– No podré abandonarlos, Else. Los sábados y domingos también necesitarán comida y agua, como cualquier otro día.
Al ver que ella ahogaba un sollozo, le dijo que planeaba construir una cabaña para vivir.
– Nada del otro mundo -le explicó-. Treinta metrospor diez, pero hay un pozo y puedo colocar una cama en una de las paredes. Cocinaré en un hornillo y me alumbraré con velas cuando oscurezca.
Elsie dijo que sonaba romántico.
Norman sacudió la cabeza.
– Así es como vivían los chicos en las trincheras. Unas condiciones duras… pero resultará más barato que pagar por una habitación. Iré ampliándola a medida que las cosas mejoren y algún día será una casa de verdad.
Ella ya empezaba a anticiparse.
– Puedo visitarte los fines de semana.
– Todavía no está construida.
– Iré en tren y luego andando desde la estación.
– No puedes quedarte a pasar la noche, Elsie. No está bien visto.
– ¡Ya lo sé, bobo! -Ella le dio un puñetazo en el brazo, bromeando-. Dormiré en una pensión y pasaré el día contigo. Nos divertiremos, cielito. Yo me ocuparé de la cocina mientras tú cuidas de los pollos. Podemos fingir que estamos casados.
Lo cierto es que dicho así parecía incluso romántico. Y Norman se sentía solo. La gente de Sussex desconfiaba de los forasteros y los amigos que su padre le había prometido no surgían. Hasta el momento, la única recompensa por «desplegar las alas» era el trabajo duro. Y el trabajo duro reportaba poca alegría cuando no había nadie con quien compartirlo.
En cualquier caso, era un hombre joven y saludable, y, a pesar de sus fuertes convicciones religiosas, la idea de estar a solas con una mujer le excitaba.
Construyó la cabaña en la misma línea que la granja. Las paredes estaban hechas de madera, y los techos altos e inclinados conferían sensación de espacio al interior. Dos vigas, una sobre otra, cruzaban el centro para dar estabilidad a la estructura. En un lado, un colchón sobre una tarima servía de cama por la noche y de sofá durante el día. En el otro extremo, un ventanuco dejaba entrar un poco de luz.
Amuebló la habitación para hacerla más acogedora. Una mesa y dos sillas, un hornillo de petróleo, una jofaina de porcelana para el aseo y una alfombra para el suelo. Pero aparte de eso, era tal y como le había prometido a Elsie. Una vida dura, incómoda, que empeoró debido al frío a medida que se acortaban los días y llegaba el invierno.
Se negó a permitir que Elsie le visitara hasta la primavera de 1922. «El tiempo es demasiado malo -le escribió-. Resulta muy difícil caldear el lugar y la mayoría de días no me molesto en lavarme. Incluso a veces creo que los pollos viven mejor que yo. Al menos pueden acurrucarse unos con otros.»
Le ocultó el hecho de que la granja no iba bien. Eran pocas las gallinas que daban huevos. Algunas eran demasiado jóvenes, otras muy viejas, pero a la mayoría las afectaba la lluvia. Un lugareño le advirtió que el mal tiempo provocaría que las aves no pusieran huevos durante al menos dos meses.
Norman estaba sorprendido.
– No puedo permitirme esperar tanto -dijo él-. Necesito algo que vender. Si las cosas siguen así, me moriré de hambre.
El individuo se encogió de hombros.
– Has empezado la granja avícola en mal momento, chico. A las gallinas no les gusta el invierno. Ahora los huevos son escasos, pero en cuanto llegue la primavera tendrás más de los que puedes vender. Tendrás suerte si cubres el coste del pienso.
– ¿Y de qué voy a vivir?
– ¿A base de huevos? -sugirió el hombre con un atisbo de humor negro-. Llegarás a odiar su sabor… pero te mantendrán el estómago lleno.
Granja avícola Wesley, Blackness Road. Verano de 1922
A Elsie le encantaba la cabaña de Norman. Nunca había sido tan feliz como durante los fines de semana que pasó en la granja. Alquiló una habitación en casa de los señores Cosham, situada en la misma carretera, e iba andando hasta el terreno todos los días. Colaboraba en dar de comer a las aves y recoger los huevos, pero se negaba a limpiar los gallineros.
– El olor me pone enferma -le dijo a Norman-. Y no puedo volver a Londres apestando a gallinas.
A Norman no le importaba. Se conformaba con tenerla allí, aunque fuera sin hacer nada. La alegría de Elsie era contagiosa y él empezó a creer que el proyecto llegaría a buen puerto después de todo. Ciertamente, los gallos y las malditas gallinas estaban haciendo un buen trabajo y producía más huevos. de los que podía vender. Ahora tenía un buen número de pollitos a los que engordar y vender.
Elsie le preguntó cómo pensaba matarlos.
– Les partiré el cuello -dijo él.
– Papá dice que en Escocia su madre lo hacía con un cuchillo.
– No quiero que las plumas se manchen de sangre.
– ¿No tienes que desplumarlos, tesoro? ¿Quién va a comprar un pollo que no esté desplumado?
– Sólo hay que quitar las plumas del cuerpo, Else. La cabeza y el cuello se dejan como están para que el carnicero pueda colgarlos sobre el mostrador. Tienen peor aspecto si están cubiertos de sangre.
Ella se agachó para contemplar a un grupo de suaves pollitos.
– Pobrecitos.
– Pobre de mí, querrás decir -dijo Norman-. Desplumaré hasta en sueños si el negocio despega. Las plumas se arrancan con facilidad si el cuerpo aún está caliente, pero incluso así el trabajo es duro.
– Habrá un montón de plumas, cielito. ¿Qué piensas hacer con ellas?
– No lo sé -dijo él, paseando la mirada por el campo-. Quemarlas tal vez. El olor inundará todos los rincones, pero al menos me libraré de ellas.
Tenía un buen problema con la paja sucia de los gallineros. Su intención era pudrirla para luego venderla como abono, pero el proceso requería tiempo. Mientras tanto, las montañas de paja daban a la granja un aspecto aún más cochambroso y descuidado del que tenía en realidad. Al principio, Elsie no pareció percatarse de ello, pero transcurridas unas semanas empezó a regañarle.
– Nadie comprará tus huevos si han visto de dónde proceden. Creerán que están en mal estado. Tienes que pintar los cobertizos, que den sensación de limpieza.
– No puedo permitírmelo -repuso él, con evidente malhumor-. La pintura cuesta dinero.
– Pídeselo a tu padre.
– Ya me ha dado bastante.
Cuando sus reprimendas se volvieron insoportables, él le sugirió que fuera ella quien le facilitara el dinero para poder pintar.
– Tú quieres que nos casemos, Elsie, pero eso no sucederá si la granja fracasa. Sé que tienes ahorros. No te arruinarás por prestarme unas cuantas libras, ¿no crees?
– Papá me arrancaría la piel a tiras si se enterara de que le presto dinero a un hombre que no es mi prometido -repuso ella con coquetería-. Antes tendrás que regalarme el anillo, cielito.
– ¿Y con qué voy a comprarlo? ¿Conoces a algún joyero que cambie gallinas por diamantes?
Pero a pesar de la recurrente discusión por el dinero y el matrimonio, el verano y el otoño transcurrieron con bastante felicidad. Hizo calor en septiembre y octubre, y Elsie bajó a Sussex casi todos los fines de semana. Los sábados, cuando terminaban sus tareas, ella y Norman encendían un fuego en la puerta de la cabaña; los domingos por la mañana se dirigían a la capilla metodista situada en el centro de la ciudad antes de regresar a casa a saborear la comida que Elsie había preparado.
Devino una experta en las diversas formas de cocinar el pollo. La mayoría de las veces se trataba de un ave vieja que sólo podía hervirse con zanahorias y cebollas, pero en ocasiones especiales N orman mataba un pollo joven que podía ser asado con manteca de cerdo procedente de la granja del pueblo. Se parecía más a ir de acampada que a llevar una casa como Dios manda, pero como a Elsie le gustaba repetir: «Es como estar de vacaciones».
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