Sin lugar a dudas, cada perfil le había llevado una buena cantidad de tiempo y atención. Estaba empezando a entender cada vez más por qué Graciela había dicho que se había convertido en un problema en su matrimonio., Terry no podía trazar una línea. No podía renunciar. Este trabajo de elaboración de perfiles era un testamento no sólo de su dedicación a su misión como investigador, sino también de su punto ciego como marido y padre.
Los seis perfiles procedían de casos de Scottsdale, Arizona; Henderson, Nevada; y de las cuatro localidades californianas de La Jolla, Laguna Beach, Salinas y San Mateo. Dos eran asesinatos de niños y los otros cuatro muertes relacionadas con agresiones sexuales con tres mujeres y un hombre como víctimas. McCaleb no había establecido vínculos entre ellos. Estaba claro que se trataba simplemente de casos separados que habían captado su atención en los últimos dos años. No había indicación en ninguno de los archivos de que el trabajo de Terry hubiera resultado útil ni de que alguno de los casos se hubiera resuelto. Anoté los datos principales de cada uno de ellos en mi libreta con la idea de conectar con los departamentos para comprobar el estado de cada investigación.
Era una oportunidad remota, pero seguía siendo posible que alguno de esos perfiles hubiera desencadenado la muerte de McCaleb. No era una prioridad, pero necesitaría comprobarlo.
Habiendo concluido con el ordenador por el momento, dirigí mi atención a las cajas de archivos almacenadas en la litera superior. Una a una las fui bajando hasta que no quedó espacio en el suelo del camarote de proa. Descubrí que contenían una mezcla de casos tanto resueltos como sin resolver. Pasé la primera hora simplemente ordenándolos y apartando los abiertos sin resolver, pensando que si la muerte de Terry estaba relacionada con un caso, entonces sería con uno en el cual el sospechoso seguía en libertad. No había motivo para que estuviera trabajando o revisando un caso cerrado.
La lectura fue fascinante. Estaba familiarizado con muchos de los casos e incluso había participado en algunos de ellos. No eran archivos que hubieran acumulado polvo. Tuve la clara impresión de que los casos abiertos se hallaban en interminable rotación. De vez en cuando, McCaleb los sacaba y repensaba las investigaciones, los sospechosos, las escenas de los crímenes, las posibilidades. Telefoneaba a investigadores, personal de laboratorio e incluso testigos. Todo ello quedaba claro porque McCaleb tenía la costumbre de usar el interior de la solapa delantera para escribir notas sobre las acciones que había llevado a cabo, fechando meticulosamente cada una de ellas.
A partir de esas fechas pude determinar que McCaleb había estado trabajando en varios casos al mismo tiempo. Y quedaba claro que todavía tenía una fuente en la brigada de Ciencias del Comportamiento del FBI en Quantico. Pasé una hora entera leyendo el grueso archivo que había acumulado sobre el Poeta, uno de los más notorios y comprometidos casos de asesinos en serie en los anales del FBI. El Poeta era un asesino que, como finalmente se descubrió, era un agente del FBI que había dirigido la brigada esencialmente persiguiéndose a sí mismo. Fue un escándalo que había sacudido al FBI y su cacareada Sección de Ciencias del Comportamiento ocho años antes. El agente, Robert Backus, elegía como víctimas a detectives de homicidios. Preparaba las escenas de los crímenes como suicidios, dejando notas de despedida que contenían versos de poemas de Edgar Allan Poe. Mató a ocho hombres a lo largo y ancho del país en un periodo de tres años, antes de que un periodista descubriera los falsos suicidios y empezara la caza del hombre. Backus fue descubierto en Los Ángeles por otra agente, que le disparó cuando presuntamente perseguía a un detective de la mesa de homicidios de la División de Hollywood del Departamento de Policía de Los Ángeles. Ésa era mi mesa. El objetivo, Ed Thomas, era colega mío y mi conexión. Recuerdo que yo había tenido un gran interés personal en el Poeta.
Ahora estaba leyendo la historia interna. Oficialmente el FBI cerró el caso. Sin embargo, la versión no oficial siempre había sido que Backus había conseguido huir. Después de recibir el disparo, Backus inicialmente escapó en el sistema de túneles de alcantarillado que discurría por debajo de Los Ángeles. Al cabo de casi tres meses se descubrió un cadáver con un agujero de bala en el lugar adecuado, pero la descomposición impidió una identificación física, así como la comparación de huellas dactilares. Los animales -eso se dijo- habían arrancado partes del cuerpo, incluida la mandíbula inferior y los únicos dientes que podían haber servido para realizar una identificación a través de los registros dentales. Backus también había desaparecido convenientemente sin dejar rastros de ADN. Así que tenían el cadáver con el agujero de bala, pero nada con lo cual compararlo. O eso dijeron. El FBI anunció rápidamente que se daba por muerto a Backus y el caso se cerró, aunque sólo fuera para dar un rápido final a la humillación de la agencia federal a manos de uno de los suyos.
Sin embargo, los registros que McCaleb había acumulado desde entonces confirmaban que el rumor era cierto. Backus continuaba vivo y en libertad. Cuatro años antes había vuelto a aflorar en Holanda. Según boletines confidenciales del FBI proporcionados por fuentes del mismo a McCaleb, un asesino segó las vidas de cinco hombres en un periodo de dos años en Amsterdam. Todas las víctimas eran turistas extranjeros que habían desaparecido después de aventurarse en el distrito rojo de la ciudad. Los hombres habían sido hallados estrangulados y flotando en el río Amstel. Lo que conectaba los asesinatos con Backus fueron notas enviadas a las autoridades locales en las que el autor reivindicaba los asesinatos y pedía que llamaran al FBI. El autor, según los informes confidenciales, preguntaba específicamente por Rachel Walling, la agente que había disparado a Robert Backus cuatro años antes. La policía holandesa invitó al FBI a echar un vistazo al caso de manera no oficial. El remitente había firmado todos los mensajes simplemente como «el Poeta». Los análisis grafológicos del FBI indicaban -de manera no concluyente- que el autor no era un asesino que trataba de ganar fama a la sombra de Robert Backus, sino Backus en persona.
Por supuesto, en el momento en que el FBI, las autoridades locales e incluso Rachel Walling se desplegaron en Amsterdam, el asesino ya había huido. Y no se había vuelto a saber nada de Robert Backus, al menos hasta donde alcanzaban las fuentes de Terry McCaleb.
Volví a colocar el grueso archivo en una de las cajas y seguí adelante. De hecho, cualquier cosa que captaba la atención de Terry McCaleb era objeto de su atención y sus aptitudes. Había decenas de carpetas que contenían un único artículo de diario y unas pocas notas en la solapa. Algunos casos eran de los que acaparaban interés, otros oscuros. Había creado un archivo a partir de recortes de periódico sobre el caso de Laci Peterson: la desaparición en California de una mujer embarazada en la Nochebuena de dos años atrás. El caso había cosechado una prolongada atención de los medios y la opinión pública, particularmente después de que se hallara el cadáver desmembrado de la víctima en la bahía, donde antes su marido había asegurado a los investigadores que él había estado pescando cuando ella desapareció. Una anotación en la solapa de la carpeta, fechada antes del descubrimiento del cadáver de la mujer decía: «Indudablemente muerta, en el agua.» Otra nota fechada antes de la detención del marido decía: «Hay otra mujer.»
También había un archivo con notas aparentemente prescientes acerca de Elizabeth Smart, una chica secuestrada en Utah que fue encontrada y devuelta a casa después de casi un año. Correctamente escribió «viva» debajo de una foto de la joven aparecida en el periódico.
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