-. Supongo -siguió en tono pragmático- que ha venido a verme para descubrir si vale la pena matar.

– No lo sé -respondió con sinceridad-. La mitad del tiempo me embarga la incertidumbre y la otra mitad me obsesiona la rabia. Lo único que veo claro es que poco a poco me estoy desmoronando.

Olive encogió los hombros.

– Porque lo guarda en su interior. Tal como le he dicho, no es bueno guardarse las cosas. Lástima que no sea católica. Podría confesarse y enseguida se sentiría mejor.

Una solución tan simple jamas se le había ocurrido a Roz.

– Yo había sido católica. Supongo que sigo siéndolo.

Olive cogió otro cigarrillo y se lo colocó con gran reverencia entre los labios, como si fuera la sagrada forma.

– Las obsesiones -murmuró mientras cogía una cerilla- siempre son destructivas. Como mínimo he aprendido esto. -Hablaba con simpatía-. Necesita tiempo antes de que pueda hablar de ello. Yo lo comprendo. Usted piensa que le levantaré la costra y volverá a sangrar.

Roz asintió con la cabeza.

– No se fía de la gente. Tiene razón. La confianza puede tener repercusiones. Yo sé bastante de esto.

Roz la observó mientras encendía el cigarrillo.

– ¿Cuál era su obsesión?

Olive le dirigió una extraña e íntima mirada pero no respondió.

– No tengo necesidad de escribir este libro, sobre todo si usted no desea que lo haga.

Olive se alisó los finos cabellos rubios con la parte inferior del pulgar.

– Si lo dejáramos ahora, la hermana Bridget se disgustaría. Ya sé que ha ido a verla.

– ¿Qué importancia tiene?

Olive hizo un gesto de indiferencia.

– Tal vez se disgustaría usted, si lo dejáramos. ¿Tiene importancia esto?

Sonrió de pronto y todo su rostro se iluminó. Qué guapa estaba, pensó Roz.

– Puede que sí, puede que no -dijo-. No estoy convencida de que quiera escribirlo.

– ¿Por qué?

Roz hizo una mueca.

– No me gustaría convertirla en un monstruo de feria.

– ¿Acaso no lo soy ya?

– Tal vez aquí, sí, pero fuera, no. El mundo exterior ya se ha olvidado de usted. Quizá sería mejor dejarlo así.

– ¿Qué la convencería para escribirlo?

– Que usted me diera una razón.

El silencio se intensificó entre las dos. Se hizo inquietante.

– ¿Ya han encontrado a mi sobrino? -preguntó por fin Olive.

– Creo que no -respondió Roz frunciendo el ceño-. ¿Cómo sabe que le buscan?

Olive soltó una risita franca.

– Radio macuto. Aquí todo el mundo se entera de todo. Aquí todo el mundo pasa su jodido tiempo preocupándose de los demás, todas tenemos abogado, todas leemos los periódicos y todo el mundo habla. Aparte de que también podía habérmelo imaginado. Mi padre dejó mucho dinero. Por poco que hubiera podido, lo habría dejado a la familia.

– He hablado con uno de sus vecinos, con un tal señor Hayes. ¿Se acuerda de él? -Olive asintió con la cabeza-. Si no comprendí mal lo que me contó, una familia apellidada Brown que emigró hace poco a Australia adoptó el hijo de Amber. Me imagino que por esto el bufete de Crew tiene tantos problemas para localizarle. Un lugar tan grande y un nombre tan vulgar… -Esperó un momento pero Olive no abrió la boca-. ¿Por qué lo quería saber? ¿Tiene alguna importancia que lo encuentren o no?

– Tal vez -respondió la otra, aburrida.

– ¿Por qué?

Olive movió la cabeza.

– ¿Tienes interés en que le localicen?

De pronto se abrió la puerta y ambas tuvieron un sobresalto.

– Se acabó el tiempo, Escultora. Vamonos para allá. -La voz de la funcionaría resonó en la tranquila estancia, desgarrando aquella intimidad tan precaria. Roz vio su propia irritación reflejada en los ojos de Olive. Pero el instante se esfumó.

Parpadeó con gesto involuntario,

– Es cierto lo que dicen. Que el tiempo vuela cuando uno está a gusto. Hasta la semana que viene.

La voluminosa mujer se levantó a duras penas.

– Mi padre era muy perezoso, por esto dejaba que mi madre llevara la batuta. -Apoyó la mano en la jamba de la puerta para mantener el equilibrio-. Una cosa que decía mi padre y que ella no soportaba, era: «No hagas hoy lo que puedas dejar para mañana». -Sonrió ligeramente-. Precisamente por eso era tan despreciable. Él mismo reconocía que tan sólo era leal a sí mismo, claro, una lealtad desprovista de responsabilidad. Tenía que haber estudiado el existencialismo. -Pronunció esta última palabra arrastrando sus sílabas-. Quizás hubiera aprendido algo sobre el imperativo del hombre respecto a escoger y actuar con sensatez. Todos somos dueños de nuestro destino, Roz, también usted. -Se giró moviendo la cabeza con gesto de asentimiento y se llevó a la funcionaría, así como la silla metálica, tras su torpe caminar.

Roz se preguntaba, mientras las observaba, qué le había querido decir con todo aquello.

– ¿La señora Wright?

– ¿Sí? -La joven aguantaba con una mano la puerta entreabierta y con la otra, el collar de un perro que no paraba de refunfuñar. Era una muchacha atractiva, pálida, de rasgos delicados, grandes ojos grises y pelo rubio y corto.

Roz le ofreció una de sus tarjetas:

– Estoy escribiendo un libro sobre Olive Martin. La hermana Bridget, del colegio donde estudiaron, me comentó que tal vez aceptaría hablar conmigo del tema. Me dijo que usted era la mejor amiga que Olive tuvo allí.

Geraldine Wright hizo como que leía la tarjeta y enseguida se la devolvió.

– Creo que no será posible, dispense -dijo en el tono que podía haber utilizado con un Testigo de Jehová, y se dispuso a cerrar la puerta.

Roz se lo impidió con la mano en un extremo.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Preferiría no tener nada que ver con esto.

– No es necesario que mencione su nombre -respondió Roz con una sonrisa alentadora-. Hágame un favor, señora Wright, no voy a crearle ningún problema. No tengo por costumbre hacerlo. Lo que busco es información, no pretendo descubrir secretos. Nadie se va a enterar de que usted tuvo alguna vez algo que ver con ella, como mínimo a través mío o de mi libro. -Notó la sombra de la vacilación en los ojos de aquella mujer-. Llame a la hermana Bridget -le dijo-, ella responderá por mí.

– No, creo que no habrá problemas. Pero sólo dispongo de media hora. Tengo que recoger a los crios a las tres y media. -Abrió la puerta de par en par e hizo apartar al perro-. Pase. El salón está a la izquierda. Voy a encerrar a Boomer en la cocina, de lo contrario no nos dejaría en paz.

Roz se dirigió al salón, una pieza espaciosa, soleada, con un gran balcón que daba a una terracita. Más allá se veía un jardín muy arreglado, que en su extremo casi se confundía con un gran prado en el que pacían las vacas.

– Una vista extraordinaria -dijo Roz cuando entró la señora Wright.

– Tuvimos mucha suerte al conseguirla -comentó la otra con cierto orgullo-. Le habían puesto un precio totalmente fuera de nuestro alcance, pero su antiguo propietario tuvo que responder a un crédito de otra propiedad justo antes de que los intereses se pusieran por las nubes. Necesitaba tanto vender ésta que la conseguimos por veinticinco mil menos de lo que pedía. Aquí somos felices.

– No me extraña -respondió Roz con entusiasmo-. Es un sitio precioso.

– Vamos a sentarnos. -Ella se aposentó con aire elegante en una butaca-. No me avergüenza haber sido amiga de Olive -dijo en plan de disculpa-. Lo que pasa es que no me gusta hablar del tema. La gente insiste tanto… No aceptan que no sepa nada acerca de los asesinatos. -Observó la laca de sus uñas-. Lo cierto es que no la he visto desde como mínimo tres años antes de que sucediera aquello. No sé qué podría contarle que tuviera algún interés para usted.

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