Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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– ¿Asiento de pasillo o ventanilla?

– Pasillo. Hacia la parte delantera. -Era de cajón que la pareja bajara del avión antes que yo y quería estar preparada para salir tras ellos.

La empleada pasó a otra pantalla tecleando con parsimonia.

– ¿Lleva equipaje?

– Sólo lo puesto -dije. Quise gritarle que se diera prisa, pero no tenía sentido. La máquina de los billetes se puso a traquetear y a zumbar, y expulsó el pasaje, la tarjeta de embarque y el comprobante de la tarjeta de crédito, que firmé donde se indicaba. Creo que fruncí el entrecejo al ver lo que me habían cobrado. El viaje de ida y vuelta en clase turística, sin descuentos para estudiantes ni rebajas en posteriores iniciativas, me había costado 974 dólares. Hice unas cuantas operaciones. El límite del crédito de aquella tarjeta era de 2.500 dólares y aún estaba pagando unas compras que había hecho durante el verano. Según mis cálculos, aún disponía de un crédito de cuatrocientos dólares. En fin. Si no hubiera tenido ni un céntimo en el banco habría sido lo mismo, porque no podía sacarlo a aquellas horas.

Recogí el sobre del pasaje, di las gracias a la empleada y corrí alrededor de la terminal para ir a la Puerta 6, donde puse el bolso de mano en la cinta que pasaba por la máquina de rayos X. Saqué la llave de Johnny del bolsillo del pantalón y la guardé en el bolso. Pasé por el detector de metales sin problemas y recogí el bolso en el otro lado. Los pasajeros de primera clase y las personas con niños pequeños ya habían cruzado la puerta y abandonado la terminal. Los veía avanzar por la pista en dirección al aparato. Ya estaba en curso el embarque general y me puse al final de la lenta cola. El hombre del Stetson era claramente visible.

La pareja estaba unos seis pasajeros más allá, sin decirse prácticamente nada. La mujer llevaba ahora las revistas y él acarreaba el petate. Se comportaban como si estuvieran sometidos a cierta tensión y tenían la cara inexpresiva. No vi que hubiera entre ellos ninguna muestra de afecto, descontado el vientre de la señora, que sugería por lo menos un rato de intimidad seis o siete meses antes. Puede que se hubieran visto obligados a casarse por el niño. Fuera cual fuese la explicación, la dinámica sentimental entre ellos parecía nula.

Cuando llegaron a la puerta, el hombre tendió el petate a la mujer y le dijo algo. Ella le respondió con un murmullo, sin mirarle. Parecía reticente y trataba al hombre con un distanciamiento palpable. El hombre le pasó el brazo por los hombros y le dio un beso. Retrocedió a continuación, se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando mientras la mujer entregaba la tarjeta de embarque al empleado de la puerta y se alejaba con el petate en la mano. Pues estábamos buenos. ¿Qué hacía ahora? El hombre esperó junto a la puerta hasta que la mujer se perdió de vista. Titubeé y repasé mis alternativas. Siempre podía seguirlo a él, pero lo importante era el petate, por lo menos hasta que averiguara qué contenía. Una vez desaparecido el botín, nadie podría ya seguirle la pista hasta sus orígenes.

El hombre se volvió hacia mí, echando a andar hacia la salida. Me miró a los ojos un instante antes de que pudiese desviarlos. Lo miré otra vez con rapidez y tomé una foto mental de su cara grisácea, de la cicatriz de la barbilla, una profunda raya de color blanco que comenzaba en el labio superior y seguía hasta el cuello. O había cruzado volando una ventana o le habían dado un navajazo.

El empleado de la puerta recogió la tarjeta de embarque y me devolvió la matriz. Si había que dar media vuelta, era el momento indicado. Delante de mí, en el asfalto mal iluminado, vi que la embarazada llegaba a lo alto de la pasarela y que cruzaba la puerta del avión. Respiré hondo, salí a la pista y llegué a la pasarela. Hacía fresco y el viento incesante que parecía asolar la pista me traspasaba el tejido de la chaqueta de mezclilla. Subí los peldaños, produciendo ruidos metálicos al pisar las láminas sueltas.

Me sentí mejor cuando hube cruzado el umbral del 737 y entrado en la iluminada calidez del interior. Miré a los pasajeros de primera clase, pero la embarazada no estaba entre ellos. Comprobé el número de mi asiento en la matriz de la tarjeta de embarque: 10D, seguramente sobre el ala izquierda del aparato. Mientras esperaba a que se instalasen los pasajeros que me precedían, me puse a otear las primeras filas de la clase turística. La mujer estaba en la fila octava, en un asiento de ventanilla de la derecha. Había sacado una polvera y se miraba en el espejito. Sacó un tarro de maquillaje, lo abrió y se embadurnó las mejillas de color beige.

Casi todos los compartimientos para el equipaje de mano estaban abiertos a la altura de la cabeza. Avancé un paso y esperé a que el universitario que tenía delante metiera una mochila del tamaño de un sofá en el compartimiento que le correspondía. Al pasar junto a la fila octava, vi el petate medio oculto por el doblado impermeable de la embarazada, ambos objetos encajonados entre un abultado bolso de lona, un maletín y un carrito de transportar maletas, los típicos trastos que se caen y nos dan en la cabeza en el momento de aterrizar. Si hubiera tenido temple, me habría llevado el petate sin más y lo hubiera escondido bajo el asiento hasta el momento de inspeccionar el contenido. La embarazada me miró. Me volví con naturalidad.

Ocupé mi asiento y empotré el bolso en el respaldo del asiento delantero. Los dos que tenía junto a mí estaban vacíos y rogué al dios de los aviones que me dejaran la fila para mí sola. Al cabo de unos minutos me llevaría las manos a la nuca y me estiraría para echar una siesta. La embarazada se levantó en aquel momento y salió al pasillo, desde donde abrió el compartimiento del equipaje de mano. Apartó el bolso de lona y extrajo con esfuerzo un libro encuadernado de un bolsillo exterior del petate. La azafata avanzaba por el pasillo hacia ella, cerrando los compartimientos metálicos con movimientos decididos.

Poco después de cerrarse la puerta del aparato, la azafata se puso delante de los presentes y dio detalladas instrucciones, con ejemplos prácticos, sobre cómo abrochar y desabrochar el cinturón de seguridad. Me pregunté si habría alguien en el avión que todavía no comprendiera el complicado procedimiento. Nos explicó también qué había que hacer si corríamos peligro de estrellarnos, hacernos papilla y carbonizarnos por caer hacia la corteza terrestre a velocidad supersónica desde ochocientos metros de altura. En mi opinión, el tubito del oxígeno que colgaba del techo estaba fuera de lugar, pero la azafata parecía sentirse mejor dándonos indicaciones sobre el uso del aparato. Para distraernos del miedo a morirnos por el camino, nos prometió un carrito de bebidas y una cena rápida en cuanto estuviésemos volando.

El avión se alejó de la terminal y entró en la pista de despegue. Hubo una pausa y el avión comenzó a correr, adquiriendo velocidad con auténticas ganas. Vibramos y nos sacudimos con los motores a tope. El aparato se elevó en el cielo nocturno y los iluminados edificios de abajo se encogieron hasta que no quedó de ellos más que una reja de luces.

Capítulo 7

Registré la red del respaldo del asiento delantero: la bolsa para vomitar, una hoja satinada con instrucciones de seguridad ilustradas con dibujos, una aburrida revista de líneas aéreas y un catálogo de regalos por si me apetecía ir de compras navideñas en pleno vuelo. Iba a ser un viaje largo y yo sin mi fiel novela de Leonard. Me volví casi involuntariamente hacia la mujer embarazada, que estaba al otro lado del pasillo y dos filas delante de mí. Desde donde me encontraba sólo podía verle una parte de la cara. La maraña de pelo rojo me despertaba el deseo de asaltarla con un peine.

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