Michael Connelly - Cauces De Maldad

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Bosch investiga esta vez la muerta del ex pro filer del FBI. Terry McCaleb (protagonista de Deuda de sangre, libro que fue llevado al cine de la mano de Clint Eastwood). Sus indagaciones le inducen a sospechar que el tristemente famoso asesino en serie conocido como el Poeta -al que se daba por muerto-podría hallarse involucrado en la repentina defunción de McCaleb. Bosch decidirá entonces pedir la ayuda de la agente del FBI Rachel Welling, encargada en su día de la investigación de los crímenes cometidos por el Poeta.

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– Según eso lleva retraso -dijo Rachel.

– Supuestamente.

– ¿ Supuestamente?

– Vamos, Rachel, es Backus. Sabe lo que nosotros sabemos. Sólo está jugando con nosotros. Como en Amsterdam. Se fue incluso antes de que reconociéramos que era él. Aquí lo mismo. Ha pasado a otra cosa. Venga, ¿por qué si no, nos envió el GPS? Ya se ha ido. No lleva retraso y no va a volver aquí. Está en alguna parte riéndose de nosotros, observando cómo seguimos nuestros modelos y rutinas, sabiendo que no nos acercaremos a él más de lo que lo hicimos la última vez.

Rachel asintió con la cabeza. Sabía que Dei tenía razón, pero decidió ser optimista.

– Tiene que cometer un error alguna vez. ¿Y el GPS? ¿Se sabe algo de eso?

– Estamos trabajando en ello, obviamente. Brass está en ello.

– ¿Qué más?

– Estás tú, Rachel.

Rachel no dijo nada. De nuevo Cherie tenía razón. Backus tenía algo en juego. Su mensaje oscuro pero directo para Rachel parecía hacerlo obvio. La quería allí, quería que participara en la función. Pero ¿cuál era la función? ¿Qué quería el Poeta?

Como Rachel había sido mentora de Dei, Backus había sido mentor de Rachel. Era un buen maestro. En retrospectiva, mejor de lo que ella o ningún otro podían haber imaginado.

Rachel había tenido de mentor al agente y al asesino, al cazador y a la presa, una combinación única en los anales del crimen y el castigo. Rachel siempre recordaba un comentario que Backus había hecho de pasada una noche, cuando subían por la escalera del sótano de Quantico para abandonar la unidad hasta el día siguiente.

«Al final creo que todo es una mentira. No podemos predecir cómo actúa esta gente. Sólo podemos reaccionar. Y en última instancia, eso significa que básicamente somos inútiles. Generamos buenos titulares y Hollywood hace buenas películas sobre nosotros, pero nada más.»

Rachel era entonces novata en la unidad. Estaba cargada de ideales, planes y fe.

Pasó los siguientes treinta minutos tratando de convencer a Backus de lo contrario. Se sintió avergonzada por el recuerdo del esfuerzo y por las cosas que le había dicho a un hombre de quien más tarde sabría que era un asesino.

– ¿Puedo ir ahora a las otras tiendas? -preguntó Rachel.

– Claro -dijo Dei-. Lo que quieras.

12

Era tarde y las baterías del barco estaban empezando a agotarse. Las luces en la litera del camarote de proa se iban atenuando progresivamente. O al menos eso me pareció. Quizás eran mis ojos los que comenzaban a apagarse. Había pasado siete horas leyendo los expedientes de casos que McCaleb guardaba en cajas en,la litera superior. Había llenado mi libreta hasta la última página y después le había dado la vuelta y había empezado a estudiarla de atrás adelante.

La entrevista de la tarde había resultado tranquila, pero inútil. El último cliente de McCaleb había sido un hombre llamado Otto Woodall, que vivía en un lujoso condominio, detrás del fabuloso casino de Avalon. Hablé con él durante una hora, y me repitió más o menos la misma historia que ya conocía por Buddy Lockridge. Woodall, que tenía sesenta y seis años, confirmó todos los aspectos del viaje que me interesaban. Explicó que abandonó el barco durante la escala en México y que pasó tiempo con mujeres que conocía allí. No se mostró avergonzado en absoluto. Su esposa había ido todo el día de compras al continente y aparentemente no le importaba mostrarse franco. Me dijo que estaba jubilado del trabajo, pero no de la vida. Todavía tenía necesidades propias de un hombre. Abandoné esa línea de interrogatorio y me centré en los últimos momentos de la vida de Terry McCaleb.

Las observaciones y los recuerdos de Woodall coincidían con los de Buddy en todos los detalles importantes. Woodall también confirmó que al menos en dos momentos específicos del viaje había visto a McCaleb tomar sus medicamentos, tragando las pastillas y los líquidos acompañados de zumo de naranja.

Tomé notas, pero sabía que éstas no serían necesarias. Tras una hora le di las gracias a Woodall por dedicarme su tiempo y lo dejé con su vista de la bahía de Santa Mónica y la nube de contaminación que se alzaba en el continente.

Buddy Lockridge estaba esperándome enfrente en un coche de golf que yo había alquilado. Todavía le estaba dando vueltas a mi decisión de última hora de entrevistar a Woodall sin él. Me había acusado de utilizarlo para conseguir la entrevista con Woodall. En eso tenía razón, pero mi radar ni siquiera captaba sus quejas y preocupaciones.

Circulamos en silencio hasta el muelle y devolví el coche de golf. Le dije a Buddy que podía poner rumbo a casa, porque yo iba a estar ocupado el resto del día y por la noche leyendo los archivos. El se ofreció a ayudar mansamente, pero le respondí que ya me había ayudado suficiente. Observé cómo se alejaba cabizbajo hacia el muelle del transbordador. Todavía no estaba seguro de Buddy Lockridge. Sabía que tenía que pensar en él.

Cogí un taxi acuático hasta el Following Sea porque no quería hacer el tonto con la Zodiac. Llevé a cabo una rápida inspección del camarote principal -sin encontrar nada destacable- y pasé al camarote de proa.

Me fijé en que Terry tenía un reproductor de discos compactos en el camarote reconvertido en oficina. Su pequeña colección de música era básicamente de blues y de rock and roll de la década de 1970. Puse un disco más reciente de Lucinda Williams titulado World Witbout Tears y me gustó tanto que dejé que se reprodujera una y otra vez durante las siguientes seis horas. La voz de la mujer tenía una cadencia prolongada y eso me gustaba. Para el momento en que la potencia eléctrica empezó a escasear en el barco y apagué la música, había memorizado inconscientemente las letras de al menos tres canciones que podría cantarle a mi hija la siguiente vez que la acostara.

En la oficina de McCaleb, lo primero que hice fue volver a su ordenador y abrir la carpeta llamada «Perfiles».

Apareció una lista de seis archivos cuyos nombres eran fechas correspondientes a los últimos dos años. Los abrí en orden cronológico y descubrí que cada uno de ellos era un perfil forense del sospechoso de un caso de asesinato. Cada perfil, escrito en el estilo clínico y sin adornos del profesional, arrojaba conclusiones acerca de un asesino basadas en detalles concretos de la escena del crimen. Esos detalles dejaban claro que McCaleb había hecho algo más que limitarse a leer artículos de diario. Resultaba obvio que había tenido acceso completo a las escenas de los crímenes, ya fuera en persona o, más probablemente, mediante fotos, vídeos y notas de los investigadores. Para mí estaba muy claro que éstos no eran trabajos de práctica realizados por un profesional que echaba de menos la profesión y quería mantenerse en forma. Eran la labor de un investigador invitado a participar. Todos los casos correspondían a jurisdicciones de pequeños departamentos de policía del oeste. Supuse que McCaleb había tenido noticia de los casos a través de los informativos y que simplemente se había ofrecido voluntario para colaborar con el departamento de policía que se ocupaba del caso. Aceptada la oferta, probablemente le enviaban la información de la escena del crimen y él se ponía a analizarla a fin de elaborar un perfil. Me pregunté si su notoriedad le había ayudado o bien le había entorpecido a la hora de ofrecer su talento. ¿Cuántas veces le habrían dicho que no para ser aceptado en estas seis ocasiones?

Cuando lo aceptaban, probablemente trabajaba en los casos desde el escritorio al que me hallaba sentado, sin dejar el barco en ningún momento. Y sin pensar que su mujer conocía al detalle lo que él estaba haciendo.

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